El 16 de septiembre, fecha que debería estar impregnada de orgullo nacional, se convirtió para algunos, comenzando por el que escribe esta columna, en un ejercicio de nostalgia. En lugar de celebrar la independencia y la libertad, pareciera que conmemoramos los ideales que soñamos haber alcanzado pero que, en la realidad cotidiana, parecen más lejanos que nunca.
Algo de inseguridad, que sigue acechando específicos rincones del país, no es solo una estadística fría que se mide en cifras; es una constante que transforma la vida diaria de los ciudadanos, limitando sus movimientos y condicionando sus sueños.
A lo anterior, se suma un autoritarismo disfrazado de democracia. Desde las cúpulas del poder, se predican discursos de cambio, pero en la práctica, el poder se concentra y los mecanismos de rendición de cuentas se diluyen. El equilibrio de poderes, un pilar fundamental de nuestra democracia, parece estar cediendo ante una lógica de aplaudidores en lugar de verdaderos funcionarios comprometidos con la ciudadanía.
La figura del servidor público se ha desdibujado para dar paso a personajes cuyo único mérito es la lealtad ciega, no al país, sino al líder de turno. La política, que alguna vez se trató de construir acuerdos para mejorar la vida de las personas, ahora parece un espectáculo en el que los actores principales no tienen más interés que perpetuarse en sus papeles. Se premia más la sumisión que la capacidad, y eso deja al país sin el verdadero liderazgo que necesita.
Todo esto nos deja con una sensación amarga: cosas que creímos enterradas en la historia están regresando. La tentación autoritaria, la censura disfrazada de “regulación”, los ataques a las instituciones democráticas que tanto trabajo costó construir. A veces, es fácil pensar que estamos retrocediendo más que avanzando.
Sin embargo, a pesar de este contexto oscuro, todavía hay motivos para mantener viva la esperanza. Porque el patriotismo no es solo ondear la bandera y cantar el himno; el verdadero amor por el país se demuestra en la lucha diaria por corregir lo que está mal, por construir un México más justo, seguro y democrático. Y esa lucha, aunque hoy parezca más ardua que nunca, sigue siendo el único camino hacia el país que soñamos.
En estas fiestas patrias, celebremos no solo lo que fuimos, sino lo que aún podemos ser. Mantengamos viva la nostalgia por el México que queremos, pero, sobre todo, hagamos de esa nostalgia una fuente de energía para seguir adelante. Porque el patriotismo no se demuestra solo en los festejos, sino en la pasión por servir y transformar.
Y esa pasión no puede extinguirse.
¡Que viva México!