“Convenga usted que la naturaleza no construyó las 20 mil casas de seis y siete pisos, y que, si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos del terremoto hubieran sido menores, o quizá inexistentes”. Carta de Rousseau a Voltaire, a propósito de un terremoto en Lisboa en 1755.
Normalmente, cuando nos referimos a desastres, hablamos de eventos únicos en el tiempo: el momento en que ocurrió un terremoto, las horas dentro de un huracán o los años que duran las guerras. Sin embargo, hablar del desastre es hablar de sus consecuencias: las muertes, los desaparecidos, los heridos, pero también las miles de casas perdidas, los hospitales, las escuelas y otros daños a la infraestructura de los territorios que experimentaron “el desastre”.
Pasamos, con justa razón, investigando qué se perdió durante esos momentos. Sin embargo, la mayor pérdida no suele ocurrir durante el desastre, sino después de él. Grandes segmentos de la sociedad se encuentran en una situación sumamente vulnerable, por lo que cualquier imprevisto los deja desamparados. En un plano social y personal, sobreponerse a situaciones como estas resulta complejo, pues no solo se requiere dinero público para la reconstrucción, sino que el contexto socioeconómico, institucional y el estado de derecho también condicionan la eficiencia de su aplicación. Siendo fatalistas, para psicoanalistas como Viktor Frankl, los momentos posteriores a un trauma causan desencanto, en donde “el sufrimiento que se tuvo (…) no fue el máximo, sino que se puede sufrir más al ver que todo ha cambiado y que nunca nada será igual…”.
De acuerdo con diversas investigaciones, la aparición de fenómenos climatológicos se ha vuelto hasta tres veces más común durante los últimos treinta años. Tan solo en el último mes, territorios como el sureste de los Estados Unidos han vivido ya dos huracanes de categoría 3 y 4: Helene y Milton, respectivamente.
Este periodo de desastres naturales ha sido el más mortífero para Florida desde el huracán Katrina. A falta de confirmar el cálculo de los daños, se han registrado más de 250 decesos, cientos de desaparecidos y pérdidas superiores a los 200 millones de dólares, superando las del evento de 2005.
Anualmente, millones de personas se ven expuestas, de forma directa o indirecta, a desastres naturales. Según el CRED (Centre for Research on the Epidemiology of Disasters), entre 2001 y 2020 ocurrieron en promedio 347 desastres cada año en el mundo. En 2021, se registraron 432 desastres que provocaron más de 10,000 pérdidas humanas e impactaron a más de 100 millones de personas. El CRED estima que la frecuencia de estos eventos seguirá en aumento y afectará a un número mayor de personas.
El verdadero desastre, sin embargo, ocurre en la reconstrucción. Más allá de los eventos, las consecuencias no son las mismas para todos los países, territorios o incluso para la población dentro de estos. No solo depende de la intensidad del evento, la extensión territorial, el número de personas afectadas o el impacto en la infraestructura; el factor más importante para determinar la magnitud de las consecuencias es la vulnerabilidad social. Esta es el resultado de las desigualdades que enfrenta la población para acceder a las oportunidades que brindan el mercado, el Estado y la sociedad, así como la falta de entornos equitativos que permitan aprovecharlas para desarrollar su potencial, lo cual incrementa la susceptibilidad de una persona, comunidad o grupo a sufrir los impactos de los desastres naturales.
Acuérdate de Acapulco…
México es un claro ejemplo de lo que explico en los párrafos anteriores. Los desastres naturales, mal que bien, suceden con una cadencia casi aceptada y resignada por la población mexicana; sin embargo, conforme pasa el tiempo, es cada vez más difícil volver a levantarse. Toma más tiempo y ha permitido que nos demos cuenta de cuán capaz es la clase política de aprovecharse económicamente de la vulnerabilidad social.
Hace exactamente un año, Acapulco vivía momentos de tensión con la llegada del huracán Otis, categoría 5. Las imágenes transmiten el inmenso vacío en el estómago que provoca vivir el abismo de una catástrofe de tal magnitud. Por supuesto que dolieron, y siguen doliendo, los retratos de la bahía entre escombros y el silencio del día después del impacto. Hoy, Acapulco no solo resintió el impacto del huracán, sino también la invertebrada respuesta de las autoridades.
De acuerdo con las cifras oficiales, Otis dejó más de 60 fallecidos, aunque la falta de credibilidad en las autoridades lleva a la población a pensar que en realidad fueron cientos de víctimas fatales, más de 350 según las funerarias del estado. De acuerdo con agencias como Bloomberg, la estimación de los daños económicos superó los mil millones de dólares (El Universal). Para cubrir esta obligación, el Gobierno Mexicano no cuenta con margen de maniobra. En 2021, el Gobierno Federal decidió eliminar el Fondo Nacional de Desastres, convirtiéndolo más en un programa de asistencia social que en un fondo de infraestructura, pero ese es otro tema.
México cuenta con recursos insuficientes para afrontar este tipo de situaciones: hoy el FONDEN tiene más de 18 mil millones de pesos, una línea presupuestal de más de 10 mil millones de pesos y 485 millones de dólares en un bono catastrófico manejado por el Banco Mundial. Todos estos recursos serían apenas suficientes para afrontar una tragedia como la de Acapulco, y nos quedaríamos sin presupuesto para enfrentar una nueva. El problema no son solo los recursos, sino también cómo se ejecutan y cuál es la columna vertebral de la estrategia y el accionar de las autoridades.
Sin poder pararse…
En México, los fenómenos naturales se han vuelto excusas para justificar infraestructuras obsoletas y potencialmente mortales. Las recuperaciones son tan improvisadas que Acapulco volvió a sufrir los estragos de una mala reconstrucción tan solo un año después.
En septiembre pasado, las calles se convirtieron en ríos nuevamente en Acapulco, y muchas casas se han perdido. Esta vez no fue Otis, sino John quien afectó a miles de personas y dejó en evidencia la ineficiencia en los operativos desplegados hace menos de 11 meses.
John revivió el trauma de miles de acapulqueños, pero también sepultó su esperanza. La verdadera tragedia no está solo en Otis o John, sino en la incapacidad de sobreponer una agenda política a una reconstrucción con sentido, a atacar problemas de raíz, no solo en la infraestructura, sino también en la lucha contra la vulnerabilidad de millones de mexicanos, susceptibles al desastre. No hace falta un huracán, sino un leve ventarrón, para destrozar los bienes materiales, los sueños y las esperanzas de la gran mayoría fuera del círculo privilegiado. A eso llamamos vulnerabilidad.
Sin planes de contingencia claros y un presupuesto especializado para hacer frente al desastre, es difícil volver a levantar una ciudad que ha visto apagarse sus luces desde hace un par de décadas. Reitero: no es solo el desastre, sino lo que viene después. Hoy, hay poco espacio en la agenda política para siquiera pensar en reconstruir una ciudad que compartió vida con el país.
Los estragos de la destrucción de los cimientos sociales y de infraestructura en la ciudad no se verán pronto, pero cuando se muestren, será demasiado tarde para enderezar este roble que crece descuidado, improvisado y en las garras de un grupo de interés que se aprovecha de la tragedia ajena.
*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales