El martes 19 de septiembre se conmemoró el 32 aniversario de uno de los eventos más devastadores en la vida contemporánea de nuestro país: un terremoto de magnitud 8.1 grados en la escala Richter a las 7:19 de la mañana alcanzó distintos estados de la República, la Ciudad de México fue la entidad federativa que resintió los mayores efectos. Poco sospecharían autoridades, ciudadanos y empresas que con la misma fecha, pero a las 13:14 de la tarde otro movimiento telúrico habría de presentarse, su epicentro fue a 12 kilómetros al sureste de Axochiapan en Morelos con una magnitud de 7.1 grados Richter, con afectaciones mayores para los estados de Morelos, Puebla, Ciudad de México, Oaxaca y Guerrero.
Los daños que causó el movimiento sísmico son incalculables, sólo en la Ciudad de México 321 edificios tienen daños irreparables; y al considerar en conjunto los efectos de los sismos del 7 y el 19 de septiembre de 2017, de acuerdo a diferentes informaciones, suman ya 140 mil edificios con daños, la muerte de 407 personas, y 50 mil casas con pérdida total.
El sismo dejó graves pérdidas para decenas de miles de familias, algunas irreparables, y sin duda, aún están presentes el temor y los efectos negativos de un hecho de la naturaleza de tan grandes proporciones; en ese mismo contexto, debe señalarse que al igual que en 1985, miles de personas salieron a ayudar a sus semejantes a no más de 10 minutos de terminar el sismo. Por todas partes, y en todos los estados del país al mismo tiempo, la ciudadanía se volcó en ayudar, trabajar, acompañar y proteger a quienes sufrieron los daños del terremoto. La realidad es que algo existe en el código de lo nacional que concita la solidaridad y la organización social ante las crisis.
Los hechos de las movilizaciones ciudadanas fueron y son evidentes, cada persona ayudó con determinación y como consideró que mejor podía hacerlo, desde formar cadenas humanas para sacar escombros hasta internarse en los edificios caídos a riesgo de la propia vida, pasando por organizar el tráfico, llevar alimentos, agua, ropa y consuelo a las familias, y desde luego en abrir sus propias casas a familias que lo perdieron todo.
La actitud de hombres y mujeres jóvenes, rescatistas, bomberos, elementos de las Fuerzas Armadas, paramédicos, albañiles, médicos, enfermeras y otros actores como arquitectos e ingenieros que participaron en las tareas de rescate muestran el cemento social del que están hechas las familias en México, la fortaleza de nuestros valores y la eficacia con que esos valores se convierten en acciones claras y contundentes.
La respuesta ciudadana fue contundente ante los agoreros del desastre nacional, a los vividores de la denostación, quedó claro que la ciudadanía conoce y percibe lo que hacen esos grupos que buscaron la división. Ni siquiera las mentiras que se fraguaron en algunos medios de comunicación y redes sociales para dividir y confrontar tuvieron eficacia. Las personas no se creyeron las historias, hubo sentido común en México.
La reconstrucción requerirá esfuerzo y compromiso de sociedad y gobierno, hay mucho que hacer y se requieren grandes recursos. Todo lo que ha significado la movilización ciudadana deja lecciones a la clase política nacional, que deberá reestructurarse para una sociedad que siempre estuvo ahí y que muchos no quisieron o no pudieron ver. Hoy las cosas son distintas para gobierno, partidos políticos y ciudadanía. El reto está en reconstruir casas, edificios y carreteras, pero también en reconstruir la confianza, la legitimidad y la credibilidad del sistema político mexicano.