Lo pequeño es hermoso: El precio del progreso

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“Any intelligent fool can make things bigger, more complex, and more violent. It takes a touch of genius–and a lot of courage to move in the opposite direction.”
Small is Beautiful, en The Radical Humanist, Vol. 37, No. 5 (agosto de 1973), p. 22

Ya es casi un lugar común decir que lo que ocurre en Nuevo León estos días parece sacado de las escenas más impactantes de Interstellar. Sin embargo, lo verdaderamente alarmante es que, a pesar de la crisis ambiental, la rutina en el estado apenas cambia. Sí, hay marchas los domingos, organizadas en horarios convenientes, pero parecen más un acto de simulación política que una verdadera exigencia de cambios en las políticas ambientales hacia la industria.

Las imágenes de la contaminación desmedida en la ciudad nos obligan a una reflexión: ¿realmente vale la pena? Cuando la generación de riqueza atenta contra la salud pública, cuando se vuelve “recomendable” no salir de casa, evitar los parques y renunciar a cualquier actividad al aire libre, el costo del progreso se vuelve evidente. Hospitales llenos de niños y adultos con problemas respiratorios nos recuerdan que tal vez sea hora de cuestionarnos si el “cambio está en uno” o si, en realidad, estamos ante un problema estructural que nos rebasa.

La bendita industrialización

Lo menos criticable en las ciudades metropolitanas de nuestro país, como Monterrey, Guadalajara o Ciudad de México, es que, sin lugar a dudas, existe una mayor oportunidad de vida profesional. Esto es indiscutible.

En el caso de Monterrey, las raíces industriales se remontan a la época en que el General Porfirio Díaz designó a Bernardo Reyes como Gobernador del Estado. Nuevo León reconfiguró su vocación industrial después de la pérdida de más del 50% de su territorio, lo que acercó la frontera y abrió la puerta a nuevas oportunidades. Mi hipótesis es que, si este hecho histórico no hubiera ocurrido, tal vez Monterrey no sería lo que es hoy. La proximidad al mercado más grande del mundo obligó a la región a establecerse como un proveedor clave, buscando asociarse con dicho gigante económico.

A finales del siglo XIX, las políticas económicas implementadas permitieron reducciones y estímulos fiscales que atrajeron a empresarios de diversas partes del país. Estas medidas fueron suficientes para consolidar algunas de las industrias que aún representan símbolos de la ciudad, como la Cervecería Cuauhtémoc y la Fundidora de Metales. Ambas continúan siendo parte fundamental de la identidad de Monterrey, tanto en el plano social como en el vocacional, atrayendo sectores como la siderurgia y la automotriz, entre otros.

Hoy en día, de cada 10 pesos generados por el Producto Interno Bruto (PIB) en el estado, 4 provienen de las industrias. Es decir, el 40% de la riqueza en Nuevo León se genera a través de la manufactura, el procesamiento y transformación de productos terminados, así como de la construcción, entre otros sectores. Para poner esto en perspectiva, de cada 10 pesos de riqueza generada por la industria en México, 1 proviene de Nuevo León, lo que lo convierte en el principal contribuyente industrial de los 32 estados del país.

Crecimiento y desarrollo

No hace mucho tiempo escribí sobre cómo mi ciudad natal se había convertido en la “ciudad más pobre del país“. En aquel entonces comenté que es común, en teoría, pensar que, en contextos de alto desempeño, las consecuencias sociales se hacen evidentes cuando el crecimiento se sobrepone a otros aspectos esenciales del desarrollo. Realmente creo que existen argumentos que consideran que el desarrollo no es una alternativa al crecimiento, sino que ambos son complementos naturales. El verdadero problema radica en cómo definimos el crecimiento, pues no puede existir desarrollo económico sin una riqueza generada; y, por otro lado, no puede haber crecimiento sostenible sin una economía preparada para impulsarlo de manera equilibrada.

Este análisis sobre el daño que causa la búsqueda de las métricas actuales de crecimiento no es nuevo. En territorios donde la desigualdad es evidente, han surgido personalidades dignas de nuestra atención, que nos invitan a cuestionar, por lo menos, las métricas del sistema vigente. Un ejemplo claro es Amartya Sen, un economista que incorpora cuestiones éticas al debate de las políticas económicas. Para él, el desarrollo no puede medirse únicamente en incrementos de ingresos, ni siquiera a través del aumento del ingreso per cápita. Es necesario un conjunto de mecanismos entrelazados que permitan, progresivamente, el ejercicio pleno de las libertades. Es relevante resaltar el uso de la palabra libertades, pues Sen parte del supuesto de que la pobreza y la desigualdad nacen de la carencia de diversas libertades: sociales, políticas y económicas, las cuales incluyen, por supuesto, la capacidad de disfrutar de un medio ambiente sano. Una de las ideas centrales de este pensador es que la libertad es desarrollo.

¿El crecimiento es infinito?

Creo que esta es una de las preguntas que nos hacemos menos veces de las que deberíamos. ¿Qué tan sostenible es crecer a un ritmo como el que ha dictado la mecánica económica actual desde hace algunas décadas? Esta fue una cuestión que el famoso Club de Roma, compuesto por centenares de científicos, delegó al MIT en los años 70. La respuesta fue un trabajo de investigación que sigue vigente, aunque con ciertos matices, hasta el día de hoy.

Los límites del crecimiento (en inglés The Limits to Growth) es el título del informe que respondió a esta pregunta, publicado en 1972, poco antes de la primera crisis del petróleo. La autora principal, en el que colaboraron 17 profesionales, fue Donella Meadows, biofísica y científica ambiental, especializada en dinámica de sistemas. La conclusión obtenida es muy malthusiana y está basada en la simulación informática del programa World 3: si el actual incremento de la población mundial, la industrialización, la contaminación, la producción de alimentos y la explotación de los recursos naturales siguen sin cambios, alcanzaremos los límites absolutos de crecimiento en la Tierra durante los próximos cien años.

Es decir, en un planeta limitado, las dinámicas de crecimiento exponencial (población y producto per cápita) no son sostenibles. Y, por si se lo preguntaban, sí, existen nuevas versiones de este reporte que han recreado y comparado los resultados descritos hace 50 años con lo que ha sucedido…

En 2012, se editó en francés el reporte Les limites à la croissance (dans un monde fini). En esta edición, los autores disponen de datos fiables en numerosas áreas (el clima y la biosfera, en particular), según los cuales ya estaríamos alcanzando los límites físicos. La conclusión, por tanto, es menos polémica y los autores no tienen reparos en mostrar, mediante el instrumento de la huella ecológica, que el crecimiento económico de los últimos cuarenta años ha sido una danza en los bordes de un volcán que nos está preparando para una transición inevitable. Además, dedican dos capítulos para proponer posibles transiciones que deben ser rápidas, apoyados en ejemplos, para evitar el temido colapso.

La idea de que existen límites físicos al desarrollo económico ha sido sistemáticamente ignorada o desacreditada, especialmente en el mundo anglosajón. Desde los años 80, se impuso una “Era de la Denegación”, en la que se minimizó el impacto ambiental del capitalismo y se ridiculizó cualquier planteamiento que cuestionara el dogma del crecimiento. La crítica a estos límites fue desechada como “malthusiana”, y los modelos de desarrollo sostenible promovidos por organismos internacionales resultaron ineficaces para detener la crisis ecológica. El dilema central radica en la contradicción entre la naturaleza finita del planeta y la lógica económica de maximización de beneficios.

El inminente colapso 

Para los movimientos post-ecologistas, las crisis que se avecinan serán tanto medioambientales como económicas, desencadenando colapsos parciales, intensificación de conflictos y una creciente desigualdad. La humanidad se enfrentará a un planeta más cálido, con ecosistemas deteriorados y una reducción en la disponibilidad de recursos clave.

La aparición de este informe abrió la puerta a nuevas corrientes de pensamiento, muchas de ellas extremistas, pero necesarias para alertarnos sobre un escenario que no debemos descartar. Para estos movimientos, la clave no está en lograr un desarrollo sostenible, sino en preparar estrategias de resiliencia para un mundo que se degradará progresivamente. Aceptan que el futuro será muy distinto al presente, por lo que abogan por una adaptación pragmática a los límites del planeta.

Ante este panorama, algunos movimientos post-ecologistas, como Dark Mountain o las iniciativas de transición local, se enfocan más en la resiliencia que en la sostenibilidad. Proponen preparar a las comunidades para el colapso, con formas de vida más descentralizadas. A diferencia de la confianza en soluciones tecnocráticas o en la voluntad política de las élites, estos movimientos buscan aceptar que el colapso será inevitable, llevando a la humanidad a enfrentar un planeta más cálido, con ecosistemas deteriorados y menos recursos clave.

El des-desarrollo y el siglo de la prueba

Fundado por los escritores británicos Paul Kingsnorth y Dougald Hine, Dark Mountain es un movimiento que parte de la premisa de que la civilización industrial no puede sostenerse y que el enfoque ecologista centrado en el desarrollo sostenible ha fracasado en su intento por detener la crisis ambiental. En lugar de seguir con la ilusión de que podemos “salvar el planeta” mediante reformas dentro del sistema actual, Dark Mountain propone aceptar el colapso y prepararnos para un mundo radicalmente distinto.

Para este movimiento, el futuro no será una prolongación del presente con tecnologías más limpias, sino que se asemejará más a una “desindustrialización forzada”. La sociedad será más fragmentada, con migraciones masivas y, posiblemente, una militarización de la escasez. Los modelos económicos post-ecologistas abogan por una drástica reducción del consumo, economías locales autosuficientes y una menor dependencia del mercado global. Proponen comunidades que gestionen sus propios recursos energéticos, alimentarios y materiales, priorizando la resiliencia sobre el crecimiento.

Más allá de la existencia o no de una esperanza, este enfoque nos invita a abandonar la ilusión del progreso infinito y a centrarnos en construir nuevas narrativas que nos ayuden a enfrentar un mundo en declive. Se habla de decrecimiento y de una economía basada en la cooperación y el reparto equitativo de los recursos. Sin embargo, estos enfoques siguen siendo marginales y no cuentan con la fuerza suficiente para reemplazar el sistema dominante antes de que el colapso avance. Tal vez, no se trate de evitar la crisis, sino de sobrevivirla con la menor pérdida posible. Para ello, es esencial cambiar nuestra relación con la naturaleza, aceptar los límites biofísicos y replantear el propósito de la economía y la política. El siglo XXI, para los pensadores post-ecologistas, será el Siglo de la Gran Prueba, donde la humanidad decidirá si puede adaptarse o sucumbir ante sus propias contradicciones.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Exceso de poder: El botón nuclear de los aranceles

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“In 1930, the Republican-controlled House of Representatives, in an effort to alleviate the effects of the… Anyone? Anyone? The Great Depression, passed the… Anyone? Anyone? The tariff bill. The Hawley-Smoot Tariff Act, which… Anyone? Raised or lowered? Raised tariffs in an effort to collect more revenue for the federal government.

“Did it work? Anyone. Anyone know the effects?”

Economics teacher continues: “It did not work, and the United States sank deeper into the Great Depression.”
(Ferris Bueller’s Day Off, 1986)

Ni en la más improbable de las coincidencias habría imaginado que una de las películas mencionadas –aunque no necesariamente nominadas (ya que no es del agrado de la comunidad de La Academia) en los Premios Oscar de este año– retrataría, en gran medida, el pensamiento de uno de los personajes más icónicos de la actualidad. No solo es una figura omnipresente en la cultura pop, sino también uno de los hombres más poderosos del mundo.

Si algo debe reconocerse del actual presidente de Estados Unidos es su habilidad para mantenerse relevante, trasladando su filosofía de vida al ámbito político y moldeando, a su manera, el actuar de una nación entera, como si fuera una extensión de su propia personalidad.

A escasas horas de que el hombre más poderoso del planeta se pronunciara ante el Congreso, reafirmando, entre otras medidas, la imposición de aranceles a México y Canadá, la mayor reflexión gira en torno a dos grandes cuestiones: el uso del poder económico como una herramienta de coerción más allá de la política y las consecuencias de implementar medidas radicales sin siquiera iniciar un diálogo sobre comercio internacional.

Lo que hoy hace el poder ejecutivo estadounidense es aplicar el poder económico como un instrumento de negociación, un principio fundamental de la Economía Política. Cuando un gobierno toma una decisión –especialmente una de esta magnitud– lo hace con una causa económica de fondo, utilizándola como herramienta dentro del juego político y las instituciones de una sociedad. Las decisiones políticas no solo tienen un origen económico, sino que afectan directamente las estructuras de poder, la distribución de recursos y la producción de bienes y servicios.

¿Qué pretenden los Estados Unidos?

Enfoquémonos en el caso de México. La premisa principal es la imposición de tarifas o aranceles a todos los productos provenientes de nuestro país, una medida absolutamente extrema que, tras haber sido anunciada hace más de un mes y postergada en varias ocasiones, finalmente entró en vigor el pasado 4 de marzo por algunas horas y tal parece que será pospuesta por un mes más.

El mismo 4 de marzo, ante la Cámara de Representantes, la retórica desde Washington dejó en claro una actitud de triunfo y desdén hacia sus países vecinos y sus autoridades. Aunque el plan de ejecución no es del todo claro, el discurso da por sentada la aplicación de estas medidas y, además, sostiene con soberbia que “México quiere hacerlos felices”.

Durante meses, las mesas de negociación en el frente económico han trabajado para evitar lo que han logrado desplazar hasta abril. El gobierno mexicano lo apostó todo, extraditando a más de veinte capos capturados en México, desplegando cientos de miles de elementos de la Guardia Nacional en las fronteras para frenar el tráfico tanto de personas como de fentanilo, entre muchos otros “gestos de buena voluntad”. Pero nada de eso parece ser suficiente para desaparecer los aranceles de la conversación bilateral.

Los aranceles como botón nuclear

“No podemos contenerlo cuando está enojado, y tiene la mano en el botón nuclear”, fue el mensaje que la administración de Nixon hizo llegar a Vietnam del Norte en el siglo pasado. La estrategia era clara: hacer creer al enemigo que el presidente estadounidense estaba completamente fuera de control y que sería capaz de hacer cualquier cosa si no se rendían.

Hoy, la Casa Blanca ha adoptado una versión económica de aquella táctica. Su botón nuclear son los aranceles. Un arma de destrucción no física, pero sí económica, con efectos devastadores tanto para México como para Estados Unidos o cualquier país al que se le impongan restricciones comerciales. Washington aprovecha su posición como el mayor consumidor del mundo para convertir su mercado en un instrumento de presión política.

Con esta estrategia, el objetivo va más allá del comercio. Se busca condicionar temas como la migración indocumentada o el tráfico de fentanilo, utilizando el poder económico como herramienta de control. Sin embargo, este tipo de movimientos conllevan riesgos: la incertidumbre y la tensión siempre son antinegocios, afectan el crecimiento económico y desalientan la inversión.

En este cálculo político, las consecuencias para la población quedan en un segundo plano. La mirada está puesta en los intereses de los grandes productores, quienes generalmente pertenecen a la cúspide de la pirámide socioeconómica. El impacto en los consumidores es irrelevante. La inflación provocada por los aranceles será, como tantas veces antes, un impuesto a la pobreza que para quienes toman estas decisiones resulta una molestia marginal.

¿Qué se ha implementado hasta ahora y qué sabemos?

El secretario de Comercio de los Estados Unidos, Howard Lutnick, adelantó esta semana que el gobierno estadounidense podría anunciar acuerdos con México y Canadá para suavizar los aranceles impuestos a ambos países. La propuesta original contemplaba una tarifa generalizada del 25% sobre todos los productos importados. Hasta ahora, la única concesión ha sido una pausa en los aranceles de productos incluidos en el T-MEC por lo menos durante un mes. 

Claudia Sheinbaum sostuvo este jueves una llamada con su homólogo estadounidense para alcanzar un acuerdo, el cual anunció en ese mismo momento. Sin embargo, incluyó en sus eventos de la semana un mitin este domingo al más puro estilo de campaña presidencial.

Todos perdemos

El período de gracia otorgado por la administración estadounidense para la implementación de los aranceles se ha extendido. Las declaraciones del líder norteamericano han intensificado la tensión en los mercados, debilitando significativamente el peso mexicano.

Desde hace dos años, México se ha consolidado como el principal socio comercial de Estados Unidos. Tan solo las importaciones provenientes de nuestro país superan los 500 mil millones de dólares anuales. Sin embargo, otro récord que ha sido utilizado como argumento para justificar estas medidas es el creciente déficit comercial de 171 mil millones de dólares que enfrenta la economía estadounidense.

Diferentes agencias estiman que la imposición de aranceles podría llevar a México al umbral de una recesión, con una contracción del PIB de entre 0.5% y 1%, frenando el crecimiento proyectado de 1.2% en 2024. El impacto, naturalmente, se agravaría si la medida se mantiene por un periodo prolongado, ya que cerca del 80% de nuestras exportaciones tienen como destino el vecino del norte.

La aplicación de un arancel del 25% sobre las importaciones mexicanas pone en riesgo un comercio bilateral valuado en más de 840 mil millones de dólares anuales. Los sectores más afectados serían el automotriz, el petrolero, las telecomunicaciones, los equipos de cómputo y las autopartes, todos ellos parte de una cadena de producción regional profundamente integrada.

Para México, las consecuencias son claras: pérdida de empleos, impacto en el sector de transporte y logística, así como una disminución significativa en la inversión. Pero el mayor golpe radica en la incertidumbre que genera esta política comercial. La planificación estratégica empresarial requiere estabilidad, y con este escenario volátil, resulta prácticamente imposible diseñar estrategias de largo plazo. La falta de certeza se traduce en menor rentabilidad, encarecimiento de productos y una preocupante pérdida de competitividad a nivel global. De hecho, diversas armadoras como Honda o Volvo han cancelado ya proyectos en México para sus productos y trasladar sus fábricas a Estados Unidos. A pesar de que las tarifas se han aplazado, la incertidumbre es tal que no pueden darse el lujo de invertir con los ojos cerrados en nuestro territorio.

Un disparo al pie

Retomando la idea expresada en los párrafos anteriores, parece ser que los Estados Unidos aún no terminan de comprender que también existe una implicación seria y perjudicial para ellos mismos. Hay una razón por la cual muchas empresas americanas decidieron establecerse en México: los costos más bajos de producción.

Estados como Arizona, Texas, Louisiana, Alabama, Utah, Nuevo México, Missouri, Kentucky y Michigan serán los más afectados por esta medida. Los aranceles, al aumentar los costos de exportación, obligan a las empresas a buscar alternativas para la producción, y la relocalización es una de esas opciones. Sin embargo, producir nuevamente en Estados Unidos generaría un aumento de los precios internos, lo que ya hemos visto reflejado en el precio de productos como el huevo y otros bienes agrícolas.

El precio de la arrogancia económica

Las consecuencias de la imposición de aranceles no son únicamente económicas, sino también políticas y sociales, y afectan a ambas naciones de manera profunda y equitativa. La utilización de tarifas como herramienta de negociación, sin la debida consideración de los efectos a largo plazo, socava la relación bilateral entre Estados Unidos y México, dos países que, pese a sus diferencias, comparten una economía interdependiente. Esta medida no solo amenaza el bienestar económico de millones de trabajadores en ambos lados de la frontera, sino que también siembra la semilla de una fractura en una relación que ha sido crucial para el crecimiento y desarrollo de América del Norte.

Lo que está en juego es mucho más que una simple diferencia comercial: es un juego de poder en el que se intenta someter a un vecino por medio de la economía, sin un verdadero interés en encontrar soluciones duraderas. Al apalancarse en su posición dominante como principal consumidor mundial, el presidente de los Estados Unidos parece olvidar que las decisiones basadas en el ego y la venganza rara vez conducen a la prosperidad para todos. En lugar de generar una política económica coherente y colaborativa, lo que estamos viendo es una estrategia de “toma o deja” que se apoya en la amenaza constante, sin ofrecer una verdadera propuesta que beneficie a todos los involucrados.

Al negociar de esta manera, se ignoran las consecuencias para la población estadounidense. La economía de Estados Unidos también sufrirá las repercusiones de sus propias decisiones, ya que los consumidores americanos serán los primeros en experimentar los efectos de los precios más altos y la pérdida de acceso a productos de calidad provenientes de México. Es una estrategia que, al final, solo sirve para alimentar una narrativa de poder y superioridad que es completamente insostenible a largo plazo.

Por tanto, las decisiones unilaterales en materia de comercio no solo dañan la relación bilateral, sino que también demuestran un entendimiento erróneo de la economía globalizada y de la cooperación internacional. La verdadera fortaleza económica no se basa en el aislamiento ni en el abuso del poder, sino en la construcción de alianzas estratégicas que promuevan el bienestar de todas las partes. Si no se reconsidera este enfoque y se da espacio al diálogo y al entendimiento mutuo, los costos de esta política serán insostenibles para ambos países.

 

Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusicamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Salvando al sol naciente: Japón y las décadas perdidas

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“The paradox of the modern age, I realized, is that we live in a world that is closely integrated in some ways, but fragmented in others. Shocks are increasingly contagious. But we continue to behave and think in tiny silos.”
― Gillian Tett, The Silo Effect: Why putting everything in its place isn’t such a bright idea

Es la segunda mitad de los años 80, y Japón dominaba el mundo, construyendo una de las mayores burbujas económicas de la historia. La apreciación del yen tras los Acuerdos de Plaza y Louvre encareció las exportaciones japonesas, lo que llevó al Banco de Japón a reducir drásticamente las tasas de interés, facilitando el crédito barato y alimentando una ola especulativa. Los bancos, incentivados por nuevas regulaciones, canalizaron enormes cantidades de dinero hacia los keiretsu y comenzaron a prestar cada vez más a perfiles mucho más riesgosos.

Desde la perspectiva actual, con la ventaja del análisis retrospectivo, la burbuja que estaba a punto de estallar resulta evidente. Sin embargo, en ese momento, Japón vivía una época de expectativas desbordantes. En 1995 se estrenaría la tercera parte de Back to the Future, y nada ilustra mejor el dominio japonés de la época que aquella escena en la que Doc Brown se burla de un chip “Made in Japan”, a lo que Marty McFly responde: “Todo lo mejor se hace en Japón”. La narrativa de una Japón imparable llegó a tal punto que, en la misma película, es un japonés quien despide a Marty cuando viaja al 2015.

El dinero entraba a raudales desde todo el mundo. Si bien el yen se había apreciado y Japón se había vuelto más caro para el exterior (de hecho, el único objetivo que se logró con los acuerdos fue eliminar el superávit comercial con EE.UU.), los activos japoneses ofrecían enormes rendimientos, tanto en bolsa como en bienes raíces. A estos últimos años, los japoneses los denominan baburu keiki, o “la economía de burbuja”.

La formación de la burbuja

Ya hemos hablado del impacto cultural que Japón experimentó con la globalización. Uno de los primeros valores que se desvaneció ante la occidentalización fue el del ahorro. La economía clásica en su forma más empírica: ante el fácil acceso al crédito, la avaricia venció al ahorro, y los japoneses comenzaron a redirigir su capital hacia la renta variable y la especulación.

En la década de los 80, el rendimiento de la bolsa japonesa alcanzó casi un 20% anual y hasta un 30% para los inversionistas extranjeros. Tan solo el PIB de Tokio superaba al de la Unión Soviética, y Japón contaba con la Bolsa de Valores más grande del mundo. Todos los bancos más grandes del mundo eran japoneses y tomaban deuda en moneda extranjera, aprovechando la apreciación del yen.

Los bancos pronto se quedaron sin deudores solventes y poco riesgosos, por lo que expandieron aún más el crédito. Pero no solo los bancos y los inversionistas extranjeros se lanzaron a la especulación: las grandes empresas industriales crearon divisiones específicas para ello, conocidas como zaiteku (財テク), o “tecnología financiera”. De hecho, en 1987, Nissan habría registrado fuertes pérdidas operativas de no ser por su especulación financiera.

En ese mismo año, el PIB per cápita de Japón superó al de EE.UU.: 20,745 dólares frente a 20,038 (según datos del Banco Mundial). Se hablaba de Japón como la próxima superpotencia económica. La burbuja alcanzó su auge en el sector inmobiliario y de la construcción. El exceso de liquidez provocado por la entrada masiva de divisas convirtió cualquier terreno habitable o construible en un activo altamente codiciado. Se dice que los jóvenes recién graduados no solo financiaban una casa, sino dos o más. La inversión extranjera en infraestructura también se disparó, dejando tras de sí una sobreoferta que colapsaría más tarde.

Los precios de la vivienda crecieron hasta el punto de afectar la competitividad del país. Se dice que en las noches era necesario exhibir un billete de 10,000 yenes para poder tomar un taxi en el lujoso barrio de Ginza. A finales de los 80, hacerse socio de un club de golf costaba más de un millón de dólares.

Yakuzas: los carteles de la burbuja inmobiliaria

El valor de los inmuebles japoneses se multiplicó por cinco en la década de los 80. Pero cuando la burbuja alcanzó su punto máximo y la demanda se desplomó, los precios cayeron hasta un 70%. Durante ese periodo, el hombre más rico del mundo era japonés: Yoshiaki Tsutsumi, quien construyó su fortuna en el mercado inmobiliario.

Para evitar la especulación con los inmuebles, Japón impuso un sistema de impuestos progresivos sobre la venta de propiedades, que aumentaban según el tiempo transcurrido desde la compra. Sin embargo, esto también restringió la oferta de terrenos disponibles, disparando los precios a niveles astronómicos. Un apartamento de 27 metros cuadrados en el centro de Tokio no costaba menos de 200,000 dólares (sin ajustes por inflación), casi cuatro veces más que sus equivalentes en Manhattan.

El crimen organizado también desempeñó un papel crucial en la burbuja, dejando una marca profunda en la sociedad japonesa. Los yakuza han estado históricamente involucrados en la industria de la construcción, controlando cientos de empresas del sector.

Durante la burbuja financiera, la mafia inmobiliaria se dedicó a expulsar inquilinos y propietarios de sus edificios mediante hostigamiento, acoso y extorsión para demoler las estructuras, reconstruirlas y venderlas a precios inflados.

Además, surgieron los prestamistas que tomaban la vida del prestatario como garantía, y los sokaiya (acosadores corporativos), quienes compraban acciones de empresas y chantajeaban a los directivos exigiendo pagos o beneficios. Empresas como Mitsubishi y Toshiba sucumbieron a estas prácticas.

La intervención de la policía fue clave para frenar estas actividades, especialmente después del asesinato de un directivo de Fuji Photo en 1994. Aunque el crimen financiero en Japón persistió hasta bien entrado el siglo XXI, la presencia de los yakuza se ha reducido considerablemente.

La explosión y década perdida

Con todo este contexto, la economía japonesa estaba evidentemente sobrecalentada. En 1989, el Banco de Japón comenzó a subir las tasas de interés de forma gradual para frenar la burbuja, hasta alcanzar un 6%.

El flujo de crédito se cortó de un momento a otro. En 1990, la burbuja estalló y la bolsa japonesa se desplomó un 32%. Dos de los bancos más importantes del país, el Long-Term Credit Bank y el Industrial Bank of Japan, tenían miles de millones de dólares en préstamos incobrables. Incapaces de capitalizarse, tuvieron que vender estos créditos basura a inversionistas extranjeros, absorbiendo enormes pérdidas. Los bancos japoneses operaron en números rojos durante toda la década de los 90.

Japón, que en ese momento tenía 120 millones de habitantes (y que sigue teniendo prácticamente la misma cifra debido a los efectos de esta crisis), vio cómo cinco millones de personas perdían su empleo. El suicidio se convirtió en la principal causa de muerte entre los hombres de 20 a 44 años.

La crisis no solo golpeó el mercado financiero, sino que también afectó profundamente la economía real. El colapso del consumo interno llevó a una sobreproducción de bienes, lo que desencadenó un periodo prolongado de deflación (una caída generalizada de los precios). Japón entró en un ciclo de estancamiento en el que las empresas no encontraban incentivos para invertir, y el crecimiento económico se volvió prácticamente nulo.

Japón pasó de ser el país que compraba edificios y campos de golf en el extranjero a verse obligado a venderlos a precios de remate. Un ejemplo claro es el Hotel Bel-Air, que se vendió por 50 millones de dólares, la mitad de lo que se había pagado por él solo cinco años antes.

Las secuelas de la burbuja

En términos fiscales, el déficit presupuestario japonés (la diferencia entre los ingresos y los egresos del Estado) pasó del 2.4% del PIB en 1991 a más del 200% en la actualidad. Japón es hoy uno de los países más endeudados del mundo y ha mantenido tasas de interés cercanas a cero durante décadas en un intento por estimular la economía.

El país entró en una era de ajustes y reformas que no lograron devolverle el dinamismo de antaño. La explosión de la burbuja dejó cicatrices profundas en la sociedad japonesa: el optimismo desbordado de los años 80 se transformó en una visión mucho más cautelosa y pragmática del futuro. Japón entró a un periodo de estagnación, la economía japonesa registró un crecimiento promedio anual de 0.7%, con un máximo de 4% en 2010. Por otro lado, la sorprendente deflación apareció entre 1995 y el 2012, la inflación primedio anual fue de (-1.5%), como un fenómeno económico sin precedentes.

Japón no volvió a ser el mismo después del estallido de la burbuja. La confianza a ciegas en el crecimiento infinito se convirtió en cautela que marcó a una sociedad en incertidumbre y precariedad laboral. La crisis no solo dejí cicatrices económicas, sino que alteró profundamente el tejido social: una generación entera vio desaparecer sus oportunidades, los salarios se estancaron, la natalidad cayó y la idea del empleo de por vida -pilar de lo que era el mercado japonés- comenzó a desmoronarse.

Hoy Japón sigue atrapado en las secuelas de su pasado, con un crecimiento anémico y una población envejecida que se enfrenta a nuevos desafíos. El milagro económico japonés de la posguerra se convirtió en una advertencia para el mundo sobre los peligros de la especulación descontrolada. Tres décadas después, Japón sigue buscando cómo salvar al sol naciente.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Salvando al sol naciente: El milagro japonés

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La mejor manera de crecer rápidamente es bombardear al país.

-Milton Friedman

Japón es un país que desborda aparentes contradicciones fascinantes: tradición milenaria junto a avances tecnológicos, una cultura de disciplina comunitaria en conjunción con una economía capitalista. Estas contradicciones o conjunciones fueron la base del milagro japonés del siglo XX, un periodo que llevó al país de la derrota a convertirse en una de las economías más dinámicas del mundo, llegando incluso a posicionarse como la segunda economía global y la primera en PIB per cápita.

Para entender la economía japonesa, hay que mirar más allá de los números y las teorías tradicionales. Japón no solo es un caso único en la historia global; es un testimonio vivo de cómo la cultura y la idiosincrasia de una nación pueden moldear su destino económico. Este mismo espíritu, profundamente arraigado en su cultura, permitió a Japón convertirse en una potencia mundial en un tiempo sorprendentemente corto.

Japón es un ejemplo de cómo la economía no puede desvincularse de la sociedad que la impulsa. Su enfoque colectivo, su respeto por la jerarquía y la innovación como pilar del progreso son manifestaciones directas de su idiosincrasia. A diferencia de muchas economías occidentales, donde el individuo y el riesgo son celebrados, Japón construyó su milagro a partir de la cooperación. Lo que fue su panacea también se convirtió, con el tiempo, en su mayor pecado al globalizarse, soltando un poco los pies de su tierra.

Esta es la primera de dos partes en las que exploraremos mi tema del momento: el ascenso económico japonés en el siglo XX y cómo este modelo fue puesto a prueba por una burbuja que marcó un antes y un después en su historia. Todo esto resaltando la manera en la que la cultura influye en las decisiones políticas y económicas de los países.

Idiosincrasia y economía

La economía de un país no se define únicamente por sus recursos y políticas, sino también por su cultura, historia y, por ende, su idiosincrasia. La forma en que una sociedad vive y evoluciona según su contexto material e histórico impacta la manera en la que valora el trabajo, el ahorro, el consumo y las relaciones humanas; lo que, a su vez, determina cómo se estructuran los negocios y las políticas económicas.

Para Japón, por ejemplo, el énfasis está en la disciplina, la mejora continua (kaizen) y la resistencia y perseverancia (gaman). Estos valores moldearon su reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial y forjaron un modelo económico altamente competitivo. Este modelo no es universal: otras naciones, como Estados Unidos, prosperan al priorizar la evolución individual y la toma de riesgos. La economía es, en esencia, un reflejo de los valores aspiracionales de una sociedad.

Kintsugi: Reparar con oro

Tras la Segunda Guerra Mundial, Japón quedó roto, lleno de grietas, en un sentido literal para su infraestructura, pero también en lo personal, con un orgullo dañado. Para sobreponerse, fiel a sus principios, decidió reparar las grietas con oro, haciendo énfasis en sus fracturas en lugar de ocultarlas o disimularlas.

Es septiembre de 1945. Japón se ha rendido ante Estados Unidos luego de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. La guerra ha dejado en cenizas a un país que aún se construía con madera y papel.

Hay que entender que Japón nació como una nación basada en el sector primario, siendo históricamente un gran exportador de arroz, trigo y papas; así como de productos ganaderos y pesqueros. Luego del periodo bélico, era necesario replantearse la vocación del país desde sus cimientos. Por ello, a partir de mediados del siglo XX, los planes de estímulo se centraron en la industrialización, la inclusión total de la población económicamente activa y, sobre todo, la creación de nuevos productos y el uso de tecnología.

Japón también tuvo la “suerte” de estar cerca de la península de Corea y presenciar la guerra entre 1950 y 1953, la cual culminó con la famosa división en el paralelo 38. Este suceso incrementó la demanda de productos desde el exterior, incluyendo aquellos financiados por el Plan Marshall.

A partir de ahí, ganadores del Nobel como Simon Kuznets identificaron cuatro modelos económicos: los países desarrollados, los no desarrollados, Argentina (que, según él, era un caso enigmático por su falta de crecimiento) y Japón (que tampoco se entendía por qué crecía tan rápido). En este texto trataré de llegar a mi propio entendimiento de qué sucedió y cómo se llegó a una burbuja que dejó a Japón en un periodo de estanflación.

La gran máquina de exportación

La apuesta de la política económica japonesa lo llevó a convertirse en una brutal máquina de exportación de productos de alta tecnología. Muchos productos que vende Japón fueron inventados en el extranjero, pero mejorados en calidad y procedimientos de fabricación por los japoneses (vid. just-in-time).

Dentro de estas políticas económicas, se incluyó la relajación de las reglas antimonopolio, beneficiando así a los keiretsu. Esta es una forma de organización en la que empresas se vinculan de manera vertical (jerarquía productiva, como Toyota y sus subsidiarias) u horizontal (vinculación cruzada en relaciones bancarias, como Mitsubishi). El crédito del banco central a los bancos comerciales fluyó hacia los conglomerados, que empezaron a crecer vertical y horizontalmente. Estos conglomerados no repartían muchos beneficios, ya que sus gestores estaban más interesados en el pago de intereses. Este crecimiento entre 1955 y 1962 pavimentó el camino para los dorados años 60. En estos años se fue liberalizando poco a poco el comercio internacional.

Es en ese momento cuando Japón comienza a arrasar culturalmente. Su mejor estrategia fue invitar al mundo a conocerlo en los Juegos Olímpicos de 1964, presentándose como una nación avanzada y retransmitiendo los juegos en televisión a color y en tiempo real, en parte usando tecnología japonesa. También se insertaron en el entretenimiento, protagonizando películas como James Bond, Black Rain, Rising Sun o Die Hard. De acuerdo con el Banco Mundial, los años 60 fueron de alto crecimiento; tan solo en 1969, la economía japonesa creció un 12.49%.

También se ha argumentado que Japón se benefició enormemente de no contar con un ejército y estar “protegido” militarmente por Estados Unidos. Desde 1975 hasta 1991, el crecimiento de la economía japonesa no fue menor al 3% anual, lo que permitió relocalizar los esfuerzos bélicos y militares hacia fines más productivos.

La llegada de los acuerdos del Hotel Plaza-Louvre y la apreciación del yen japonés

Para los años 80, Japón ya se había consolidado como la segunda economía del mundo, llegando incluso a superar a Estados Unidos en términos de PIB per cápita. Sus exportaciones de productos tecnológicos y de consumo–como relojes de cuarzo, Walkmans, consolas de videojuegos (SEGA, Nintendo), autos (Mazda MX-5, Toyota Camry), relojes Casio, entre muchos otros–desplazaron a centenares de fabricantes en diversas partes del mundo. Tokio se convirtió en la bolsa de valores más grande del planeta, mientras que la bolsa de Osaka superó a la de Londres, relegándola al cuarto lugar.

El enorme superávit comercial japonés generó desequilibrios económicos en otros países industrializados, particularmente en Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania Occidental, cuyos déficits comerciales se profundizaron. Para corregir esta situación, estos países, junto con Japón, firmaron los Acuerdos de Plaza en 1985 en el icónico Hotel Plaza de Nueva York (sí, el de Home Alone 2), seguidos por los Acuerdos de Louvre en 1987 en París. El objetivo de estos acuerdos era inducir la apreciación del yen para hacer las exportaciones japonesas más caras y reducir su dominio en el mercado global.

Para cumplir con lo pactado, el Banco de Japón tuvo que reducir sus tasas de interés drásticamente, con la intención de contrarrestar los efectos negativos de la apreciación del yen en las exportaciones. Sin embargo, la combinación de una moneda fuerte y tasas de interés bajas creó una receta perfecta para una burbuja especulativa.

El inicio de una burbuja

La apreciación del yen fue un éxito para las economías occidentales: su valor pasó de 250 yenes por dólar en 1985 a 160 yenes por dólar en 1986. Sin embargo, en Japón, la fuerte revaluación de la moneda causó preocupación, ya que encareció sus exportaciones y redujo su competitividad internacional. En respuesta, el Banco de Japón bajó las tasas de interés de manera agresiva, reduciéndolas del 9% en 1980 al 2.5% en 1987. No obstante, en lugar de lograr el efecto deseado de fomentar el consumo interno y equilibrar la economía, la moneda siguió fortaleciéndose, alcanzando los 130 yenes por dólar en 1990.

La apreciación del yen y el abaratamiento del crédito no llevaron a un aumento significativo en el consumo interno, como esperaban los economistas de la época. En su lugar, los inversionistas japoneses aprovecharon la fortaleza de su divisa para adquirir activos en el extranjero, comprando desde campos de golf en Hawái y California hasta el Rockefeller Center en Nueva York.

A nivel interno, el abaratamiento del crédito y la especulación financiera crearon una fiebre de inversión en activos inmobiliarios y bursátiles. En 1985, se modificó la regulación bancaria japonesa, permitiendo a los bancos pagar intereses sobre los depósitos de los clientes. Esto incrementó la competencia entre bancos para captar depósitos, lo que a su vez los incentivó a vender acciones y contabilizar las ganancias de capital sin la necesidad de aumentar tasas de interés.

El Banco de Japón, además, estableció cuotas de préstamos, limitando lo que los bancos podían prestar. Sin embargo, con el crédito barato fluyendo y los bancos compitiendo ferozmente por captar clientes, eventualmente se agotó la oferta de prestatarios de bajo riesgo, lo que llevó a un aumento en los préstamos especulativos y de alto riesgo.

Así, la economía japonesa entró en una espiral de sobreinversión y especulación que, aunque en el corto plazo dio la impresión de prosperidad ilimitada, en realidad estaba inflando una burbuja que tarde o temprano colapsaría, arrastrando consigo a una de las economías más pujantes del mundo.

La burbuja financiera japonesa de los años 80 y su colapso en los 90 fueron el resultado de una combinación explosiva de factores económicos, demográficos y culturales. La apreciación del yen tras los Acuerdos de Plaza y Louvre encareció las exportaciones japonesas, lo que llevó al Banco de Japón a reducir drásticamente las tasas de interés, facilitando el crédito barato y alimentando una ola especulativa. Los bancos, incentivados por nuevas regulaciones, canalizaron enormes cantidades de dinero hacia los keiretsu, mientras que la Yakuza infló aún más el mercado inmobiliario con redes de préstamos y lavado de dinero. Paralelamente, la población japonesa experimentó un auge que, de repente, se desaceleró, alterando la demanda de vivienda y consumo. El exceso de inversión en activos sobrevalorados, sumado a un cambio en la narrativa global donde Japón pasó de ser visto como un modelo a seguir a un antagonista en la economía mundial, terminó por reventar la burbuja. Este fue el inicio de una crisis que marcó un antes y un después en la historia económica japonesa.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

El hombre que vendió un país: La estafa más grande de la historia

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“La abundancia es más difícil de manejar que la escasez.”
― Nassim Nicholas Taleb, Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden (2012)

La historia de las estafas es, en realidad, la historia de nuestra humanidad. Desde los esquemas piramidales de Charles Ponzi hasta las promesas rotas de Theranos, cada fraude refleja nuestra eterna disposición a creer en aquello que nos promete más de lo que tenemos. Nuestra inocencia reina como sentimiento al enfrentarnos a nuestras más grandes fantasías dejando ver la avaricia y el deseo más grande sobre nuestros ojos. No importa si se trata de riqueza, salud o la ilusión de pertenecer a algo más grande, las estafas son espejos de nuestras aspiraciones, nuestros miedos y nuestras vulnerabilidades.

¿Por qué seguimos cayendo?, ¿qué tienen los embaucadores que logran seducir incluso a los más cautos? Para entenderlo, hay que mirar no solo los detalles de cada fraude, sino también al complejo entramado de la psicología humana. Las estafas no solo son actos de engaño; son, en cierto sentido, colaboraciones entre el embaucador y su víctima.

Nuestros más profundos deseos, complejos y emociones

El atractivo de las estafas radica en algo profundamente humano: nuestra capacidad de soñar y nuestra necesidad de confiar. Las estafas no funcionan porque las personas sean ingenuas, sino porque apelan a emociones básicas como la ambición, el miedo a perder una oportunidad única y el deseo de pertenecer a algo especial.

Daniel Kahneman, en Thinking, Fast and Slow, explica cómo nuestra mente opera en dos sistemas: uno rápido, impulsivo y emocional, y otro lento, lógico y analítico. Las estafas explotan nuestro “sistema rápido”, el que busca gratificación instantánea, antes de que nuestro lado racional pueda intervenir.

En Influence: The Psychology of Persuasion, Robert Cialdini detalla cómo los estafadores manipulan principios psicológicos como la escasez, la autoridad y la reciprocidad. Si una oferta parece venir de una figura respetada o si nos presionan a actuar rápidamente, nuestras defensas racionales se desactivan. Además, crean un falso sentido de comunidad, en el que las víctimas sienten que forman parte de algo exclusivo, reduciendo aún más su capacidad de cuestionar.

De lo humano a lo espectacular y la vida de uno de los más grandes defraudadores de la historia

De todos los fraudes documentados, pocos son tan impresionantes como el de Gregor MacGregor, un escocés que, en el siglo XIX, convenció a cientos de personas de invertir en un país que no existía: Poyais.

Gregor MacGregor nació a finales del siglo XVIII en Escocia. Su padre fue capitán de la Compañía Británica de las Indias Orientales, lo que le permitió crecer en una familia acomodada. Según cuentan los registros, Gregor no dudaba un segundo en mentir o aprovecharse de cualquier oportunidad para mantener o mejorar su estatus.

Durante las Guerras Napoleónicas, se unió al ejército y se casó con la hija de un almirante de la Marina Real, utilizando más de 72,000 libras esterlinas (a valor actual) para convertirse en capitán de su regimiento. Aunque luchó brevemente en Portugal, se retiró pronto, pero nunca dejó de alardear sobre sus “aventuras”, tratando de cautivar a las personas con su influencia y relatos imaginarios.

Tras la muerte de su esposa, que lo dejó sin acceso al dinero de su familia, Gregor se mudó a la recién independiente Venezuela, donde se casó con una prima de Simón Bolívar. Sin embargo, no logró éxito alguno dentro del círculo cercano del libertador y terminó exiliándose en un territorio ubicado entre lo que hoy es Honduras y Nicaragua, donde comenzó a planear uno de los fraudes más lucrativos de la historia.

Los repartos coloniales: El Reino de Poyais

Durante las épocas coloniales en América, los países conquistadores buscaban apropiarse del mayor territorio posible. En aquel entonces, Inglaterra había nombrado a un “Rey” (fiel a su costumbre de otorgar títulos nobiliarios) en la región de lo que hoy es Nicaragua y Honduras: George Frederic Augustus. Este militar, sin embargo, apenas logró controlar unas pequeñas extensiones de tierra deshabitadas. En ese contexto, MacGregor consiguió que le “obsequiaran” un pedazo de terreno a cambio de un par de botellas de ron y algunas joyas.

De vuelta en Inglaterra, y aprovechando que la información en la época era fácilmente manipulable, MacGregor utilizó su reconocimiento como veterano de guerra para proclamarse “príncipe” de una nación próspera en Centroamérica: Poyais, o la Nación Poyer. Aseguraba que este era un territorio no conquistado por los españoles y que era una utopía llena de recursos naturales, ya en vías de convertirse en una ciudad con infraestructura al estilo europeo.

Nada interesaba más a los inversores que las oportunidades de obtener rendimientos a partir de las naciones nacientes. Los países recién independientes solían emitir papeles de tesorería o bonos que ofrecían 6% o más de rendimientos anuales, sin embargo, no habría como identificar si realmente se estaba invirtiendo en un país real.

Aprovechando su carisma y la falta de información verificable de la época, MacGregor diseñó una campaña elaborada: emitió bonos, imprimió billetes y escribió un libro sobre Poyais bajo un seudónimo. Incluso organizó expediciones para colonizar el territorio. Pero cuando los primeros colonos llegaron a “Poyais”, encontraron un territorio inhóspito y desolado.

Demasiado bueno para ser verdad

Escuchando estas historias, comprar tierras, invertir en bonos o adquirir la moneda local de Poyais no parecía una tontería. Los inversores pensaban que estaban financiando infraestructura y un auge inmobiliario sin precedentes. La realidad, sin embargo, era que todo el dinero iba directamente a los bolsillos de MacGregor.

Para dimensionar la magnitud del fraude, MacGregor llegó a encarecer el precio por acre de los territorios inexistentes y, en 1822, emitió un bono de 200,000 libras con un rendimiento del 6%. A pesar de no tener un sistema fiscal organizado, aseguraba a los inversores que el dinero para pagarles provendría de futuros habitantes y de la explotación de recursos naturales del supuesto territorio.

A finales de ese mismo año, cientos de personas del Reino Unido cruzaron el Atlántico durante dos meses para llegar a St. Joseph, la supuesta capital. Al desembarcar, lo único que encontraron fue un páramo inhabitado.

El terreno no era apto para la agricultura ni la ganadería, y las monedas y bonos adquiridos no tenían ningún valor. Los nuevos colonos comenzaron a morir uno a uno debido a hambruna, desnutrición y malaria. Cientos de personas perdieron la vida en esas condiciones, mientras MacGregor permanecía en Londres, explotando su estafa.

Un año después, la Marina Real rescató a cinco barcos con sobrevivientes que habían escapado de Centroamérica, lo que permitió que el fraude de Poyais se hiciera público. Sin embargo, aceptar que habían sido engañados fue difícil para muchos. Los ingleses que habían invertido en Poyais se negaban a admitir que habían sido estafados y, en cambio, comenzaron a culpar a los colaboradores de MacGregor por el robo del dinero.

El fin de la estafa

Tras el escándalo en Inglaterra, MacGregor intentó replicar su fraude en Francia. Allí también fue descubierto por las autoridades y puesto en custodia. Sin embargo, nunca enfrentó la justicia por completo y fue liberado al poco tiempo, proclamándose inocente.

La estafa de Poyais coincidió con el colapso de otras burbujas de inversión en América Latina. En 1825, durante una época de pánico financiero, los inversores comenzaron a retirar su dinero de los nuevos estados independientes. Estos territorios, aún inestables, carecían de instituciones sólidas para garantizar el uso adecuado de los fondos, lo que provocó el incumplimiento de muchas promesas de rendimiento. Más de 50 bancos ingleses quebraron, lo que se convirtió en uno de los desastres financieros más grandes en la historia del Reino Unido.

Hasta sus últimos días, Gregor MacGregor vivió como el autoproclamado “Príncipe de Poyais” en Venezuela. Allí era recordado como un veterano militar y disfrutó de una vida llena de lujos y privilegios, financiada por su gigantesca estafa. En total, se estima que MacGregor generó más de cinco mil millones de libras (en valores actuales) a partir de una nación ficticia que, a la fecha, sigue siendo un territorio olvidado.

Seguimos siendo inocentes

En el fondo, historias como esta nos recuerdan una verdad incómoda: nuestra capacidad de ser engañados está profundamente entrelazada con nuestra humanidad. Como seres emocionales, tendemos a creer en aquello que valida nuestras aspiraciones o alimenta nuestros anhelos más profundos. ¿Cómo resistirnos a la promesa de una vida mejor, de un atajo al éxito o de pertenecer a algo extraordinario? Es esa misma capacidad de soñar lo que nos hace vulnerables.

Erich Fromm dice que “la necesidad de creer en algo mayor que nosotros mismos está enraizada en la inseguridad humana”. En este contexto, las estafas actúan como espejos de nuestras inseguridades, ofreciéndonos soluciones fáciles a problemas complejos. Pero hay algo más profundo: nuestra tendencia a confiar. La confianza, indispensable para la convivencia y el progreso social, se convierte también en el arma más poderosa de los embaucadores.

Aunque las formas de las estafas evolucionan con el tiempo, su esencia permanece. Ya no nos venden países imaginarios como Poyais, pero sí nos ofrecen curas milagrosas, criptomonedas sin sustento o esquemas que prometen riqueza instantánea. Los fraudes modernos son más sofisticados, aprovechando herramientas digitales y redes globales para amplificar su alcance.

Sin embargo, la clave para entender por qué seguimos cayendo no está en la complejidad de las estafas, sino en nuestra condición humana. Somos criaturas esperanzadas, guiadas por emociones que, aunque nos impulsan a soñar y a innovar, también nos hacen susceptibles al engaño.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

 

Sobre el primer presupuesto de Claudia

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“La ilusión de que entendemos el pasado fomenta el exceso de confianza en nuestra capacidad para predecir el futuro.” (Daniel Kahneman)

Normalmente, a finales de año, las empresas comienzan a realizar proyecciones financieras en las que visualizan ingresos y gastos del siguiente ciclo, ajustándolos a sus objetivos y metas. Esto también aplica a los gobiernos. Cada año, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) presenta el Paquete Económico, un conjunto de consideraciones económicas y fiscales que define cómo se gastarán los recursos públicos y cómo se recaudarán los ingresos necesarios para respaldar ese gasto.

El Paquete Económico tiene dos partes fundamentales: la Ley de Ingresos, que proyecta la recaudación esperada, y el Presupuesto de Egresos, que asigna los recursos a distintas iniciativas, sectores y proyectos. Este documento se entrega a la Cámara de Diputados (este año fue el 15 de noviembre), y tiene hasta el 31 de diciembre para aprobarlo. En caso de ser aprobado, el decreto final se publica en el Diario Oficial de la Federación.

Entonces… ¿cuánto estima gastar el gobierno en 2025?

Partamos de dónde está parado el gobierno en términos de gasto. El cierre del sexenio pasado dejó una disciplina fiscal debilitada. Los costos políticos de dejar obras inconclusas fueron un riesgo que la administración anterior no quiso correr, lo que llevó a un gasto público atípicamente alto.

Sin embargo, el presupuesto de 2025 parece buscar la “Austeridad Republicana” que caracterizó el inicio del sexenio anterior. La meta principal es reducir el déficit fiscal, es decir, la diferencia entre ingresos y gastos. Para ello, el gobierno busca disminuir los Requerimientos Financieros del Sector Público (la deuda necesaria para cubrir gastos) del 5.9% del PIB en 2024 al 3.9% en 2025. En términos absolutos, el gasto público se estima en 9.30 billones de pesos, lo que representa una disminución real del 3.3% respecto a 2024.

¿Cuáles fueron los principales cambios?

La reducción del gasto se concentra en el componente programable, que abarca recursos destinados a la ejecución directa de políticas públicas. Este rubro caerá 7.3%, al pasar de 6.68 billones de pesos en 2024 a 6.45 billones en 2025.

El mayor recorte se encuentra en la inversión física o infraestructura (-12.7%). Este ajuste afecta a sectores clave como la Secretaría de la Defensa Nacional (-43.8%), Seguridad y Protección Ciudadana (-36.2%), y Salud (-34.1%). En contraste, instituciones como el IMSS, ISSSTE y CFE tienen incrementos modestos, mientras que Pemex es la única entidad que verá una reducción en su presupuesto (-7.5%).

Por otro lado, los organismos autónomos experimentan un comportamiento mixto: el INE incrementa su presupuesto en 18.4% para garantizar la organización de las elecciones al Poder Judicial (aunque argumentan que es insuficiente para llevar a cabo elecciones de esa magnitud), mientras que el INEGI enfrenta una reducción de 17.6%.

Las prioridades de gasto en 2025 se reflejan en los programas y proyectos de inversión prioritarios de la nueva administración, los cuales contarán con un presupuesto total de 1.02 billones de pesos (11.0% del gasto total): 17 programas sociales (835.7 mmdp) y 10 proyectos de inversión (189.0 mmdp).

Recaudación: La clave para llegar a la meta

A pesar de los recortes, el gobierno aún necesita garantizar ingresos suficientes para evitar un déficit presupuestario mayor. La recaudación tributaria y los ingresos petroleros son las principales fuentes de financiamiento. Para 2025, se estiman ingresos de 8 billones de pesos, de los cuales 5.3 billones provendrán de impuestos, representando un aumento proyectado del 2.6% respecto a 2024.

El Paquete Económico que busca aprobación este año estima un crecimiento económico de entre 2 y 3% para el PIB en términos reales. Lo cual se trasladaría en mayor pago de impuestos (directa e indirectamente) por parte de los mexicanos.

No culpo de ninguna manera que el gobierno quiera ser optimista con sus proyecciones, sin embargo, es preocupante contrastarlo con lo que dicen los expertos que sucederá para el país el año siguiente. Hoy el Fondo Monetario Internacional estima un crecimiento de apenas 1.3%, 1.5% por parte del Banco Mundial y hasta 0.8% por parte de Citibanamex.

Caso Pemex

El presupuesto de 2025 estima un aumento en los ingresos petroleros, a pesar de que Pemex ha reducido su producción diaria de barriles de petróleo en un 5% entre 2023 y 2024. La empresa recibirá el 75.4% de los ingresos petroleros, lo que representa un aumento respecto al año anterior. Este escenario plantea dudas sobre la sostenibilidad de estas proyecciones, especialmente si la producción no logra mantenerse al nivel esperado.

Los otros supuestos del modelito…

Para que el Excel del modelito de presupuesto no truene, nos tenemos que creer también los siguientes supuestos: Crecimiento del PIB real entre 2 y 3%; inflación de 3.3%; tipo de cambio promedio del periodo de 17.9 pesos por dólar y 18 a diciembre; tasa de interés nominal promedio 8.1% y precio promedio de 58.4 dólares por barril de petróleo ¿Le atinarán?

Proyectar con entusiasmo, tal vez en exceso

El Paquete Económico de 2025 refleja un deseo evidente de equilibrar disciplina fiscal y gasto social. Sin embargo, su ejecución descansa sobre proyecciones optimistas que contrastan con las expectativas de organismos internacionales y mercados. Aunque es alentador que el gobierno priorice los programas sociales y busque mantener la austeridad, preocupa el sacrificio en áreas como la infraestructura no turística, clave para el desarrollo sostenible y la competitividad nacional.

Planificar con los pies en la tierra implica ajustar expectativas a la realidad. El “segundo piso” de la Cuarta Transformación está apostando por la continuidad de programas sociales, pero lo hace centralizando funciones y debilitando organismos esenciales. Más allá de los debates sobre la autonomía de instituciones como la COFECE, el IFT o el Poder Judicial, el verdadero riesgo radica en la pérdida de avances en transparencia, acceso a información y datos estadísticos. No podemos permitirnos, por ejemplo, un INEGI débil; sin datos confiables, no hay justicia ni políticas públicas efectivas que defender.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

¿Por qué fracasan las naciones?

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Dentro de unas décadas, ¿miraremos al comité Nobel de Economía con la misma sonrisa burlona con la que miramos a las respetadas instituciones “científicas” de la Edad Media que promovieron (contra toda evidencia observacional) la idea de que el corazón era un centro de calor? Hemos estado haciendo cosas mal en el pasado y nos reímos de nuestras instituciones pasadas; es hora de entender que debemos evitar consagrar las actuales. – Nassim Nicholas Taleb

El 20% de los países más ricos del mundo es hoy aproximadamente 30 veces más próspero que el 20% más pobre. Aunque las naciones más desfavorecidas han logrado generar cierta riqueza, la brecha de ingresos entre ambos extremos persiste, y todo indica que no será cerrada bajo el actual status quo.

La Real Academia de las Ciencias de Suecia tomó este argumento como base para otorgar el Nobel de Economía de 2024. Los galardonados de este año, según el comité, presentaron evidencia convincente de que una de las razones detrás de esta brecha de ingresos radica en las diferencias en las instituciones que configuran una sociedad.

Pseudo-Ciencia Económica

Resulta, cuando menos, contraintuitivo considerar a la economía una ciencia, especialmente con lo polémico que ha sido el incluirla para los premios Nobel. Los galardonados suelen presentar modelos complejos y probados en “experimentos controlados” como si todo fuera a comportarse “manteniendo todo constante”. Sin embargo, el Banco Central Sueco hizo bien en reconocer a Acemoğlu y compañía, pues, comparten algo que no se había hecho en ediciones anteriores: propuestas concretas.

¿Estará Alfred Nobel retorciéndose en su tumba al saber que los economistas comparten mesa con físicos, médicos y químicos? Quizá. Sin embargo, es innegable que la economía impacta profundamente en la sociedad, y cuando se aplica correctamente (sea lo que eso signifique), puede transformar realidades tanto como las disciplinas científicas más reconocidas.

Un cuento de dos ciudades

La región de Nogales está dividida en dos mitades. Al norte, se encuentra el estado de Arizona en los Estados Unidos; hacia el sur, se ubica el poblado homónimo, pero del estado de Sonora en México. Acemoğlu, Johnson y Robinson utilizaron como ejemplo a estas dos ciudades hermanas para demostrar los mundos dispares y las realidades alternas que pueden vivir territorios separados por una frontera.

En Arizona, los ciudadanos disfrutan de altos ingresos, educación accesible y una expectativa de vida elevada. Existen mecanismos legales que protegen la propiedad privada, favorecen la inversión y permiten el cambio democrático de líderes políticos. En cambio, al sur del muro, en Sonora, las condiciones son distintas: menores ingresos, criminalidad organizada y una política marcada por la corrupción que inhibe el desarrollo y limita la movilidad social.

Para Acemoğlu, Johnson y Robinson, estas diferencias no son resultado de la geografía ni de la cultura compartida, sino de las instituciones. Mientras Nogales, Arizona, forma parte de un sistema político y económico que brinda oportunidades, Nogales, Sonora, está atrapada en un marco institucional que restringe el potencial de sus ciudadanos. Los galardonados de este año han demostrado que la dividida ciudad de Nogales no es una excepción. Por el contrario, forma parte de un patrón claro cuyas raíces se remontan a la época colonial.

Correlación no es causalidad

Acemoğlu y Robinson publicaron un libro a principios de la década pasada que es muy popular entre los economistas: ¿Por qué fracasan las naciones? Este texto es un resumen del trabajo que han realizado prácticamente toda su vida tratando de resolver la pregunta de: ¿Por qué algunos países con extensos recursos naturales son alarmantemente menos ricos que muchos otros que no tienen un solo metro cuadrado de tierra fértil?

Las respuestas son muy complejas y los autores lo contestan parcialmente. Para ellos, todo recae en la certeza de instituciones lo suficientemente robustas, imparciales y que garanticen el estado de derecho en niveles locales, regionales, nacionales e internacionales.

Argumentan que la calidad institucional no depende de la riqueza, sino que esta última se desarrolla en presencia de instituciones robustas. Para probarlo, utilizan contextos históricos en los que señalan cómo las colonias más ricas en recursos fueron, paradójicamente, las más empobrecidas tras la colonización. Los colonizadores establecieron instituciones extractivas en estas regiones, diseñadas para explotar recursos y mano de obra, mientras que en territorios menos ricos se asentaron y desarrollaron sistemas más inclusivos.

Además, al abandonar las colonias, las potencias dejaron instituciones frágiles, propensas a la corrupción y diseñadas para perpetuar la desigualdad. Este legado histórico sigue moldeando el desarrollo de las naciones.

Progreso en manos de voluntades

Las recomendaciones de los galardonados parecen obvias: crear instituciones sólidas y garantizar su imparcialidad. Suena a lo que diría un Santi cualquiera: ¿por qué no solo compras tres depas, vives en uno y rentas los otros dos?, ¿por qué no solo tenemos instituciones robustas, buenas y con reglas claras?

Sin embargo, el problema no es su creación, sino su operación. Las instituciones son administradas por personas, y estas suelen responder a intereses de élites que, al concentrar el poder, moldean políticas a su favor.

Como muchos problemas socioeconómicos, este es un tema de poder y la transferencia del mismo. Transferir el poder y garantizar la imparcialidad institucional requiere no solo voluntad política, sino también herramientas como la tecnología, que puede minimizar los sesgos humanos y garantizar una gestión eficiente. No obstante, lograrlo implica superar intereses establecidos y alinear objetivos en un contexto globalizado que añade nuevas complejidades.

Mientras tanto, desaparecemos instituciones

Si el gobierno mexicano estuviera siguiendo las recomendaciones de los Nobel de este año, definitivamente no se estarían desapareciendo instituciones. El paso debería ser fortalecerlas, blindando su autonomía y utilizar la tecnología para hacerlas más eficientes y transparentes. La concentración de poder es un obstáculo que perpetúa la desigualdad y la corrupción.

Por ahora, sujetándonos a un poco de esperanza, no queda más remedio que repensar nuestras estructuras políticas y económicas. Apostar por instituciones de manera decidida, atacando los sesgos intrínsecos al ser humano a través de, por ejemplo, el uso de la tecnología permitirá involucrar a todos los sectores de la sociedad, es posible transformar la decadencia en prosperidad compartida.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Crisis de identidad

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“Qui perd els orígens, perd identitat” – Frase que se hizo célebre gracias al cantautor español ‘Raimon’.

El que olvida sus raíces pierde su identidad porque sin saber de dónde viene, difícil es saber a dónde va.

El pasado martes 5 de noviembre se celebraron (si es que ese es el verbo correcto) unas de las elecciones más controversiales de la época moderna en los Estados Unidos. Trump resultó electo como el presidente número 47, convirtiéndose en el segundo en cumplir una reelección no consecutiva, algo que no sucedía desde que Grover Cleveland fue presidente 22 y 24 en 1892.

Para quienes seguían la política americana y su carrera a la presidencia desde el año pasado, cuando la elección parecía más bien una portada para un consultorio geriátrico, se hubiera pensado que estas elecciones serían una de las más apretadas, con un cierre fotográfico.

Hasta el resultado más actualizado, Trump obtuvo 295 de los 538 votos posibles del Colegio Electoral, siendo esto equivalente a 32 estados y más de 50.8% de la votación total. Un resultado mucho más holgado para la candidatura Republicana de lo que cualquiera (seamos sinceros, aunque las apuestas daban a Trump como claro favorito) hubiera pensado.

Desde la elección pasada, Associated Press se ha dado a la tarea de generar gráficos muy interesantes a partir de más de 120,000 entrevistas con votantes, esto con el fin de entender la orientación política y su voluntad a través de distintos cortes demográficos. Un poco de reflexión nos ayudará a crear una narrativa para explicar el por qué de estos resultados, justificando cómo es que sucedió uno de los escenarios menos claros.

No me llames frij*lero

La población hispana lidera el crecimiento demográfico de Estados Unidos: los latinos representaron casi el 71% del incremento total de la población en el último año. Según el último informe de la Oficina del Censo, de los 1.64 millones de personas añadidas en 2023, 1.16 millones eran hispanos.

Aunque los blancos no hispanos siguen siendo el grupo mayoritario en Estados Unidos, el rápido crecimiento de la población hispana la ha convertido en el segundo mayor grupo con el 19.5%, superando a la comunidad afroamericana. Uno de cada cinco residentes es latino.

Estos números se reflejan también en la población votante, donde no sorprende que los blancos no hispanos representen alrededor de tres cuartas partes del padrón electoral, seguidos de cerca por afroamericanos e hispanos. A primera vista, parecería que Kamala Harris tendría una ventaja lógica, considerando la retórica de la campaña de Trump, ¿no es así?

Trump, sin embargo, apostó por una campaña directa y sin filtros, fiel a su estilo, en la que mantuvo un discurso marcadamente racista y xenófobo. Sorprendentemente, este enfoque no alienó al voto hispano; de hecho, pareció atraerlo en buena medida. ¿Por qué?

Send them back

Según un estudio del Pew Research Center, más del 60% de los latinos en Estados Unidos son de segunda o tercera generación, y la proporción de aquellos que hablan español en casa ha disminuido de 78% a inicios de este siglo a 68% en 2021. Esto revela una progresiva pérdida de identidad hispana en el país. De hecho, un 8% de la segunda generación, es decir, la primera nacida en EE. UU., ya no se identifica como hispana. Esta tendencia aumenta a medida que las generaciones avanzan; para la cuarta generación, más del 50% de los hispanos ya no se consideran como tales.

Existe un sector de la población latina que ya no se siente parte de la comunidad, no quiere sentirse parte de una narrativa en la que se les agrupa con los inmigrantes actuales. Sobretodo con el estigma perpetuado en las campañas Republicanas. Hoy la población latina esta completamente “americanizada” y se asimila como tal, el bloque votante latino es menor a 50-60 años, nacido en los Estados Unidos y ya no habla en español. Todo esto como argumento desde la corriente de Trump en la que señala a una comunidad latina a la que ellos se sienten completamente ajenos. Hoy esa población latina se considera y asimila como americano, más bien nativo. Ellos también escuchan y repiten las frases de Trump: “Send them back” y no se sienten referidos.

El voto latino ha cambiado de manera significativa en los últimos años. En 2020, el 63% de los latinos votaron por Biden, mientras que en esta elección solo el 56% apoyó a Kamala Harris. Esta caída, aunque moderada, marca una diferencia crucial en el panorama electoral.

¿Qué preocupa a los americanos?

El voto latino ha cambiado de manera significativa en los últimos años. En 2020, el 63% de los latinos votaron por Biden, mientras que en esta elección solo el 56% apoyó a Kamala Harris. Esta caída, aunque moderada, marca una diferencia crucial en el panorama electoral.

Según Pew Research Center, un 73% de los estadounidenses considera que la economía es una prioridad. Aunque la inflación en EE. UU. se ha reducido al 6% tras alcanzar cifras históricas a principios de 2023 y el PIB ha mostrado signos de recuperación, la mayoría sigue preocupada por los altos precios de los alimentos y la vivienda. En abril de 2023, solo un 28% de los encuestados consideraba que la economía del país estaba en buen estado, aunque esta cifra representa un aumento de 9 puntos respecto al mismo mes del año anterior.

La percepción de experiencia de Trump también ha jugado a su favor. Un estudio de CBS News encontró que el 65% de los estadounidenses consideraban que la economía durante su mandato (2017-2021) funcionaba “bien”, mientras que solo el 38% tiene la misma percepción bajo la administración Biden. Los expertos sugieren que esta diferencia se debe, en parte, a la nostalgia por la situación económica previa a la pandemia y a las narrativas mediáticas divergentes entre demócratas y republicanos.

Este resultado electoral deja entrever una inquietante crisis de empatía y decremento en el tejido social hacia la identidad hispana en Estados Unidos, donde la urgencia por abordar temas económicos con poca memoria histórica, falta de su entendimiento y con un profundo egoísmo ha eclipsado la relevancia de otros factores sociales y culturales. La comunidad latina, a pesar de su creciente peso demográfico, sigue siendo tratada de manera instrumental y relegada a los márgenes del discurso político. La elección de Trump representa una aparente solución a problemas económicos inmediatos, aunque no está claro si sus propuestas cumplirán con esas expectativas o si, al final, contribuirán a una mayor desigualdad. Mientras las promesas económicas resuenan, el compromiso con una sociedad inclusiva y respetuosa de su diversidad parece cada vez más lejano, dejando a la identidad hispana en un segundo plano, en un país que sigue dividido en su búsqueda de progreso y pertenencia.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Los desastres no son naturales

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“Convenga usted que la naturaleza no construyó las 20 mil casas de seis y siete pisos, y que, si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos del terremoto hubieran sido menores, o quizá inexistentes”. Carta de Rousseau a Voltaire, a propósito de un terremoto en Lisboa en 1755.

Normalmente, cuando nos referimos a desastres, hablamos de eventos únicos en el tiempo: el momento en que ocurrió un terremoto, las horas dentro de un huracán o los años que duran las guerras. Sin embargo, hablar del desastre es hablar de sus consecuencias: las muertes, los desaparecidos, los heridos, pero también las miles de casas perdidas, los hospitales, las escuelas y otros daños a la infraestructura de los territorios que experimentaron “el desastre”.

Pasamos, con justa razón, investigando qué se perdió durante esos momentos. Sin embargo, la mayor pérdida no suele ocurrir durante el desastre, sino después de él. Grandes segmentos de la sociedad se encuentran en una situación sumamente vulnerable, por lo que cualquier imprevisto los deja desamparados. En un plano social y personal, sobreponerse a situaciones como estas resulta complejo, pues no solo se requiere dinero público para la reconstrucción, sino que el contexto socioeconómico, institucional y el estado de derecho también condicionan la eficiencia de su aplicación. Siendo fatalistas, para psicoanalistas como Viktor Frankl, los momentos posteriores a un trauma causan desencanto, en donde “el sufrimiento que se tuvo (…) no fue el máximo, sino que se puede sufrir más al ver que todo ha cambiado y que nunca nada será igual…”.

De acuerdo con diversas investigaciones, la aparición de fenómenos climatológicos se ha vuelto hasta tres veces más común durante los últimos treinta años. Tan solo en el último mes, territorios como el sureste de los Estados Unidos han vivido ya dos huracanes de categoría 3 y 4: Helene y Milton, respectivamente.

Este periodo de desastres naturales ha sido el más mortífero para Florida desde el huracán Katrina. A falta de confirmar el cálculo de los daños, se han registrado más de 250 decesos, cientos de desaparecidos y pérdidas superiores a los 200 millones de dólares, superando las del evento de 2005.

Anualmente, millones de personas se ven expuestas, de forma directa o indirecta, a desastres naturales. Según el CRED (Centre for Research on the Epidemiology of Disasters), entre 2001 y 2020 ocurrieron en promedio 347 desastres cada año en el mundo. En 2021, se registraron 432 desastres que provocaron más de 10,000 pérdidas humanas e impactaron a más de 100 millones de personas. El CRED estima que la frecuencia de estos eventos seguirá en aumento y afectará a un número mayor de personas.

El verdadero desastre, sin embargo, ocurre en la reconstrucción. Más allá de los eventos, las consecuencias no son las mismas para todos los países, territorios o incluso para la población dentro de estos. No solo depende de la intensidad del evento, la extensión territorial, el número de personas afectadas o el impacto en la infraestructura; el factor más importante para determinar la magnitud de las consecuencias es la vulnerabilidad social. Esta es el resultado de las desigualdades que enfrenta la población para acceder a las oportunidades que brindan el mercado, el Estado y la sociedad, así como la falta de entornos equitativos que permitan aprovecharlas para desarrollar su potencial, lo cual incrementa la susceptibilidad de una persona, comunidad o grupo a sufrir los impactos de los desastres naturales.

Acuérdate de Acapulco…

México es un claro ejemplo de lo que explico en los párrafos anteriores. Los desastres naturales, mal que bien, suceden con una cadencia casi aceptada y resignada por la población mexicana; sin embargo, conforme pasa el tiempo, es cada vez más difícil volver a levantarse. Toma más tiempo y ha permitido que nos demos cuenta de cuán capaz es la clase política de aprovecharse económicamente de la vulnerabilidad social.

Hace exactamente un año, Acapulco vivía momentos de tensión con la llegada del huracán Otis, categoría 5. Las imágenes transmiten el inmenso vacío en el estómago que provoca vivir el abismo de una catástrofe de tal magnitud. Por supuesto que dolieron, y siguen doliendo, los retratos de la bahía entre escombros y el silencio del día después del impacto. Hoy, Acapulco no solo resintió el impacto del huracán, sino también la invertebrada respuesta de las autoridades.

De acuerdo con las cifras oficiales, Otis dejó más de 60 fallecidos, aunque la falta de credibilidad en las autoridades lleva a la población a pensar que en realidad fueron cientos de víctimas fatales, más de 350 según las funerarias del estado. De acuerdo con agencias como Bloomberg, la estimación de los daños económicos superó los mil millones de dólares (El Universal). Para cubrir esta obligación, el Gobierno Mexicano no cuenta con margen de maniobra. En 2021, el Gobierno Federal decidió eliminar el Fondo Nacional de Desastres, convirtiéndolo más en un programa de asistencia social que en un fondo de infraestructura, pero ese es otro tema.

México cuenta con recursos insuficientes para afrontar este tipo de situaciones: hoy el FONDEN tiene más de 18 mil millones de pesos, una línea presupuestal de más de 10 mil millones de pesos y 485 millones de dólares en un bono catastrófico manejado por el Banco Mundial. Todos estos recursos serían apenas suficientes para afrontar una tragedia como la de Acapulco, y nos quedaríamos sin presupuesto para enfrentar una nueva. El problema no son solo los recursos, sino también cómo se ejecutan y cuál es la columna vertebral de la estrategia y el accionar de las autoridades.

Sin poder pararse…

En México, los fenómenos naturales se han vuelto excusas para justificar infraestructuras obsoletas y potencialmente mortales. Las recuperaciones son tan improvisadas que Acapulco volvió a sufrir los estragos de una mala reconstrucción tan solo un año después.

En septiembre pasado, las calles se convirtieron en ríos nuevamente en Acapulco, y muchas casas se han perdido. Esta vez no fue Otis, sino John quien afectó a miles de personas y dejó en evidencia la ineficiencia en los operativos desplegados hace menos de 11 meses.

John revivió el trauma de miles de acapulqueños, pero también sepultó su esperanza. La verdadera tragedia no está solo en Otis o John, sino en la incapacidad de sobreponer una agenda política a una reconstrucción con sentido, a atacar problemas de raíz, no solo en la infraestructura, sino también en la lucha contra la vulnerabilidad de millones de mexicanos, susceptibles al desastre. No hace falta un huracán, sino un leve ventarrón, para destrozar los bienes materiales, los sueños y las esperanzas de la gran mayoría fuera del círculo privilegiado. A eso llamamos vulnerabilidad.

Sin planes de contingencia claros y un presupuesto especializado para hacer frente al desastre, es difícil volver a levantar una ciudad que ha visto apagarse sus luces desde hace un par de décadas. Reitero: no es solo el desastre, sino lo que viene después. Hoy, hay poco espacio en la agenda política para siquiera pensar en reconstruir una ciudad que compartió vida con el país.

Los estragos de la destrucción de los cimientos sociales y de infraestructura en la ciudad no se verán pronto, pero cuando se muestren, será demasiado tarde para enderezar este roble que crece descuidado, improvisado y en las garras de un grupo de interés que se aprovecha de la tragedia ajena.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

El mito del águila

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Propongo la siguiente definición de nación: es una comunidad política imaginada, y se le imagina como inherentemente limitada y soberana.

Es imaginada porque los miembros de la nación más pequeña nunca conocerán a la mayoría de sus conciudadanos, no se encontrarán con ellos, ni siquiera oirán hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión (…) Las comunidades se distinguen no por su falsedad o autenticidad, sino por el estilo en que se las imagina.

Finalmente, [la nación] se imagina como una comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explotación actuales que puedan prevalecer en cada una, se concibe como una camaradería profunda y horizontal. En última instancia, es esta fraternidad la que hace posible, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de personas no maten, sino que estén dispuestas a morir por esas imaginaciones limitadas.

— Benedict Anderson, Imagined Communities (1983)

Las historias y los símbolos son fundamentales porque nos permiten dar sentido a nuestra existencia, definir quiénes somos, cómo nos relacionamos con los demás y cómo nos situamos en el mundo. La identidad no se genera en un vacío; surge de la interacción entre nuestras experiencias personales y las narrativas compartidas que nos rodean.

Cuando hablo de narrativas, me refiero a la forma en que se estructura y cuenta la historia de nuestra existencia, aquello que determina el status quo y nos ayuda a entender nuestra realidad. Estas historias no solo definen a los individuos, sino también a las comunidades, los grupos sociales, las naciones y las culturas. Las narrativas colectivas, como las de la familia, la sociedad, la nación o la religión, nos proporcionan una identidad compartida y un sentido de pertenencia. Por ejemplo, las historias de la fundación de una nación, las leyendas populares o los mitos religiosos crean una sensación de continuidad y cohesión dentro de un grupo, conectando nuestras vidas individuales con algo más grande.

El mito del Volk

Völkisch es una palabra alemana que connota tanto lo “folclórico” como lo “populista”. En sus orígenes, era una visión cultural profundamente arraigada en la idea de una identidad nacional compartida y un amor por las tradiciones, la naturaleza y el idioma. Como ocurre con muchos mitos, es difícil rastrear su origen exacto. Sin embargo, se le atribuye gran parte de su desarrollo a Richard Wagner, cuyas óperas y representaciones de la esencia germana a través de mitos y leyendas –como la trilogía del Nibelungo— son parte integral del pensamiento völkisch.

El riesgo de la instrumentalización

Lo que comenzó como una narrativa de identidad para el pueblo germánico terminó convirtiéndose en el mayor catalizador del nacionalismo y el mito de la raza aria. Paradójicamente, Houston Stewart Chamberlain, un británico que se fascinó con Wagner, se casó con su hija y desarrolló las teorías de la raza aria. El resto de esta historia es bien conocido, y lo obviaré…

El nacionalismo

El peligro de las narrativas identitarias en las naciones es la polarización, pues para pertenecer a un grupo, es necesario definir al “otro”. Como bien dice Sartre, “somos conscientes de nosotros mismos en tanto que somos vistos por otros”, y nuestra identidad se configura, en parte, a partir de cómo nos ven. Al diferenciarnos, las narrativas y los símbolos pueden ser manipulados para excluir a otros o justificar ideas peligrosas. El nacionalismo extremo, por ejemplo, puede distorsionar las historias colectivas para construir una identidad que excluye o demoniza a ciertos grupos. Los mismos símbolos que unifican a una nación pueden usarse para fomentar el odio, la xenofobia o el racismo.

Más mexicanos, más… ¿humanos?

La Encuesta Mundial de Valores (EMV) ha revelado una tendencia curiosa: los mexicanos son cada vez más conscientes de su historia y, por ende, se sienten más orgullosos de identificarse como mexicanos. Sin embargo, este orgullo nacional no está necesariamente relacionado con una mayor disposición a “sacrificarse” por el país.

Esta paradoja puede deberse a varios factores que influyen en la identidad nacional y en la relación de los ciudadanos con el Estado y sus instituciones. Los mexicanos sienten un fuerte sentido de identidad basado en elementos culturales como la historia, la música, las tradiciones y la rica herencia cultural. Este orgullo parece estar más vinculado a la comunidad y la cultura que a las instituciones gubernamentales, incluidas el ejército.

Cansados de luchar…

A pesar del orgullo por la capacidad de resistencia y la lucha cotidiana, esta misma lucha puede generar una sensación de agotamiento y una menor disposición a comprometerse con sacrificios extremos, como la lucha por la nación. El aumento del orgullo nacional parece estar más relacionado con la comunidad y la solidaridad ciudadana que con el Estado o sus instituciones.

Los mexicanos pueden sentir satisfacción y orgullo por la capacidad de unirse frente a las adversidades como sociedad civil, mientras que desarrollan un desapego hacia el gobierno o hacia cualquier noción de “lucha” que implique obedecer a las autoridades políticas o militares. Este fenómeno también refleja una mayor conciencia crítica de la historia, lo que lleva a muchos a rechazar las narrativas tradicionales del nacionalismo vinculado a la guerra y los conflictos armados.

Hoy, la comunión con el ser mexicano funciona porque imaginamos a nuestros compatriotas a través de nuestra individualidad, aun sin conocer a la mayoría. Sin embargo, “en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”, aunque nuestra imaginación está limitada y segmentada por círculos sociales y económicos.