El título del libro publicado por Beatriz Gutiérrez Müller en 2012 acerca de la revolución y el maderismo, me ha parecido la mejor manera de encuadrar lo sucedido durante los últimos días alrededor del “destape” de José Antonio Meade.
“El problema no es aprender historia, sino interpretarla. (En México) no se enseña historia para pensar” dijo la autora durante una de las presentaciones de la obra hace algunos años. Este peculiar proceso político al interior del PRI necesariamente debe verse a la luz de la historia, empezando por la supervivencia de la figura simbólica de “el tapado”.
De entrada, dos observaciones: si hay un tapado, significa que el proceso de decisión está en la punta de la pirámide y es estrictamente personal. Si hay un tapado, hay un tapador: el presidente en turno que asume como prerrogativa la designación de un sucesor (El Maestro Cosío Villegas debe estar sonriendo desde la biblioteca etérea donde habita), lo que por definición extingue cualquier atisbo democrático alrededor del partido más añejo del actual sistema político mexicano.
Segundo, siempre se asume en masculino. Es “El tapado”, nunca hemos escuchado hablar de “La tapada”. El genial Abel Quezada (uno de los monstruos regiomontanos de la cultura, a quien urge rescatar y promover) dibujó al “tapado” como ese paciente ser trajeado con una sábana sobre la cabeza cual fantasma (aludiendo al espiritismo maderista, el ungido no puede materializarse antes de tiempo), que hasta fumaba sus cigarros “Elegantes” mientras aguardaba su gran día.
Si el destape de Meade hubiese sido una película, habría que adjetivarla como formulaica: una baraja de aspirantes (Chong, Nuño, Narro, Meade); la “caja china” para despistar (Hace unas semanas se daba casi como un hecho la llegada de Meade al Banco de México en sustitución de Carstens); el banderazo del Presidente y los rumores cuyo fuego es atizado desde el propio oficialismo; la renuncia y el anuncio formal de los enroques; la ausencia simbólica del rival (Chong ausente en la renuncia de Meade); la declaración formal de intención y la cargada de apoyo; la visita simbólica a las bases tradicionales (CTM, CNC, CNOP); la comida entre el “derrotado” y el ungido que realmente es un photo-op: “Comieron Meade y Chong. Comenzó operación cicatriz”. El pan y la sal como símbolo de unidad: uno para reconocer que ha sido batido, el otro para tenderle la mano al rival caído y sumarlo. Todo está bien en el paraíso.
En 96 horas se acabaron las dudas y se dio una imagen (al menos en la fachada) de orden y unidad. Múltiples voces celebran y reconocen la elección de Meade como (pre)candidato del PRI. Las formas fueron tradicionales, su perfil, un poco menos: será el primer candidato presidencial del partidazo que no milite en él. En otros tiempos, siquiera pensar en esa modalidad hubiese sido herejía política.
Su figura se presta a interesantes dualidades: donde unos ven a un hombre institucional, otros ven a un hombre del sistema y la confirmación de que la creatura mitológica conocida como PRIAN existe. Donde unos ven una señal de estabilidad, otros ven el continuismo de dos sexenios fallidos. Donde unos ven un alto perfil, otros ven frialdad tecnocrática (Salinas y Zedillo también eran preppys de Ivy League).
El PRI tomó la decisión más racional al elegir a su perfil con menos negativos, menos polémico y sin mayores esqueletos en el clóset (hasta ahora). Probablemente sigue fresca en la memoria la lección del 2006, donde el fratricidio resultó en un desastroso tercer lugar en las presidenciales.
Para aquellos que pensamos que la transición a la democracia en México se esbozó, pero nunca se consolidó (Lorenzo Meyer llama “democracia autoritaria” a nuestro disfuncional híbrido), el proceso de destape de José Antonio Meade nos recordó que la lógica y formas del sistema político del siglo XX siguen presentes. “Viejo Siglo Nuevo”, aquí estamos otra vez.
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