La reforma judicial de 2024 no es una simple reorganización del Poder Judicial. Es una transformación radical que altera la naturaleza misma de la justicia en México. En nombre de una supuesta “democratización”, lo que se ha aprobado es una reingeniería institucional que cambia las reglas de origen del sistema judicial, lo deja vulnerable al poder político y reduce su función de contrapeso a la voluntad popular coyuntural.
Su esencia está en subordinar al Poder Judicial mediante cinco mecanismos clave. El primero, y más visible, es la instauración del voto popular para elegir a jueces, magistrados, y ministros. Esta medida rompe con el modelo de carrera judicial y convierte los nombramientos en contiendas electorales, en las que el mérito y la experiencia pesan menos que la capacidad de hacer campaña. El segundo es la creación de órganos sancionadores como el nuevo Tribunal de Disciplina Judicial, con amplias facultades para investigar y castigar a juzgadores, pero sin salvaguardas claras ni controles internos efectivos. En tercer lugar, se observa una preocupante falta de transparencia: los procesos se diseñaron sin deliberación técnica, sin estudios de impacto, y con reglas opacas tanto para candidaturas como para sanciones.
A ello se suma, en cuarto lugar, una creciente politización de la justicia. Al someter al Poder Judicial a dinámicas electorales y a estructuras de vigilancia sin contrapesos, se incentiva la alineación ideológica y la dependencia de respaldos políticos. La judicatura deja de ser un espacio técnico y se convierte en un campo de representación, donde se responde más al voto que a la Constitución. Finalmente, el quinto impacto es la ruptura del principio de imparcialidad. En este nuevo diseño, juzgar deja de ser un ejercicio sereno y técnico-jurídico, y se convierte en una función condicionada por el temor a sanciones políticas, por la necesidad de agradar al electorado, o por la búsqueda de permanencia. Así, la justicia pierde su columna vertebral: la autonomía para decidir, incluso cuando eso incomoda al poder.
Este debilitamiento estructural no solo pone en riesgo el funcionamiento de las instituciones judiciales: compromete directamente la garantía de los derechos humanos. Si el sistema de justicia deja de ser imparcial, quienes más lo necesitan pierden su principal vía de defensa. Un juez que actúa condicionado por intereses externos no puede garantizar el derecho a un juicio justo, ni la protección efectiva de los derechos fundamentales. La captura de la justicia es también, en el fondo, una forma de debilitar la democracia.
Bajo el argumento de acercar la justicia al pueblo, lo que se ejecuta es una captura institucional. La independencia judicial, requisito básico en cualquier Estado de derecho, se pone en entredicho al someter a las personas juzgadoras al juicio del voto popular. Un juez que debe hacer campaña para llegar al cargo es un juez condicionado por intereses, simpatías y clientelas. La autoridad moral y técnica que exige la judicatura se sustituye por la lógica de la representación. En lugar de impartir justicia desde la imparcialidad, se les pide que representen intereses o ideologías. Y eso no es justicia: es populismo judicial.
Peor aún, este rediseño se dio sin deliberación pública real, sin procesos de consulta transparentes, sin estudios de impacto técnico, y con tiempos legislativos “fast-track” que impidieron cualquier análisis serio. La reforma judicial, más que una corrección democrática, representa un caso ejemplar de cómo se puede utilizar la Constitución como un arma: un texto que debiera proteger los derechos se convierte en instrumento de poder. Un acto de desmembramiento institucional disfrazado de reforma.
No es abstracto: es personal.
A veces se habla de la independencia judicial como si fuera una preocupación de élites o una discusión técnica lejana. No lo es. Es un asunto que nos afecta a todas las personas, todos los días.
La justicia está presente desde el momento en que alguien sufre un robo y necesita que se investigue con seriedad. Pero también cuando eres acusado de un delito que no cometiste y esperas que un juez escuche tu versión sin prejuicios. Es lo que define si te pueden desalojar de tu casa sin notificación legal, si un rentero puede quedarse con tu depósito injustificadamente, o si una empresa puede incumplir un contrato sin consecuencias.
La justicia está presente desde el momento en que alguien es víctima de un delito y necesita que se investigue con seriedad. Pero también cuando te acusan sin fundamento y esperas que alguien te escuche sin prejuicios. Es lo que define si puedes divorciarte sin trámites eternos o violencia institucional, si puedes quedarte con la custodia de tus hijos, si tu herencia será respetada, si una deuda fue mal calculada, si el SAT te embargó con razón o sin ella, si una compraventa tuvo vicios ocultos, si puedes exigirle al seguro que te pague tras un accidente, o si la pensión alimenticia de tus hijos llega a tiempo.
Es la justicia la que determina si un acto de autoridad fue conforme a derecho, si tu rentero puede echarte sin causa, o si tu banco puede cobrarte una comisión no prevista. Lejos de ser un lujo técnico o un debate lejano, la justicia es ese mecanismo que organiza la vida cotidiana con reglas claras y consecuencias justas. Cada vez que alguien acude a un juzgado esperando imparcialidad, se pone a prueba el sistema. Y si ese sistema ha sido politizado, si sus operadores responden a cuotas o lealtades, la justicia deja de ser garantía y se vuelve moneda de cambio.
Por supuesto que el Poder Judicial que teníamos no era perfecto. Es una institución perfectible, con áreas de mejora evidentes: ha sido percibido como distante, con procesos lentos, y no siempre accesible para todas las personas. Pero esta reforma no corrige esos vicios: los agrava y los muta. No se trata de una mejora estructural ni de una renovación de fondo. Se trata, más bien, de un reemplazo desordenado que está atrayendo a perfiles sin experiencia, a personas sin vocación judicial y con claras ambiciones de poder, y a profesionistas que, ante el miedo de perder su carrera en la judicatura, se ven forzados a participar en un proceso que no eligieron y que no garantiza ni continuidad institucional ni excelencia profesional.
Se corre el riesgo de que lleguen a las posiciones más delicadas del sistema de justicia personas sin herramientas técnicas ni jurídicas para ejercer esa función. Porque juzgar no es simplemente opinar: es realizar uno de los ejercicios más complejos que puede delegar un Estado. Requiere método, formación, rigor, y una ética que no nace en campaña. Lo que está en juego no es solo la integridad del sistema judicial, sino la vida concreta de millones de personas que alguna vez dependerán de una sentencia bien fundada.
Una reforma que debilita al Poder Judicial no solo afecta a los jueces. Nos afecta a todas las personas que, alguna vez en la vida, por voluntad o por necesidad, tendremos que acudir a él para defender nuestros derechos, nuestra familia o nuestro patrimonio.
Entre el hartazgo y la ausencia
Muchos han optado por la abstención como forma de rechazo. Es comprensible. Pero me inquieta que la única forma visible de disentir sea desaparecer. En un país donde históricamente se ha excluido a las mayorías de la conversación pública, ausentarse, aunque sea por razones legítimas, corre el riesgo de ser leído como indiferencia.
Disentir no debería significar hacerse a un lado. También se puede disentir estando ahí. Anular el voto, por ejemplo, no es resignación: es testimonio. Es una forma de ocupar el espacio sin avalarlo. De decir “no estoy de acuerdo” de forma explícita.
Me duele la reforma, y me duele no poder marcar una boleta para decir que no. No puedo votar desde donde estoy, pero sí puedo decir esto: ojalá más personas se atrevan a estar presente y explícitamente en contra. Incluso cuando el proceso esté torcido. O precisamente justo por eso.
Yo sí quiero creer en las instituciones
Puedo pecar de ignorante o idealista, pero yo sí quiero creer en las instituciones. No quiero una democracia sin ellas. Quiero instituciones que resistan al poder, no que se acomoden a él. Y eso solo es posible si dejamos de ser una ciudadanía dócil, complaciente, fácil de ignorar.
La democracia no se construye únicamente con votos favorables, sino con voces críticas. No se sostiene solo con quienes aplauden, sino con quienes vigilan. No se transforma desde la ausencia, sino desde la exigencia.
Sí, el proceso está mal diseñado. Sí, hay simulación. Pero el poder también se alimenta del silencio. Por eso necesitamos hacernos presentes. No necesariamente para legitimar lo que está ocurriendo, sino para incomodarlo.
Esta no es una elección más
Esta elección no resolverá los problemas de la justicia en México. Pero sí puede mostrar hasta qué punto hemos normalizado que las instituciones se usen para consolidar el poder en vez de limitarlo. La anulación del voto, pública, crítica, razonada, puede ser una forma de rechazar el juego sin abandonar el tablero.
No me interesa idealizar el voto, ni romantizar su impacto. Pero sí me importa que el mensaje no sea la resignación. Porque lo que está en juego no es solo quién juzga, sino si aún tenemos algo que decir sobre la justicia.
Debemos ser una ciudadanía incómoda al poder
La verdadera democracia no necesita gente agradecida. Necesita gente exigente. Ciudadanía que estorbe, que observe, que incomode. Porque sólo desde esa incomodidad se puede corregir el rumbo.
Ojalá quienes sí pueden votar, lo hagan. No por entusiasmo, sino por responsabilidad. No para legitimar, sino para expresar. Que llenen la boleta con un “no”, con una consigna, con un reclamo. Pero que estén.
Porque el poder quiere una ciudadanía dócil. Y lo que necesitamos hoy, más que nunca, es una ciudadanía incómoda al poder.