Salvando al sol naciente: Japón y las décadas perdidas

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“The paradox of the modern age, I realized, is that we live in a world that is closely integrated in some ways, but fragmented in others. Shocks are increasingly contagious. But we continue to behave and think in tiny silos.”
― Gillian Tett, The Silo Effect: Why putting everything in its place isn’t such a bright idea

Es la segunda mitad de los años 80, y Japón dominaba el mundo, construyendo una de las mayores burbujas económicas de la historia. La apreciación del yen tras los Acuerdos de Plaza y Louvre encareció las exportaciones japonesas, lo que llevó al Banco de Japón a reducir drásticamente las tasas de interés, facilitando el crédito barato y alimentando una ola especulativa. Los bancos, incentivados por nuevas regulaciones, canalizaron enormes cantidades de dinero hacia los keiretsu y comenzaron a prestar cada vez más a perfiles mucho más riesgosos.

Desde la perspectiva actual, con la ventaja del análisis retrospectivo, la burbuja que estaba a punto de estallar resulta evidente. Sin embargo, en ese momento, Japón vivía una época de expectativas desbordantes. En 1995 se estrenaría la tercera parte de Back to the Future, y nada ilustra mejor el dominio japonés de la época que aquella escena en la que Doc Brown se burla de un chip “Made in Japan”, a lo que Marty McFly responde: “Todo lo mejor se hace en Japón”. La narrativa de una Japón imparable llegó a tal punto que, en la misma película, es un japonés quien despide a Marty cuando viaja al 2015.

El dinero entraba a raudales desde todo el mundo. Si bien el yen se había apreciado y Japón se había vuelto más caro para el exterior (de hecho, el único objetivo que se logró con los acuerdos fue eliminar el superávit comercial con EE.UU.), los activos japoneses ofrecían enormes rendimientos, tanto en bolsa como en bienes raíces. A estos últimos años, los japoneses los denominan baburu keiki, o “la economía de burbuja”.

La formación de la burbuja

Ya hemos hablado del impacto cultural que Japón experimentó con la globalización. Uno de los primeros valores que se desvaneció ante la occidentalización fue el del ahorro. La economía clásica en su forma más empírica: ante el fácil acceso al crédito, la avaricia venció al ahorro, y los japoneses comenzaron a redirigir su capital hacia la renta variable y la especulación.

En la década de los 80, el rendimiento de la bolsa japonesa alcanzó casi un 20% anual y hasta un 30% para los inversionistas extranjeros. Tan solo el PIB de Tokio superaba al de la Unión Soviética, y Japón contaba con la Bolsa de Valores más grande del mundo. Todos los bancos más grandes del mundo eran japoneses y tomaban deuda en moneda extranjera, aprovechando la apreciación del yen.

Los bancos pronto se quedaron sin deudores solventes y poco riesgosos, por lo que expandieron aún más el crédito. Pero no solo los bancos y los inversionistas extranjeros se lanzaron a la especulación: las grandes empresas industriales crearon divisiones específicas para ello, conocidas como zaiteku (財テク), o “tecnología financiera”. De hecho, en 1987, Nissan habría registrado fuertes pérdidas operativas de no ser por su especulación financiera.

En ese mismo año, el PIB per cápita de Japón superó al de EE.UU.: 20,745 dólares frente a 20,038 (según datos del Banco Mundial). Se hablaba de Japón como la próxima superpotencia económica. La burbuja alcanzó su auge en el sector inmobiliario y de la construcción. El exceso de liquidez provocado por la entrada masiva de divisas convirtió cualquier terreno habitable o construible en un activo altamente codiciado. Se dice que los jóvenes recién graduados no solo financiaban una casa, sino dos o más. La inversión extranjera en infraestructura también se disparó, dejando tras de sí una sobreoferta que colapsaría más tarde.

Los precios de la vivienda crecieron hasta el punto de afectar la competitividad del país. Se dice que en las noches era necesario exhibir un billete de 10,000 yenes para poder tomar un taxi en el lujoso barrio de Ginza. A finales de los 80, hacerse socio de un club de golf costaba más de un millón de dólares.

Yakuzas: los carteles de la burbuja inmobiliaria

El valor de los inmuebles japoneses se multiplicó por cinco en la década de los 80. Pero cuando la burbuja alcanzó su punto máximo y la demanda se desplomó, los precios cayeron hasta un 70%. Durante ese periodo, el hombre más rico del mundo era japonés: Yoshiaki Tsutsumi, quien construyó su fortuna en el mercado inmobiliario.

Para evitar la especulación con los inmuebles, Japón impuso un sistema de impuestos progresivos sobre la venta de propiedades, que aumentaban según el tiempo transcurrido desde la compra. Sin embargo, esto también restringió la oferta de terrenos disponibles, disparando los precios a niveles astronómicos. Un apartamento de 27 metros cuadrados en el centro de Tokio no costaba menos de 200,000 dólares (sin ajustes por inflación), casi cuatro veces más que sus equivalentes en Manhattan.

El crimen organizado también desempeñó un papel crucial en la burbuja, dejando una marca profunda en la sociedad japonesa. Los yakuza han estado históricamente involucrados en la industria de la construcción, controlando cientos de empresas del sector.

Durante la burbuja financiera, la mafia inmobiliaria se dedicó a expulsar inquilinos y propietarios de sus edificios mediante hostigamiento, acoso y extorsión para demoler las estructuras, reconstruirlas y venderlas a precios inflados.

Además, surgieron los prestamistas que tomaban la vida del prestatario como garantía, y los sokaiya (acosadores corporativos), quienes compraban acciones de empresas y chantajeaban a los directivos exigiendo pagos o beneficios. Empresas como Mitsubishi y Toshiba sucumbieron a estas prácticas.

La intervención de la policía fue clave para frenar estas actividades, especialmente después del asesinato de un directivo de Fuji Photo en 1994. Aunque el crimen financiero en Japón persistió hasta bien entrado el siglo XXI, la presencia de los yakuza se ha reducido considerablemente.

La explosión y década perdida

Con todo este contexto, la economía japonesa estaba evidentemente sobrecalentada. En 1989, el Banco de Japón comenzó a subir las tasas de interés de forma gradual para frenar la burbuja, hasta alcanzar un 6%.

El flujo de crédito se cortó de un momento a otro. En 1990, la burbuja estalló y la bolsa japonesa se desplomó un 32%. Dos de los bancos más importantes del país, el Long-Term Credit Bank y el Industrial Bank of Japan, tenían miles de millones de dólares en préstamos incobrables. Incapaces de capitalizarse, tuvieron que vender estos créditos basura a inversionistas extranjeros, absorbiendo enormes pérdidas. Los bancos japoneses operaron en números rojos durante toda la década de los 90.

Japón, que en ese momento tenía 120 millones de habitantes (y que sigue teniendo prácticamente la misma cifra debido a los efectos de esta crisis), vio cómo cinco millones de personas perdían su empleo. El suicidio se convirtió en la principal causa de muerte entre los hombres de 20 a 44 años.

La crisis no solo golpeó el mercado financiero, sino que también afectó profundamente la economía real. El colapso del consumo interno llevó a una sobreproducción de bienes, lo que desencadenó un periodo prolongado de deflación (una caída generalizada de los precios). Japón entró en un ciclo de estancamiento en el que las empresas no encontraban incentivos para invertir, y el crecimiento económico se volvió prácticamente nulo.

Japón pasó de ser el país que compraba edificios y campos de golf en el extranjero a verse obligado a venderlos a precios de remate. Un ejemplo claro es el Hotel Bel-Air, que se vendió por 50 millones de dólares, la mitad de lo que se había pagado por él solo cinco años antes.

Las secuelas de la burbuja

En términos fiscales, el déficit presupuestario japonés (la diferencia entre los ingresos y los egresos del Estado) pasó del 2.4% del PIB en 1991 a más del 200% en la actualidad. Japón es hoy uno de los países más endeudados del mundo y ha mantenido tasas de interés cercanas a cero durante décadas en un intento por estimular la economía.

El país entró en una era de ajustes y reformas que no lograron devolverle el dinamismo de antaño. La explosión de la burbuja dejó cicatrices profundas en la sociedad japonesa: el optimismo desbordado de los años 80 se transformó en una visión mucho más cautelosa y pragmática del futuro. Japón entró a un periodo de estagnación, la economía japonesa registró un crecimiento promedio anual de 0.7%, con un máximo de 4% en 2010. Por otro lado, la sorprendente deflación apareció entre 1995 y el 2012, la inflación primedio anual fue de (-1.5%), como un fenómeno económico sin precedentes.

Japón no volvió a ser el mismo después del estallido de la burbuja. La confianza a ciegas en el crecimiento infinito se convirtió en cautela que marcó a una sociedad en incertidumbre y precariedad laboral. La crisis no solo dejí cicatrices económicas, sino que alteró profundamente el tejido social: una generación entera vio desaparecer sus oportunidades, los salarios se estancaron, la natalidad cayó y la idea del empleo de por vida -pilar de lo que era el mercado japonés- comenzó a desmoronarse.

Hoy Japón sigue atrapado en las secuelas de su pasado, con un crecimiento anémico y una población envejecida que se enfrenta a nuevos desafíos. El milagro económico japonés de la posguerra se convirtió en una advertencia para el mundo sobre los peligros de la especulación descontrolada. Tres décadas después, Japón sigue buscando cómo salvar al sol naciente.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Salvando al sol naciente: El milagro japonés

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La mejor manera de crecer rápidamente es bombardear al país.

-Milton Friedman

Japón es un país que desborda aparentes contradicciones fascinantes: tradición milenaria junto a avances tecnológicos, una cultura de disciplina comunitaria en conjunción con una economía capitalista. Estas contradicciones o conjunciones fueron la base del milagro japonés del siglo XX, un periodo que llevó al país de la derrota a convertirse en una de las economías más dinámicas del mundo, llegando incluso a posicionarse como la segunda economía global y la primera en PIB per cápita.

Para entender la economía japonesa, hay que mirar más allá de los números y las teorías tradicionales. Japón no solo es un caso único en la historia global; es un testimonio vivo de cómo la cultura y la idiosincrasia de una nación pueden moldear su destino económico. Este mismo espíritu, profundamente arraigado en su cultura, permitió a Japón convertirse en una potencia mundial en un tiempo sorprendentemente corto.

Japón es un ejemplo de cómo la economía no puede desvincularse de la sociedad que la impulsa. Su enfoque colectivo, su respeto por la jerarquía y la innovación como pilar del progreso son manifestaciones directas de su idiosincrasia. A diferencia de muchas economías occidentales, donde el individuo y el riesgo son celebrados, Japón construyó su milagro a partir de la cooperación. Lo que fue su panacea también se convirtió, con el tiempo, en su mayor pecado al globalizarse, soltando un poco los pies de su tierra.

Esta es la primera de dos partes en las que exploraremos mi tema del momento: el ascenso económico japonés en el siglo XX y cómo este modelo fue puesto a prueba por una burbuja que marcó un antes y un después en su historia. Todo esto resaltando la manera en la que la cultura influye en las decisiones políticas y económicas de los países.

Idiosincrasia y economía

La economía de un país no se define únicamente por sus recursos y políticas, sino también por su cultura, historia y, por ende, su idiosincrasia. La forma en que una sociedad vive y evoluciona según su contexto material e histórico impacta la manera en la que valora el trabajo, el ahorro, el consumo y las relaciones humanas; lo que, a su vez, determina cómo se estructuran los negocios y las políticas económicas.

Para Japón, por ejemplo, el énfasis está en la disciplina, la mejora continua (kaizen) y la resistencia y perseverancia (gaman). Estos valores moldearon su reconstrucción tras la Segunda Guerra Mundial y forjaron un modelo económico altamente competitivo. Este modelo no es universal: otras naciones, como Estados Unidos, prosperan al priorizar la evolución individual y la toma de riesgos. La economía es, en esencia, un reflejo de los valores aspiracionales de una sociedad.

Kintsugi: Reparar con oro

Tras la Segunda Guerra Mundial, Japón quedó roto, lleno de grietas, en un sentido literal para su infraestructura, pero también en lo personal, con un orgullo dañado. Para sobreponerse, fiel a sus principios, decidió reparar las grietas con oro, haciendo énfasis en sus fracturas en lugar de ocultarlas o disimularlas.

Es septiembre de 1945. Japón se ha rendido ante Estados Unidos luego de las bombas atómicas de Hiroshima y Nagasaki. La guerra ha dejado en cenizas a un país que aún se construía con madera y papel.

Hay que entender que Japón nació como una nación basada en el sector primario, siendo históricamente un gran exportador de arroz, trigo y papas; así como de productos ganaderos y pesqueros. Luego del periodo bélico, era necesario replantearse la vocación del país desde sus cimientos. Por ello, a partir de mediados del siglo XX, los planes de estímulo se centraron en la industrialización, la inclusión total de la población económicamente activa y, sobre todo, la creación de nuevos productos y el uso de tecnología.

Japón también tuvo la “suerte” de estar cerca de la península de Corea y presenciar la guerra entre 1950 y 1953, la cual culminó con la famosa división en el paralelo 38. Este suceso incrementó la demanda de productos desde el exterior, incluyendo aquellos financiados por el Plan Marshall.

A partir de ahí, ganadores del Nobel como Simon Kuznets identificaron cuatro modelos económicos: los países desarrollados, los no desarrollados, Argentina (que, según él, era un caso enigmático por su falta de crecimiento) y Japón (que tampoco se entendía por qué crecía tan rápido). En este texto trataré de llegar a mi propio entendimiento de qué sucedió y cómo se llegó a una burbuja que dejó a Japón en un periodo de estanflación.

La gran máquina de exportación

La apuesta de la política económica japonesa lo llevó a convertirse en una brutal máquina de exportación de productos de alta tecnología. Muchos productos que vende Japón fueron inventados en el extranjero, pero mejorados en calidad y procedimientos de fabricación por los japoneses (vid. just-in-time).

Dentro de estas políticas económicas, se incluyó la relajación de las reglas antimonopolio, beneficiando así a los keiretsu. Esta es una forma de organización en la que empresas se vinculan de manera vertical (jerarquía productiva, como Toyota y sus subsidiarias) u horizontal (vinculación cruzada en relaciones bancarias, como Mitsubishi). El crédito del banco central a los bancos comerciales fluyó hacia los conglomerados, que empezaron a crecer vertical y horizontalmente. Estos conglomerados no repartían muchos beneficios, ya que sus gestores estaban más interesados en el pago de intereses. Este crecimiento entre 1955 y 1962 pavimentó el camino para los dorados años 60. En estos años se fue liberalizando poco a poco el comercio internacional.

Es en ese momento cuando Japón comienza a arrasar culturalmente. Su mejor estrategia fue invitar al mundo a conocerlo en los Juegos Olímpicos de 1964, presentándose como una nación avanzada y retransmitiendo los juegos en televisión a color y en tiempo real, en parte usando tecnología japonesa. También se insertaron en el entretenimiento, protagonizando películas como James Bond, Black Rain, Rising Sun o Die Hard. De acuerdo con el Banco Mundial, los años 60 fueron de alto crecimiento; tan solo en 1969, la economía japonesa creció un 12.49%.

También se ha argumentado que Japón se benefició enormemente de no contar con un ejército y estar “protegido” militarmente por Estados Unidos. Desde 1975 hasta 1991, el crecimiento de la economía japonesa no fue menor al 3% anual, lo que permitió relocalizar los esfuerzos bélicos y militares hacia fines más productivos.

La llegada de los acuerdos del Hotel Plaza-Louvre y la apreciación del yen japonés

Para los años 80, Japón ya se había consolidado como la segunda economía del mundo, llegando incluso a superar a Estados Unidos en términos de PIB per cápita. Sus exportaciones de productos tecnológicos y de consumo–como relojes de cuarzo, Walkmans, consolas de videojuegos (SEGA, Nintendo), autos (Mazda MX-5, Toyota Camry), relojes Casio, entre muchos otros–desplazaron a centenares de fabricantes en diversas partes del mundo. Tokio se convirtió en la bolsa de valores más grande del planeta, mientras que la bolsa de Osaka superó a la de Londres, relegándola al cuarto lugar.

El enorme superávit comercial japonés generó desequilibrios económicos en otros países industrializados, particularmente en Estados Unidos, Reino Unido, Francia y Alemania Occidental, cuyos déficits comerciales se profundizaron. Para corregir esta situación, estos países, junto con Japón, firmaron los Acuerdos de Plaza en 1985 en el icónico Hotel Plaza de Nueva York (sí, el de Home Alone 2), seguidos por los Acuerdos de Louvre en 1987 en París. El objetivo de estos acuerdos era inducir la apreciación del yen para hacer las exportaciones japonesas más caras y reducir su dominio en el mercado global.

Para cumplir con lo pactado, el Banco de Japón tuvo que reducir sus tasas de interés drásticamente, con la intención de contrarrestar los efectos negativos de la apreciación del yen en las exportaciones. Sin embargo, la combinación de una moneda fuerte y tasas de interés bajas creó una receta perfecta para una burbuja especulativa.

El inicio de una burbuja

La apreciación del yen fue un éxito para las economías occidentales: su valor pasó de 250 yenes por dólar en 1985 a 160 yenes por dólar en 1986. Sin embargo, en Japón, la fuerte revaluación de la moneda causó preocupación, ya que encareció sus exportaciones y redujo su competitividad internacional. En respuesta, el Banco de Japón bajó las tasas de interés de manera agresiva, reduciéndolas del 9% en 1980 al 2.5% en 1987. No obstante, en lugar de lograr el efecto deseado de fomentar el consumo interno y equilibrar la economía, la moneda siguió fortaleciéndose, alcanzando los 130 yenes por dólar en 1990.

La apreciación del yen y el abaratamiento del crédito no llevaron a un aumento significativo en el consumo interno, como esperaban los economistas de la época. En su lugar, los inversionistas japoneses aprovecharon la fortaleza de su divisa para adquirir activos en el extranjero, comprando desde campos de golf en Hawái y California hasta el Rockefeller Center en Nueva York.

A nivel interno, el abaratamiento del crédito y la especulación financiera crearon una fiebre de inversión en activos inmobiliarios y bursátiles. En 1985, se modificó la regulación bancaria japonesa, permitiendo a los bancos pagar intereses sobre los depósitos de los clientes. Esto incrementó la competencia entre bancos para captar depósitos, lo que a su vez los incentivó a vender acciones y contabilizar las ganancias de capital sin la necesidad de aumentar tasas de interés.

El Banco de Japón, además, estableció cuotas de préstamos, limitando lo que los bancos podían prestar. Sin embargo, con el crédito barato fluyendo y los bancos compitiendo ferozmente por captar clientes, eventualmente se agotó la oferta de prestatarios de bajo riesgo, lo que llevó a un aumento en los préstamos especulativos y de alto riesgo.

Así, la economía japonesa entró en una espiral de sobreinversión y especulación que, aunque en el corto plazo dio la impresión de prosperidad ilimitada, en realidad estaba inflando una burbuja que tarde o temprano colapsaría, arrastrando consigo a una de las economías más pujantes del mundo.

La burbuja financiera japonesa de los años 80 y su colapso en los 90 fueron el resultado de una combinación explosiva de factores económicos, demográficos y culturales. La apreciación del yen tras los Acuerdos de Plaza y Louvre encareció las exportaciones japonesas, lo que llevó al Banco de Japón a reducir drásticamente las tasas de interés, facilitando el crédito barato y alimentando una ola especulativa. Los bancos, incentivados por nuevas regulaciones, canalizaron enormes cantidades de dinero hacia los keiretsu, mientras que la Yakuza infló aún más el mercado inmobiliario con redes de préstamos y lavado de dinero. Paralelamente, la población japonesa experimentó un auge que, de repente, se desaceleró, alterando la demanda de vivienda y consumo. El exceso de inversión en activos sobrevalorados, sumado a un cambio en la narrativa global donde Japón pasó de ser visto como un modelo a seguir a un antagonista en la economía mundial, terminó por reventar la burbuja. Este fue el inicio de una crisis que marcó un antes y un después en la historia económica japonesa.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

El hombre que vendió un país: La estafa más grande de la historia

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“La abundancia es más difícil de manejar que la escasez.”
― Nassim Nicholas Taleb, Antifrágil: las cosas que se benefician del desorden (2012)

La historia de las estafas es, en realidad, la historia de nuestra humanidad. Desde los esquemas piramidales de Charles Ponzi hasta las promesas rotas de Theranos, cada fraude refleja nuestra eterna disposición a creer en aquello que nos promete más de lo que tenemos. Nuestra inocencia reina como sentimiento al enfrentarnos a nuestras más grandes fantasías dejando ver la avaricia y el deseo más grande sobre nuestros ojos. No importa si se trata de riqueza, salud o la ilusión de pertenecer a algo más grande, las estafas son espejos de nuestras aspiraciones, nuestros miedos y nuestras vulnerabilidades.

¿Por qué seguimos cayendo?, ¿qué tienen los embaucadores que logran seducir incluso a los más cautos? Para entenderlo, hay que mirar no solo los detalles de cada fraude, sino también al complejo entramado de la psicología humana. Las estafas no solo son actos de engaño; son, en cierto sentido, colaboraciones entre el embaucador y su víctima.

Nuestros más profundos deseos, complejos y emociones

El atractivo de las estafas radica en algo profundamente humano: nuestra capacidad de soñar y nuestra necesidad de confiar. Las estafas no funcionan porque las personas sean ingenuas, sino porque apelan a emociones básicas como la ambición, el miedo a perder una oportunidad única y el deseo de pertenecer a algo especial.

Daniel Kahneman, en Thinking, Fast and Slow, explica cómo nuestra mente opera en dos sistemas: uno rápido, impulsivo y emocional, y otro lento, lógico y analítico. Las estafas explotan nuestro “sistema rápido”, el que busca gratificación instantánea, antes de que nuestro lado racional pueda intervenir.

En Influence: The Psychology of Persuasion, Robert Cialdini detalla cómo los estafadores manipulan principios psicológicos como la escasez, la autoridad y la reciprocidad. Si una oferta parece venir de una figura respetada o si nos presionan a actuar rápidamente, nuestras defensas racionales se desactivan. Además, crean un falso sentido de comunidad, en el que las víctimas sienten que forman parte de algo exclusivo, reduciendo aún más su capacidad de cuestionar.

De lo humano a lo espectacular y la vida de uno de los más grandes defraudadores de la historia

De todos los fraudes documentados, pocos son tan impresionantes como el de Gregor MacGregor, un escocés que, en el siglo XIX, convenció a cientos de personas de invertir en un país que no existía: Poyais.

Gregor MacGregor nació a finales del siglo XVIII en Escocia. Su padre fue capitán de la Compañía Británica de las Indias Orientales, lo que le permitió crecer en una familia acomodada. Según cuentan los registros, Gregor no dudaba un segundo en mentir o aprovecharse de cualquier oportunidad para mantener o mejorar su estatus.

Durante las Guerras Napoleónicas, se unió al ejército y se casó con la hija de un almirante de la Marina Real, utilizando más de 72,000 libras esterlinas (a valor actual) para convertirse en capitán de su regimiento. Aunque luchó brevemente en Portugal, se retiró pronto, pero nunca dejó de alardear sobre sus “aventuras”, tratando de cautivar a las personas con su influencia y relatos imaginarios.

Tras la muerte de su esposa, que lo dejó sin acceso al dinero de su familia, Gregor se mudó a la recién independiente Venezuela, donde se casó con una prima de Simón Bolívar. Sin embargo, no logró éxito alguno dentro del círculo cercano del libertador y terminó exiliándose en un territorio ubicado entre lo que hoy es Honduras y Nicaragua, donde comenzó a planear uno de los fraudes más lucrativos de la historia.

Los repartos coloniales: El Reino de Poyais

Durante las épocas coloniales en América, los países conquistadores buscaban apropiarse del mayor territorio posible. En aquel entonces, Inglaterra había nombrado a un “Rey” (fiel a su costumbre de otorgar títulos nobiliarios) en la región de lo que hoy es Nicaragua y Honduras: George Frederic Augustus. Este militar, sin embargo, apenas logró controlar unas pequeñas extensiones de tierra deshabitadas. En ese contexto, MacGregor consiguió que le “obsequiaran” un pedazo de terreno a cambio de un par de botellas de ron y algunas joyas.

De vuelta en Inglaterra, y aprovechando que la información en la época era fácilmente manipulable, MacGregor utilizó su reconocimiento como veterano de guerra para proclamarse “príncipe” de una nación próspera en Centroamérica: Poyais, o la Nación Poyer. Aseguraba que este era un territorio no conquistado por los españoles y que era una utopía llena de recursos naturales, ya en vías de convertirse en una ciudad con infraestructura al estilo europeo.

Nada interesaba más a los inversores que las oportunidades de obtener rendimientos a partir de las naciones nacientes. Los países recién independientes solían emitir papeles de tesorería o bonos que ofrecían 6% o más de rendimientos anuales, sin embargo, no habría como identificar si realmente se estaba invirtiendo en un país real.

Aprovechando su carisma y la falta de información verificable de la época, MacGregor diseñó una campaña elaborada: emitió bonos, imprimió billetes y escribió un libro sobre Poyais bajo un seudónimo. Incluso organizó expediciones para colonizar el territorio. Pero cuando los primeros colonos llegaron a “Poyais”, encontraron un territorio inhóspito y desolado.

Demasiado bueno para ser verdad

Escuchando estas historias, comprar tierras, invertir en bonos o adquirir la moneda local de Poyais no parecía una tontería. Los inversores pensaban que estaban financiando infraestructura y un auge inmobiliario sin precedentes. La realidad, sin embargo, era que todo el dinero iba directamente a los bolsillos de MacGregor.

Para dimensionar la magnitud del fraude, MacGregor llegó a encarecer el precio por acre de los territorios inexistentes y, en 1822, emitió un bono de 200,000 libras con un rendimiento del 6%. A pesar de no tener un sistema fiscal organizado, aseguraba a los inversores que el dinero para pagarles provendría de futuros habitantes y de la explotación de recursos naturales del supuesto territorio.

A finales de ese mismo año, cientos de personas del Reino Unido cruzaron el Atlántico durante dos meses para llegar a St. Joseph, la supuesta capital. Al desembarcar, lo único que encontraron fue un páramo inhabitado.

El terreno no era apto para la agricultura ni la ganadería, y las monedas y bonos adquiridos no tenían ningún valor. Los nuevos colonos comenzaron a morir uno a uno debido a hambruna, desnutrición y malaria. Cientos de personas perdieron la vida en esas condiciones, mientras MacGregor permanecía en Londres, explotando su estafa.

Un año después, la Marina Real rescató a cinco barcos con sobrevivientes que habían escapado de Centroamérica, lo que permitió que el fraude de Poyais se hiciera público. Sin embargo, aceptar que habían sido engañados fue difícil para muchos. Los ingleses que habían invertido en Poyais se negaban a admitir que habían sido estafados y, en cambio, comenzaron a culpar a los colaboradores de MacGregor por el robo del dinero.

El fin de la estafa

Tras el escándalo en Inglaterra, MacGregor intentó replicar su fraude en Francia. Allí también fue descubierto por las autoridades y puesto en custodia. Sin embargo, nunca enfrentó la justicia por completo y fue liberado al poco tiempo, proclamándose inocente.

La estafa de Poyais coincidió con el colapso de otras burbujas de inversión en América Latina. En 1825, durante una época de pánico financiero, los inversores comenzaron a retirar su dinero de los nuevos estados independientes. Estos territorios, aún inestables, carecían de instituciones sólidas para garantizar el uso adecuado de los fondos, lo que provocó el incumplimiento de muchas promesas de rendimiento. Más de 50 bancos ingleses quebraron, lo que se convirtió en uno de los desastres financieros más grandes en la historia del Reino Unido.

Hasta sus últimos días, Gregor MacGregor vivió como el autoproclamado “Príncipe de Poyais” en Venezuela. Allí era recordado como un veterano militar y disfrutó de una vida llena de lujos y privilegios, financiada por su gigantesca estafa. En total, se estima que MacGregor generó más de cinco mil millones de libras (en valores actuales) a partir de una nación ficticia que, a la fecha, sigue siendo un territorio olvidado.

Seguimos siendo inocentes

En el fondo, historias como esta nos recuerdan una verdad incómoda: nuestra capacidad de ser engañados está profundamente entrelazada con nuestra humanidad. Como seres emocionales, tendemos a creer en aquello que valida nuestras aspiraciones o alimenta nuestros anhelos más profundos. ¿Cómo resistirnos a la promesa de una vida mejor, de un atajo al éxito o de pertenecer a algo extraordinario? Es esa misma capacidad de soñar lo que nos hace vulnerables.

Erich Fromm dice que “la necesidad de creer en algo mayor que nosotros mismos está enraizada en la inseguridad humana”. En este contexto, las estafas actúan como espejos de nuestras inseguridades, ofreciéndonos soluciones fáciles a problemas complejos. Pero hay algo más profundo: nuestra tendencia a confiar. La confianza, indispensable para la convivencia y el progreso social, se convierte también en el arma más poderosa de los embaucadores.

Aunque las formas de las estafas evolucionan con el tiempo, su esencia permanece. Ya no nos venden países imaginarios como Poyais, pero sí nos ofrecen curas milagrosas, criptomonedas sin sustento o esquemas que prometen riqueza instantánea. Los fraudes modernos son más sofisticados, aprovechando herramientas digitales y redes globales para amplificar su alcance.

Sin embargo, la clave para entender por qué seguimos cayendo no está en la complejidad de las estafas, sino en nuestra condición humana. Somos criaturas esperanzadas, guiadas por emociones que, aunque nos impulsan a soñar y a innovar, también nos hacen susceptibles al engaño.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

 

Sobre el primer presupuesto de Claudia

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“La ilusión de que entendemos el pasado fomenta el exceso de confianza en nuestra capacidad para predecir el futuro.” (Daniel Kahneman)

Normalmente, a finales de año, las empresas comienzan a realizar proyecciones financieras en las que visualizan ingresos y gastos del siguiente ciclo, ajustándolos a sus objetivos y metas. Esto también aplica a los gobiernos. Cada año, la Secretaría de Hacienda y Crédito Público (SHCP) presenta el Paquete Económico, un conjunto de consideraciones económicas y fiscales que define cómo se gastarán los recursos públicos y cómo se recaudarán los ingresos necesarios para respaldar ese gasto.

El Paquete Económico tiene dos partes fundamentales: la Ley de Ingresos, que proyecta la recaudación esperada, y el Presupuesto de Egresos, que asigna los recursos a distintas iniciativas, sectores y proyectos. Este documento se entrega a la Cámara de Diputados (este año fue el 15 de noviembre), y tiene hasta el 31 de diciembre para aprobarlo. En caso de ser aprobado, el decreto final se publica en el Diario Oficial de la Federación.

Entonces… ¿cuánto estima gastar el gobierno en 2025?

Partamos de dónde está parado el gobierno en términos de gasto. El cierre del sexenio pasado dejó una disciplina fiscal debilitada. Los costos políticos de dejar obras inconclusas fueron un riesgo que la administración anterior no quiso correr, lo que llevó a un gasto público atípicamente alto.

Sin embargo, el presupuesto de 2025 parece buscar la “Austeridad Republicana” que caracterizó el inicio del sexenio anterior. La meta principal es reducir el déficit fiscal, es decir, la diferencia entre ingresos y gastos. Para ello, el gobierno busca disminuir los Requerimientos Financieros del Sector Público (la deuda necesaria para cubrir gastos) del 5.9% del PIB en 2024 al 3.9% en 2025. En términos absolutos, el gasto público se estima en 9.30 billones de pesos, lo que representa una disminución real del 3.3% respecto a 2024.

¿Cuáles fueron los principales cambios?

La reducción del gasto se concentra en el componente programable, que abarca recursos destinados a la ejecución directa de políticas públicas. Este rubro caerá 7.3%, al pasar de 6.68 billones de pesos en 2024 a 6.45 billones en 2025.

El mayor recorte se encuentra en la inversión física o infraestructura (-12.7%). Este ajuste afecta a sectores clave como la Secretaría de la Defensa Nacional (-43.8%), Seguridad y Protección Ciudadana (-36.2%), y Salud (-34.1%). En contraste, instituciones como el IMSS, ISSSTE y CFE tienen incrementos modestos, mientras que Pemex es la única entidad que verá una reducción en su presupuesto (-7.5%).

Por otro lado, los organismos autónomos experimentan un comportamiento mixto: el INE incrementa su presupuesto en 18.4% para garantizar la organización de las elecciones al Poder Judicial (aunque argumentan que es insuficiente para llevar a cabo elecciones de esa magnitud), mientras que el INEGI enfrenta una reducción de 17.6%.

Las prioridades de gasto en 2025 se reflejan en los programas y proyectos de inversión prioritarios de la nueva administración, los cuales contarán con un presupuesto total de 1.02 billones de pesos (11.0% del gasto total): 17 programas sociales (835.7 mmdp) y 10 proyectos de inversión (189.0 mmdp).

Recaudación: La clave para llegar a la meta

A pesar de los recortes, el gobierno aún necesita garantizar ingresos suficientes para evitar un déficit presupuestario mayor. La recaudación tributaria y los ingresos petroleros son las principales fuentes de financiamiento. Para 2025, se estiman ingresos de 8 billones de pesos, de los cuales 5.3 billones provendrán de impuestos, representando un aumento proyectado del 2.6% respecto a 2024.

El Paquete Económico que busca aprobación este año estima un crecimiento económico de entre 2 y 3% para el PIB en términos reales. Lo cual se trasladaría en mayor pago de impuestos (directa e indirectamente) por parte de los mexicanos.

No culpo de ninguna manera que el gobierno quiera ser optimista con sus proyecciones, sin embargo, es preocupante contrastarlo con lo que dicen los expertos que sucederá para el país el año siguiente. Hoy el Fondo Monetario Internacional estima un crecimiento de apenas 1.3%, 1.5% por parte del Banco Mundial y hasta 0.8% por parte de Citibanamex.

Caso Pemex

El presupuesto de 2025 estima un aumento en los ingresos petroleros, a pesar de que Pemex ha reducido su producción diaria de barriles de petróleo en un 5% entre 2023 y 2024. La empresa recibirá el 75.4% de los ingresos petroleros, lo que representa un aumento respecto al año anterior. Este escenario plantea dudas sobre la sostenibilidad de estas proyecciones, especialmente si la producción no logra mantenerse al nivel esperado.

Los otros supuestos del modelito…

Para que el Excel del modelito de presupuesto no truene, nos tenemos que creer también los siguientes supuestos: Crecimiento del PIB real entre 2 y 3%; inflación de 3.3%; tipo de cambio promedio del periodo de 17.9 pesos por dólar y 18 a diciembre; tasa de interés nominal promedio 8.1% y precio promedio de 58.4 dólares por barril de petróleo ¿Le atinarán?

Proyectar con entusiasmo, tal vez en exceso

El Paquete Económico de 2025 refleja un deseo evidente de equilibrar disciplina fiscal y gasto social. Sin embargo, su ejecución descansa sobre proyecciones optimistas que contrastan con las expectativas de organismos internacionales y mercados. Aunque es alentador que el gobierno priorice los programas sociales y busque mantener la austeridad, preocupa el sacrificio en áreas como la infraestructura no turística, clave para el desarrollo sostenible y la competitividad nacional.

Planificar con los pies en la tierra implica ajustar expectativas a la realidad. El “segundo piso” de la Cuarta Transformación está apostando por la continuidad de programas sociales, pero lo hace centralizando funciones y debilitando organismos esenciales. Más allá de los debates sobre la autonomía de instituciones como la COFECE, el IFT o el Poder Judicial, el verdadero riesgo radica en la pérdida de avances en transparencia, acceso a información y datos estadísticos. No podemos permitirnos, por ejemplo, un INEGI débil; sin datos confiables, no hay justicia ni políticas públicas efectivas que defender.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

¿Por qué fracasan las naciones?

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Dentro de unas décadas, ¿miraremos al comité Nobel de Economía con la misma sonrisa burlona con la que miramos a las respetadas instituciones “científicas” de la Edad Media que promovieron (contra toda evidencia observacional) la idea de que el corazón era un centro de calor? Hemos estado haciendo cosas mal en el pasado y nos reímos de nuestras instituciones pasadas; es hora de entender que debemos evitar consagrar las actuales. – Nassim Nicholas Taleb

El 20% de los países más ricos del mundo es hoy aproximadamente 30 veces más próspero que el 20% más pobre. Aunque las naciones más desfavorecidas han logrado generar cierta riqueza, la brecha de ingresos entre ambos extremos persiste, y todo indica que no será cerrada bajo el actual status quo.

La Real Academia de las Ciencias de Suecia tomó este argumento como base para otorgar el Nobel de Economía de 2024. Los galardonados de este año, según el comité, presentaron evidencia convincente de que una de las razones detrás de esta brecha de ingresos radica en las diferencias en las instituciones que configuran una sociedad.

Pseudo-Ciencia Económica

Resulta, cuando menos, contraintuitivo considerar a la economía una ciencia, especialmente con lo polémico que ha sido el incluirla para los premios Nobel. Los galardonados suelen presentar modelos complejos y probados en “experimentos controlados” como si todo fuera a comportarse “manteniendo todo constante”. Sin embargo, el Banco Central Sueco hizo bien en reconocer a Acemoğlu y compañía, pues, comparten algo que no se había hecho en ediciones anteriores: propuestas concretas.

¿Estará Alfred Nobel retorciéndose en su tumba al saber que los economistas comparten mesa con físicos, médicos y químicos? Quizá. Sin embargo, es innegable que la economía impacta profundamente en la sociedad, y cuando se aplica correctamente (sea lo que eso signifique), puede transformar realidades tanto como las disciplinas científicas más reconocidas.

Un cuento de dos ciudades

La región de Nogales está dividida en dos mitades. Al norte, se encuentra el estado de Arizona en los Estados Unidos; hacia el sur, se ubica el poblado homónimo, pero del estado de Sonora en México. Acemoğlu, Johnson y Robinson utilizaron como ejemplo a estas dos ciudades hermanas para demostrar los mundos dispares y las realidades alternas que pueden vivir territorios separados por una frontera.

En Arizona, los ciudadanos disfrutan de altos ingresos, educación accesible y una expectativa de vida elevada. Existen mecanismos legales que protegen la propiedad privada, favorecen la inversión y permiten el cambio democrático de líderes políticos. En cambio, al sur del muro, en Sonora, las condiciones son distintas: menores ingresos, criminalidad organizada y una política marcada por la corrupción que inhibe el desarrollo y limita la movilidad social.

Para Acemoğlu, Johnson y Robinson, estas diferencias no son resultado de la geografía ni de la cultura compartida, sino de las instituciones. Mientras Nogales, Arizona, forma parte de un sistema político y económico que brinda oportunidades, Nogales, Sonora, está atrapada en un marco institucional que restringe el potencial de sus ciudadanos. Los galardonados de este año han demostrado que la dividida ciudad de Nogales no es una excepción. Por el contrario, forma parte de un patrón claro cuyas raíces se remontan a la época colonial.

Correlación no es causalidad

Acemoğlu y Robinson publicaron un libro a principios de la década pasada que es muy popular entre los economistas: ¿Por qué fracasan las naciones? Este texto es un resumen del trabajo que han realizado prácticamente toda su vida tratando de resolver la pregunta de: ¿Por qué algunos países con extensos recursos naturales son alarmantemente menos ricos que muchos otros que no tienen un solo metro cuadrado de tierra fértil?

Las respuestas son muy complejas y los autores lo contestan parcialmente. Para ellos, todo recae en la certeza de instituciones lo suficientemente robustas, imparciales y que garanticen el estado de derecho en niveles locales, regionales, nacionales e internacionales.

Argumentan que la calidad institucional no depende de la riqueza, sino que esta última se desarrolla en presencia de instituciones robustas. Para probarlo, utilizan contextos históricos en los que señalan cómo las colonias más ricas en recursos fueron, paradójicamente, las más empobrecidas tras la colonización. Los colonizadores establecieron instituciones extractivas en estas regiones, diseñadas para explotar recursos y mano de obra, mientras que en territorios menos ricos se asentaron y desarrollaron sistemas más inclusivos.

Además, al abandonar las colonias, las potencias dejaron instituciones frágiles, propensas a la corrupción y diseñadas para perpetuar la desigualdad. Este legado histórico sigue moldeando el desarrollo de las naciones.

Progreso en manos de voluntades

Las recomendaciones de los galardonados parecen obvias: crear instituciones sólidas y garantizar su imparcialidad. Suena a lo que diría un Santi cualquiera: ¿por qué no solo compras tres depas, vives en uno y rentas los otros dos?, ¿por qué no solo tenemos instituciones robustas, buenas y con reglas claras?

Sin embargo, el problema no es su creación, sino su operación. Las instituciones son administradas por personas, y estas suelen responder a intereses de élites que, al concentrar el poder, moldean políticas a su favor.

Como muchos problemas socioeconómicos, este es un tema de poder y la transferencia del mismo. Transferir el poder y garantizar la imparcialidad institucional requiere no solo voluntad política, sino también herramientas como la tecnología, que puede minimizar los sesgos humanos y garantizar una gestión eficiente. No obstante, lograrlo implica superar intereses establecidos y alinear objetivos en un contexto globalizado que añade nuevas complejidades.

Mientras tanto, desaparecemos instituciones

Si el gobierno mexicano estuviera siguiendo las recomendaciones de los Nobel de este año, definitivamente no se estarían desapareciendo instituciones. El paso debería ser fortalecerlas, blindando su autonomía y utilizar la tecnología para hacerlas más eficientes y transparentes. La concentración de poder es un obstáculo que perpetúa la desigualdad y la corrupción.

Por ahora, sujetándonos a un poco de esperanza, no queda más remedio que repensar nuestras estructuras políticas y económicas. Apostar por instituciones de manera decidida, atacando los sesgos intrínsecos al ser humano a través de, por ejemplo, el uso de la tecnología permitirá involucrar a todos los sectores de la sociedad, es posible transformar la decadencia en prosperidad compartida.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Crisis de identidad

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“Qui perd els orígens, perd identitat” – Frase que se hizo célebre gracias al cantautor español ‘Raimon’.

El que olvida sus raíces pierde su identidad porque sin saber de dónde viene, difícil es saber a dónde va.

El pasado martes 5 de noviembre se celebraron (si es que ese es el verbo correcto) unas de las elecciones más controversiales de la época moderna en los Estados Unidos. Trump resultó electo como el presidente número 47, convirtiéndose en el segundo en cumplir una reelección no consecutiva, algo que no sucedía desde que Grover Cleveland fue presidente 22 y 24 en 1892.

Para quienes seguían la política americana y su carrera a la presidencia desde el año pasado, cuando la elección parecía más bien una portada para un consultorio geriátrico, se hubiera pensado que estas elecciones serían una de las más apretadas, con un cierre fotográfico.

Hasta el resultado más actualizado, Trump obtuvo 295 de los 538 votos posibles del Colegio Electoral, siendo esto equivalente a 32 estados y más de 50.8% de la votación total. Un resultado mucho más holgado para la candidatura Republicana de lo que cualquiera (seamos sinceros, aunque las apuestas daban a Trump como claro favorito) hubiera pensado.

Desde la elección pasada, Associated Press se ha dado a la tarea de generar gráficos muy interesantes a partir de más de 120,000 entrevistas con votantes, esto con el fin de entender la orientación política y su voluntad a través de distintos cortes demográficos. Un poco de reflexión nos ayudará a crear una narrativa para explicar el por qué de estos resultados, justificando cómo es que sucedió uno de los escenarios menos claros.

No me llames frij*lero

La población hispana lidera el crecimiento demográfico de Estados Unidos: los latinos representaron casi el 71% del incremento total de la población en el último año. Según el último informe de la Oficina del Censo, de los 1.64 millones de personas añadidas en 2023, 1.16 millones eran hispanos.

Aunque los blancos no hispanos siguen siendo el grupo mayoritario en Estados Unidos, el rápido crecimiento de la población hispana la ha convertido en el segundo mayor grupo con el 19.5%, superando a la comunidad afroamericana. Uno de cada cinco residentes es latino.

Estos números se reflejan también en la población votante, donde no sorprende que los blancos no hispanos representen alrededor de tres cuartas partes del padrón electoral, seguidos de cerca por afroamericanos e hispanos. A primera vista, parecería que Kamala Harris tendría una ventaja lógica, considerando la retórica de la campaña de Trump, ¿no es así?

Trump, sin embargo, apostó por una campaña directa y sin filtros, fiel a su estilo, en la que mantuvo un discurso marcadamente racista y xenófobo. Sorprendentemente, este enfoque no alienó al voto hispano; de hecho, pareció atraerlo en buena medida. ¿Por qué?

Send them back

Según un estudio del Pew Research Center, más del 60% de los latinos en Estados Unidos son de segunda o tercera generación, y la proporción de aquellos que hablan español en casa ha disminuido de 78% a inicios de este siglo a 68% en 2021. Esto revela una progresiva pérdida de identidad hispana en el país. De hecho, un 8% de la segunda generación, es decir, la primera nacida en EE. UU., ya no se identifica como hispana. Esta tendencia aumenta a medida que las generaciones avanzan; para la cuarta generación, más del 50% de los hispanos ya no se consideran como tales.

Existe un sector de la población latina que ya no se siente parte de la comunidad, no quiere sentirse parte de una narrativa en la que se les agrupa con los inmigrantes actuales. Sobretodo con el estigma perpetuado en las campañas Republicanas. Hoy la población latina esta completamente “americanizada” y se asimila como tal, el bloque votante latino es menor a 50-60 años, nacido en los Estados Unidos y ya no habla en español. Todo esto como argumento desde la corriente de Trump en la que señala a una comunidad latina a la que ellos se sienten completamente ajenos. Hoy esa población latina se considera y asimila como americano, más bien nativo. Ellos también escuchan y repiten las frases de Trump: “Send them back” y no se sienten referidos.

El voto latino ha cambiado de manera significativa en los últimos años. En 2020, el 63% de los latinos votaron por Biden, mientras que en esta elección solo el 56% apoyó a Kamala Harris. Esta caída, aunque moderada, marca una diferencia crucial en el panorama electoral.

¿Qué preocupa a los americanos?

El voto latino ha cambiado de manera significativa en los últimos años. En 2020, el 63% de los latinos votaron por Biden, mientras que en esta elección solo el 56% apoyó a Kamala Harris. Esta caída, aunque moderada, marca una diferencia crucial en el panorama electoral.

Según Pew Research Center, un 73% de los estadounidenses considera que la economía es una prioridad. Aunque la inflación en EE. UU. se ha reducido al 6% tras alcanzar cifras históricas a principios de 2023 y el PIB ha mostrado signos de recuperación, la mayoría sigue preocupada por los altos precios de los alimentos y la vivienda. En abril de 2023, solo un 28% de los encuestados consideraba que la economía del país estaba en buen estado, aunque esta cifra representa un aumento de 9 puntos respecto al mismo mes del año anterior.

La percepción de experiencia de Trump también ha jugado a su favor. Un estudio de CBS News encontró que el 65% de los estadounidenses consideraban que la economía durante su mandato (2017-2021) funcionaba “bien”, mientras que solo el 38% tiene la misma percepción bajo la administración Biden. Los expertos sugieren que esta diferencia se debe, en parte, a la nostalgia por la situación económica previa a la pandemia y a las narrativas mediáticas divergentes entre demócratas y republicanos.

Este resultado electoral deja entrever una inquietante crisis de empatía y decremento en el tejido social hacia la identidad hispana en Estados Unidos, donde la urgencia por abordar temas económicos con poca memoria histórica, falta de su entendimiento y con un profundo egoísmo ha eclipsado la relevancia de otros factores sociales y culturales. La comunidad latina, a pesar de su creciente peso demográfico, sigue siendo tratada de manera instrumental y relegada a los márgenes del discurso político. La elección de Trump representa una aparente solución a problemas económicos inmediatos, aunque no está claro si sus propuestas cumplirán con esas expectativas o si, al final, contribuirán a una mayor desigualdad. Mientras las promesas económicas resuenan, el compromiso con una sociedad inclusiva y respetuosa de su diversidad parece cada vez más lejano, dejando a la identidad hispana en un segundo plano, en un país que sigue dividido en su búsqueda de progreso y pertenencia.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

Los desastres no son naturales

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“Convenga usted que la naturaleza no construyó las 20 mil casas de seis y siete pisos, y que, si los habitantes de esta gran ciudad hubieran vivido menos hacinados, con mayor igualdad y modestia, los estragos del terremoto hubieran sido menores, o quizá inexistentes”. Carta de Rousseau a Voltaire, a propósito de un terremoto en Lisboa en 1755.

Normalmente, cuando nos referimos a desastres, hablamos de eventos únicos en el tiempo: el momento en que ocurrió un terremoto, las horas dentro de un huracán o los años que duran las guerras. Sin embargo, hablar del desastre es hablar de sus consecuencias: las muertes, los desaparecidos, los heridos, pero también las miles de casas perdidas, los hospitales, las escuelas y otros daños a la infraestructura de los territorios que experimentaron “el desastre”.

Pasamos, con justa razón, investigando qué se perdió durante esos momentos. Sin embargo, la mayor pérdida no suele ocurrir durante el desastre, sino después de él. Grandes segmentos de la sociedad se encuentran en una situación sumamente vulnerable, por lo que cualquier imprevisto los deja desamparados. En un plano social y personal, sobreponerse a situaciones como estas resulta complejo, pues no solo se requiere dinero público para la reconstrucción, sino que el contexto socioeconómico, institucional y el estado de derecho también condicionan la eficiencia de su aplicación. Siendo fatalistas, para psicoanalistas como Viktor Frankl, los momentos posteriores a un trauma causan desencanto, en donde “el sufrimiento que se tuvo (…) no fue el máximo, sino que se puede sufrir más al ver que todo ha cambiado y que nunca nada será igual…”.

De acuerdo con diversas investigaciones, la aparición de fenómenos climatológicos se ha vuelto hasta tres veces más común durante los últimos treinta años. Tan solo en el último mes, territorios como el sureste de los Estados Unidos han vivido ya dos huracanes de categoría 3 y 4: Helene y Milton, respectivamente.

Este periodo de desastres naturales ha sido el más mortífero para Florida desde el huracán Katrina. A falta de confirmar el cálculo de los daños, se han registrado más de 250 decesos, cientos de desaparecidos y pérdidas superiores a los 200 millones de dólares, superando las del evento de 2005.

Anualmente, millones de personas se ven expuestas, de forma directa o indirecta, a desastres naturales. Según el CRED (Centre for Research on the Epidemiology of Disasters), entre 2001 y 2020 ocurrieron en promedio 347 desastres cada año en el mundo. En 2021, se registraron 432 desastres que provocaron más de 10,000 pérdidas humanas e impactaron a más de 100 millones de personas. El CRED estima que la frecuencia de estos eventos seguirá en aumento y afectará a un número mayor de personas.

El verdadero desastre, sin embargo, ocurre en la reconstrucción. Más allá de los eventos, las consecuencias no son las mismas para todos los países, territorios o incluso para la población dentro de estos. No solo depende de la intensidad del evento, la extensión territorial, el número de personas afectadas o el impacto en la infraestructura; el factor más importante para determinar la magnitud de las consecuencias es la vulnerabilidad social. Esta es el resultado de las desigualdades que enfrenta la población para acceder a las oportunidades que brindan el mercado, el Estado y la sociedad, así como la falta de entornos equitativos que permitan aprovecharlas para desarrollar su potencial, lo cual incrementa la susceptibilidad de una persona, comunidad o grupo a sufrir los impactos de los desastres naturales.

Acuérdate de Acapulco…

México es un claro ejemplo de lo que explico en los párrafos anteriores. Los desastres naturales, mal que bien, suceden con una cadencia casi aceptada y resignada por la población mexicana; sin embargo, conforme pasa el tiempo, es cada vez más difícil volver a levantarse. Toma más tiempo y ha permitido que nos demos cuenta de cuán capaz es la clase política de aprovecharse económicamente de la vulnerabilidad social.

Hace exactamente un año, Acapulco vivía momentos de tensión con la llegada del huracán Otis, categoría 5. Las imágenes transmiten el inmenso vacío en el estómago que provoca vivir el abismo de una catástrofe de tal magnitud. Por supuesto que dolieron, y siguen doliendo, los retratos de la bahía entre escombros y el silencio del día después del impacto. Hoy, Acapulco no solo resintió el impacto del huracán, sino también la invertebrada respuesta de las autoridades.

De acuerdo con las cifras oficiales, Otis dejó más de 60 fallecidos, aunque la falta de credibilidad en las autoridades lleva a la población a pensar que en realidad fueron cientos de víctimas fatales, más de 350 según las funerarias del estado. De acuerdo con agencias como Bloomberg, la estimación de los daños económicos superó los mil millones de dólares (El Universal). Para cubrir esta obligación, el Gobierno Mexicano no cuenta con margen de maniobra. En 2021, el Gobierno Federal decidió eliminar el Fondo Nacional de Desastres, convirtiéndolo más en un programa de asistencia social que en un fondo de infraestructura, pero ese es otro tema.

México cuenta con recursos insuficientes para afrontar este tipo de situaciones: hoy el FONDEN tiene más de 18 mil millones de pesos, una línea presupuestal de más de 10 mil millones de pesos y 485 millones de dólares en un bono catastrófico manejado por el Banco Mundial. Todos estos recursos serían apenas suficientes para afrontar una tragedia como la de Acapulco, y nos quedaríamos sin presupuesto para enfrentar una nueva. El problema no son solo los recursos, sino también cómo se ejecutan y cuál es la columna vertebral de la estrategia y el accionar de las autoridades.

Sin poder pararse…

En México, los fenómenos naturales se han vuelto excusas para justificar infraestructuras obsoletas y potencialmente mortales. Las recuperaciones son tan improvisadas que Acapulco volvió a sufrir los estragos de una mala reconstrucción tan solo un año después.

En septiembre pasado, las calles se convirtieron en ríos nuevamente en Acapulco, y muchas casas se han perdido. Esta vez no fue Otis, sino John quien afectó a miles de personas y dejó en evidencia la ineficiencia en los operativos desplegados hace menos de 11 meses.

John revivió el trauma de miles de acapulqueños, pero también sepultó su esperanza. La verdadera tragedia no está solo en Otis o John, sino en la incapacidad de sobreponer una agenda política a una reconstrucción con sentido, a atacar problemas de raíz, no solo en la infraestructura, sino también en la lucha contra la vulnerabilidad de millones de mexicanos, susceptibles al desastre. No hace falta un huracán, sino un leve ventarrón, para destrozar los bienes materiales, los sueños y las esperanzas de la gran mayoría fuera del círculo privilegiado. A eso llamamos vulnerabilidad.

Sin planes de contingencia claros y un presupuesto especializado para hacer frente al desastre, es difícil volver a levantar una ciudad que ha visto apagarse sus luces desde hace un par de décadas. Reitero: no es solo el desastre, sino lo que viene después. Hoy, hay poco espacio en la agenda política para siquiera pensar en reconstruir una ciudad que compartió vida con el país.

Los estragos de la destrucción de los cimientos sociales y de infraestructura en la ciudad no se verán pronto, pero cuando se muestren, será demasiado tarde para enderezar este roble que crece descuidado, improvisado y en las garras de un grupo de interés que se aprovecha de la tragedia ajena.

*Las opiniones descritas en este texto corresponden exclusivamente al autor y no a sus enlaces profesionales

El mito del águila

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Propongo la siguiente definición de nación: es una comunidad política imaginada, y se le imagina como inherentemente limitada y soberana.

Es imaginada porque los miembros de la nación más pequeña nunca conocerán a la mayoría de sus conciudadanos, no se encontrarán con ellos, ni siquiera oirán hablar de ellos, pero en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión (…) Las comunidades se distinguen no por su falsedad o autenticidad, sino por el estilo en que se las imagina.

Finalmente, [la nación] se imagina como una comunidad porque, independientemente de la desigualdad y la explotación actuales que puedan prevalecer en cada una, se concibe como una camaradería profunda y horizontal. En última instancia, es esta fraternidad la que hace posible, durante los últimos dos siglos, que tantos millones de personas no maten, sino que estén dispuestas a morir por esas imaginaciones limitadas.

— Benedict Anderson, Imagined Communities (1983)

Las historias y los símbolos son fundamentales porque nos permiten dar sentido a nuestra existencia, definir quiénes somos, cómo nos relacionamos con los demás y cómo nos situamos en el mundo. La identidad no se genera en un vacío; surge de la interacción entre nuestras experiencias personales y las narrativas compartidas que nos rodean.

Cuando hablo de narrativas, me refiero a la forma en que se estructura y cuenta la historia de nuestra existencia, aquello que determina el status quo y nos ayuda a entender nuestra realidad. Estas historias no solo definen a los individuos, sino también a las comunidades, los grupos sociales, las naciones y las culturas. Las narrativas colectivas, como las de la familia, la sociedad, la nación o la religión, nos proporcionan una identidad compartida y un sentido de pertenencia. Por ejemplo, las historias de la fundación de una nación, las leyendas populares o los mitos religiosos crean una sensación de continuidad y cohesión dentro de un grupo, conectando nuestras vidas individuales con algo más grande.

El mito del Volk

Völkisch es una palabra alemana que connota tanto lo “folclórico” como lo “populista”. En sus orígenes, era una visión cultural profundamente arraigada en la idea de una identidad nacional compartida y un amor por las tradiciones, la naturaleza y el idioma. Como ocurre con muchos mitos, es difícil rastrear su origen exacto. Sin embargo, se le atribuye gran parte de su desarrollo a Richard Wagner, cuyas óperas y representaciones de la esencia germana a través de mitos y leyendas –como la trilogía del Nibelungo— son parte integral del pensamiento völkisch.

El riesgo de la instrumentalización

Lo que comenzó como una narrativa de identidad para el pueblo germánico terminó convirtiéndose en el mayor catalizador del nacionalismo y el mito de la raza aria. Paradójicamente, Houston Stewart Chamberlain, un británico que se fascinó con Wagner, se casó con su hija y desarrolló las teorías de la raza aria. El resto de esta historia es bien conocido, y lo obviaré…

El nacionalismo

El peligro de las narrativas identitarias en las naciones es la polarización, pues para pertenecer a un grupo, es necesario definir al “otro”. Como bien dice Sartre, “somos conscientes de nosotros mismos en tanto que somos vistos por otros”, y nuestra identidad se configura, en parte, a partir de cómo nos ven. Al diferenciarnos, las narrativas y los símbolos pueden ser manipulados para excluir a otros o justificar ideas peligrosas. El nacionalismo extremo, por ejemplo, puede distorsionar las historias colectivas para construir una identidad que excluye o demoniza a ciertos grupos. Los mismos símbolos que unifican a una nación pueden usarse para fomentar el odio, la xenofobia o el racismo.

Más mexicanos, más… ¿humanos?

La Encuesta Mundial de Valores (EMV) ha revelado una tendencia curiosa: los mexicanos son cada vez más conscientes de su historia y, por ende, se sienten más orgullosos de identificarse como mexicanos. Sin embargo, este orgullo nacional no está necesariamente relacionado con una mayor disposición a “sacrificarse” por el país.

Esta paradoja puede deberse a varios factores que influyen en la identidad nacional y en la relación de los ciudadanos con el Estado y sus instituciones. Los mexicanos sienten un fuerte sentido de identidad basado en elementos culturales como la historia, la música, las tradiciones y la rica herencia cultural. Este orgullo parece estar más vinculado a la comunidad y la cultura que a las instituciones gubernamentales, incluidas el ejército.

Cansados de luchar…

A pesar del orgullo por la capacidad de resistencia y la lucha cotidiana, esta misma lucha puede generar una sensación de agotamiento y una menor disposición a comprometerse con sacrificios extremos, como la lucha por la nación. El aumento del orgullo nacional parece estar más relacionado con la comunidad y la solidaridad ciudadana que con el Estado o sus instituciones.

Los mexicanos pueden sentir satisfacción y orgullo por la capacidad de unirse frente a las adversidades como sociedad civil, mientras que desarrollan un desapego hacia el gobierno o hacia cualquier noción de “lucha” que implique obedecer a las autoridades políticas o militares. Este fenómeno también refleja una mayor conciencia crítica de la historia, lo que lleva a muchos a rechazar las narrativas tradicionales del nacionalismo vinculado a la guerra y los conflictos armados.

Hoy, la comunión con el ser mexicano funciona porque imaginamos a nuestros compatriotas a través de nuestra individualidad, aun sin conocer a la mayoría. Sin embargo, “en la mente de cada uno vive la imagen de su comunión”, aunque nuestra imaginación está limitada y segmentada por círculos sociales y económicos.

Septiembre de incertidumbre

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“Cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual.” — Un epigrama de Jean-Baptiste Alphonse Karr en la publicación de enero de 1849 de su diario Les Guêpes (“Las avispas”).

Me había propuesto que estas publicaciones pudieran funcionar más allá de la coyuntura en que se lean, es decir, hablar de ideas y no de noticias. Sin embargo, hoy es necesario abordar un tema coyuntural que será el marco teórico para entender lo que sucederá en las próximas décadas en nuestro país.

Lo que ocurra durante septiembre de 2024 promete marcar el rumbo de la nación. Y no, no me refiero a las últimas semanas de La Casa de los Famosos. Es sorprendente lo poco mediático que ha sido el tema de la transición presidencial, en la cual, durante un mes, coinciden la nueva legislatura y los últimos días del actual presidente. Para sorpresa de nadie, resulta más cómodo ver 24 horas de un reality show que tomar conciencia de la compleja realidad que vive y vivirá nuestro país.

La nueva legislatura que entra en funciones este mes trae consigo una reconfiguración del poder digna de los giros más dramáticos de cualquier guion televisivo. La coalición Morena-PT-Partido Verde no solo ha asegurado la mayoría en ambas cámaras, sino que ha alcanzado la codiciada mayoría calificada. En términos prácticos, esto significa que tienen los votos suficientes para modificar la Constitución sin necesidad de negociar con la oposición.

Este “Congreso oficialista” llega en el momento más oportuno para el presidente López Obrador, quien se encuentra en la recta final de su sexenio. Con apenas un mes por delante, AMLO tiene la oportunidad de consolidar su legado a través de una serie de reformas que podrían aprobarse de manera “fast track”.

Este último tema ha sido especialmente polémico para quienes han seguido de cerca las elecciones de los últimos meses. Existe un término político llamado “sobrerrepresentación”, que ocurre cuando un partido obtiene, en función del mecanismo electoral correspondiente, un porcentaje de curules superior al porcentaje de votos obtenidos o permitido por ley. Sin embargo, esta limitante dejó de aplicarse para las coaliciones a principios de este milenio. La coalición que impulsó a la presidenta electa, Claudia Sheinbaum, obtuvo el 59.7% de los votos en las elecciones presidenciales, y hoy cuenta con 373 diputados (el 74.6% de la Cámara de Diputados), quedándose solo a un curul de la mayoría calificada. De manera similar, alcanzan 83 escaños en el Senado, de los 128 disponibles.

A partir de esta semana y hasta el último día de su mandato, el presidente tiene la oportunidad de impulsar una cantidad considerable de iniciativas, pero sobre todo retomar aquellas que no lograron convencer al Congreso en su momento.

Entre las iniciativas que más resuenan está la polémica reforma al Poder Judicial. Este proyecto de ley, presentado originalmente el 5 de febrero de 2024 por el todavía presidente López Obrador, incluye 20 iniciativas que abarcan diversas modificaciones constitucionales y reformas secundarias.

La reforma judicial propone un cambio radical en el funcionamiento actual del Poder Judicial a nivel federal. En el centro de la reforma está la “democratización” de la elección de autoridades judiciales, sometiendo a elecciones populares más de 1,600 puestos gubernamentales, incluidos jueces, magistrados y ministros. En 2025, se elegirían ministros de la Suprema Corte y la mitad de los jueces y magistrados de distrito; la otra mitad sería elegida en 2027. También se plantea reducir el número de ministros de la Suprema Corte de 11 a 9, con un sistema de rotación para la presidencia cada dos años. Además, se propone sustituir al Consejo de la Judicatura Federal por un nuevo órgano encargado de administrar (y controlar) al Poder Judicial, y limitar las remuneraciones de magistrados y jueces, quienes no podrían percibir salarios superiores al del presidente.

Busquemos argumentos a favor…

No es ningún secreto que el sistema de justicia mexicano no es motivo de orgullo, plagado como está de corrupción y nepotismo. Los defensores de la reforma argumentan que la elección popular de jueces aumentará la transparencia y la rendición de cuentas, permitiendo que la justicia sea más accesible para todos los ciudadanos y fomentando una mayor participación ciudadana. La reforma se presenta como un paso hacia la democratización del sistema judicial, “asegurando que jueces y magistrados reflejen mejor la voluntad del pueblo”.

Cuanto más cambian las cosas, más permanecen igual…

La realidad es que la reforma al Poder Judicial nos dejará en el mismo lugar, quizá incluso algunos pasos atrás. Una reforma de este calibre en un sistema de justicia donde solo el 10% de los delitos son denunciados, y de esos casos, apenas el 1% llega a ser presentado ante un juez, no cambiará nada. La reforma no toca las fiscalías, ni las policías estatales, locales o comunitarias, donde ocurren las primeras injusticias sociales.

Me cuesta trabajo imaginar a cualquier ciudadano tratando de seleccionar a jueces entre hasta mil 600 boletas. La Reforma permitirá que los jueces deban favores políticos, inclusive anonimizando su participación en juicios a su placer. Hoy será posible ser parte del sistema judicial con 8 de promedio y la “recomendación” de un vecino.

La reforma, tal como se presenta, es una oportunidad desperdiciada para robustecer la justicia en nuestro país, donde la corrupción no termina, solo cambia de manos cada sexenio. La reforma quebrantará la autonomía de uno de los tres poderes, haciendo al partido hegemónico casi “dueño” de todos ellos: controlando el poder Ejecutivo con Claudia, el Legislativo con un Congreso sobrerrepresentado, y el Judicial con un sistema politizado que hace “valer la voluntad del pueblo”. Un pueblo manipulado, desconcertado, cansado y que ha decidido creer que las cosas cambiarán tanto, pero tanto, hasta dejarlas igual.

 

La transición y otras ficciones

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“Within the next generation I believe that the world’s rulers will discover that infant conditioning and narco-hypnosis are more efficient, as instruments of government, than clubs and prisons, and that the lust for power can be just as completely satisfied by suggesting people into loving their servitude as by flogging and kicking them into obedience.
-Extracto de la carta de Aldous Huxley a George Orwell (California, 21 de octubre de 1949)

El miércoles pasado, Claudia Sheinbaum recibió su constancia como presidenta electa de México, marcando el inicio de una nueva era política en el país. Este hito histórico no solo representa la llegada de la primera mujer a la presidencia de México y Norteamérica, sino que también plantea una serie de interrogantes sobre el futuro de la nación.

Sheinbaum heredará un México complejo y polarizado. Por un lado, el gobierno saliente de López Obrador deja un legado de programas sociales ambiciosos y una retórica de transformación nacional. Por otro, la nueva mandataria enfrentará desafíos formidables: una economía en cuerda floja, instituciones debilitadas y una sociedad fragmentada.

La llegada de una mujer a la presidencia es, sin duda, un avance significativo para la igualdad de género en la política mexicana. Sin embargo, sería ingenuo asumir que este hecho por sí solo garantiza una agenda progresista en materia de derechos de las mujeres. Como bien señala Rosario Guerra en su análisis “Tenemos presidenta”, la verdadera prueba estará en las políticas concretas que Sheinbaum implemente y en su capacidad para desafiar las estructuras patriarcales enquistadas en el sistema político mexicano.

Un aspecto preocupante de esta transición es la sombra alargada de López Obrador. Si bien se han observado algunos distanciamientos en decisiones de gabinete, persiste la percepción de que el actual mandatario busca mantener las riendas del poder tras bambalinas. La posible desaparición de organismos autónomos como el INE y el TEPJF, avalada por una mayoría cuestionable, sugiere una continuidad en la concentración del poder que podría socavar la independencia de Sheinbaum como presidenta.

En el frente económico, el panorama es igualmente desafiante. El gobierno entrante heredará un país con las arcas vacías, tras el agotamiento de los fondos de emergencia en proyectos de infraestructura controvertidos. Estas obras, que prometían impulsar el desarrollo, han resultado en muchos casos más costosas de lo previsto y de utilidad cuestionable, dejando a México en una posición fiscal precaria justo cuando más necesita recursos para enfrentar retos sociales y económicos apremiantes.

La transición

La gran incógnita que flota sobre México es cómo gobernará realmente Sheinbaum. ¿Será una presidenta con voz y agenda propias, o se convertirá en una mera ejecutora de los designios de su predecesor? El riesgo de que asuma un papel de “presidenta delegada”, “vicepresidenta” o simple “encargada” es real y preocupante. La autonomía de Sheinbaum será crucial para determinar si México avanza hacia una democracia más madura o retrocede a una posible segunda ‘dictablanda’ en la historia mexicana.

La expectativa más grande en México, por tanto, gira en torno a cómo Sheinbaum ejercerá su mandato presidencial. ¿Logrará distanciarse de la sombra de López Obrador y forjar su propio camino? ¿Tendrá la fortaleza para defender las instituciones democráticas y al mismo tiempo impulsar las reformas necesarias para un México más justo y próspero?

Tenemos presidenta, sí, pero la pregunta crucial es: ¿tendremos una verdadera líder capaz de unir al país y llevarlo hacia adelante, o seremos testigos de un gobierno que perpetúe las divisiones y los vicios del pasado bajo una nueva fachada? Solo el tiempo y las acciones concretas de Sheinbaum darán respuesta a esta pregunta.

Siervo de la Nación

La manipulación de la opinión pública y el uso de narrativas poderosas han sido cruciales para consolidar el poder de la 4T. En lugar de recurrir a la fuerza bruta, la política mexicana ha visto un uso estratégico de los medios para moldear percepciones, fomentar lealtades y polarizar a la población.

La construcción de un discurso que apela a las emociones y promete un cambio profundo puede generar una suerte de “amor a la servidumbre”, donde la población, seducida por la promesa de un futuro mejor, se adapta a un sistema que, en última instancia, refuerza estructuras de poder ya establecidas. Esta transición revela cómo el control político se ha sofisticado, moviéndose de la coerción directa a un condicionamiento más sutil. Tal vez la 4T ama a su servidumbre: a nosotros, “el pueblo”. Es cuando menos plausible la hipótesis de que caímos a un Síndrome de Estocolmo, donde el sometimiento y la subordinación se disfrazan de un amor a la patria.