A unos meses de definirse los contendientes para las elecciones de 2018, los partidos comienzan a dejar ver sus objetivos, estrategias y acciones políticas para poder llegar a la silla presidencial, teniendo a la mano infinidad de mecanismos que permitan esta meta. Una de las herramientas más utilizadas es aquella de la coalición entre partidos, una estrategia que ha ido creciendo, y que, gracias a ella, ha dado cabida a victorias inesperadas con grandes cambios en el sistema mexicano. Recordando la coalición victoriosa de PAN-PVEM, a cargo de Vicente Fox, ganando la presidencia en 2000, la primera transición política. O la ya muy usada asociación PRI-PVEM, misma que llevó a Enrique Peña Nieto a la presidencia, y que ha sido de gran utilidad en recientes elecciones para ambos partidos, brindando la posibilidad de hacerse de poder a lo ancho del país.
Es de gran notoriedad que los partidos más grandes están buscando consolidarse mediante esta vía, analizando la mejor combinación posible para lograr el triunfo el año próximo.
Pero una coalición no es una simple suma de votos, donde los partidos más chicos venden su fuerza al mejor postor (aquel que le brinde mayor posicionamiento político), las coaliciones tienen como principales objetivos ser una eficiente alternativa para tener acceso al poder, incrementar la pluralidad partidista y fomentar la democratización política mediante la participación de la oposición, sin caer en un bipartidismo que daña directamente al país.
Sin embargo, la esencia de las alianzas se ha perdiendo en México, desempeñándose incorrectamente, incumpliendo dichos objetivos y poniendo en duda la funcionalidad y credibilidad de la partidocracia. Los partidos más chicos han llegado al grado de venderse, por no decir prostituirse, bajo la bandera de una alianza política.
Y es que estos, los partidos pequeños, son los más grandes favorecidos como resultado de esta colectividad, sin importar si se consigue el triunfo o no. Debido a que la asociación les asegura mantener el registro y continuar en al ámbito político, anteponiendo sus intereses partidistas sobre la verdadera razón y función de las coaliciones. Se ha convertido en mera costumbre política y todo un negocio la asociación entre partidos, inclusive entre aquellos que ideológicamente son antagonistas. Los ideales quedan en segundo término cuando de sobrevivir se trata.
El abuso de esta práctica se ha monopolizado y los partidos de reciente creación o de menor tamaño juegan un rol de acompañantes en cada elección, en un juego político incoherente y tergiversado, donde un partido puede ser aliado de otro, aunque posean una idiosincrasia contraria, o aliarse en una región y ser adversarios en otra en el mismo año, en la misma elección.
Por lo pronto las alianzas partidistas son un mal no tanto necesario, pero sí muy presente en la vida política del país, donde a los partidos políticos más grandes se les acabo la capacidad de bastarse para sí mismos compitiendo solos, y dejando entrever que en la actualidad ningún partido logrará la victoria por méritos propios. No les queda más opción, que dejar a un lado toda vanidad y orgullo, juntándose hasta con su acérrimo rival, siempre y cuando esto les otorgue la presidencia, que para el 2018 no será cualquier victoria, sino un gobierno en la etapa de mayor incertidumbre política, social y económica.
El futuro del país pende de la próxima alianza y su capacidad para persuadir la mayor cantidad de electores. Esperemos se la más óptima y no la más incongruente.