En días recientes concluyó para mí un proceso sumamente intenso y de gran aprendizaje (de cosas buenas y malas). Con la legitimidad que me da el mejor título de todos, el ser ciudadano, aspiré a ocupar la Presidencia de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Nuevo León. Finalmente no pudo ser. Algunos diputados del Congreso del Estado decidieron no brindarme su apoyo.
No entraré en los motivos de la decisión. En buena medida son públicos y cada quien podrá sacar sus propias conclusiones y, en su caso, si así lo deciden, exigirle a quien corresponda pagar el costo político de dicha decisión.
Quisiera centrarme más bien en una reflexión personal a la que me ha llevado todo esto y que tiene más que ver con el desánimo que una cosa de estas puede producir en cualquier ciudadano de bien, que sueña y aspira a tener un país mejor. Es una reflexión personal a partir, precisamente, del desánimo que me invadió –que todavía por momentos me invade– por el resultado final de este proceso.
…aspiré a ocupar la Presidencia de la Comisión Estatal de Derechos Humanos de Nuevo León. Finalmente no pudo ser. Algunos diputados del Congreso del Estado decidieron no brindarme su apoyo.
Fui propuesto a ese cargo, porque resulté vencedor en una especie de concurso público y transparente para seleccionar al mejor aspirante. Un concurso público en el que un comité plural, técnico, evaluó los méritos de cada aspirante, el plan de trabajo y su postura respecto de diversas problemáticas relacionadas con derechos humanos y/o el trabajo de la Comisión.
Al resultar vencedor en ese proceso, un amigo posteo algo en Facebook en el sentido que por fin había triunfado la meritocracia en el acceso a la función pública. Ojalá al final hubiera tenido razón. Faltaba, sin embargo, la ratificación por parte del Congreso y ahí, desafortunadamente, no son los méritos, las capacidades, los planes de trabajo, sino muchos otros factores políticos los que determinan si te dan su apoyo o no.
Ante ello, el panorama para cualquier ciudadano que aspira legítimamente a participar en la función pública se vuelve sumamente gris. En muchos ámbitos del sector público no importa cuan preparado estés, no importa que tan buenas ideas tengas, no importa todo el interés que tengas en cambiar las cosas, en hacerlas mejor, en erradicar los enraizados males del sector público. Para muchos de quienes deciden si accedes o no a una determinado puesto público esas más que cualidades, son defectos, riesgos que hay que evitar a cualquier costa. Y se valen de todo para hacerlo: amenazan, hablan mal de ti, te inventan cosas, utilizan medios de comunicación a modo, cualquier cosa que sirva para evitar que un ciudadano de esas características acceda a la función pública.
¿Qué hacer ante este escenario? Yo veo dos opciones. Una es renunciar, claudicar a participar en el ámbito público, refugiarnos en los ámbitos privados, seguir viendo los toros desde la barrera en la comodidad de nuestra butaca. Gritando, denunciando quizá, pero muy probablemente sin tener mayor incidencia.
La segunda opción es seguirlo intentando. Seguir aprovechando cada ventana que se nos abra a los ciudadanos para participar en el ámbito público, seguir insistiendo en que los principales requisitos de ingreso al sector público deben ser el mérito, la capacidad y la honestidad. Seguir exigiendo nuestra liberación del secuestro de lo público del que somos víctimas.
¿Qué hacer ante este escenario? Yo veo dos opciones. Una es renunciar, claudicar a participar en el ámbito público, refugiarnos en los ámbitos privados, seguir viendo los toros desde la barrera en la comodidad de nuestra butaca. Gritando, denunciando quizá, pero muy probablemente sin tener mayor incidencia. La segunda opción es seguirlo intentando.
Lo que he podido reflexionar en estos días, después de esta experiencia, es que si optamos por la primera opción, todo esta perdido, nada cambiará y todo irá a peor. En cambio, el optar por la segunda opción no solo implica mantener la esperanza, implica también elevar cada vez más el costo político de bloquear a los buenos ciudadanos que quieren contribuir con su trabajo a tener un mejor país, implica vender cada vez más cara la derrota, implica que el día en que termine efectivamente triunfando la meritocracia estará más cerca. Al final es una guerra de resistencia, que termina ganando quien se mantiene en pie después de muchas batallas.
Desde luego cada quien es libre de optar por una u otra. Yo he decidido optar por la segunda. Por mí, por Eugenia, Eduardo y el resto de mi familia, por Cecilia, Andrés, Juan Jesús, Gerardo, Gaby, Carlos y todos los demás amigos que me han brindado su apoyo y su aliento para seguir adelante. Porque quiero un mejor país y porque no estoy dispuesto a seguir siendo cómplice de su desmoronamiento.
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