En referencia al encuentro de presidentes en Washington, hace unos días, Ramón Alberto Garza evocaba la reunión de dos narcisos o más bien de dos personalidades narcisista, y tiene razón, pero cabe recordar que Narciso no lo es si no tiene un espejo en frente, y los dos presidentes se escogieron mutuamente de espejo.
Trump, menospreciando al espejo mexicano que no sirve a su lucimiento personal, abrevio su discurso y se limitó a no injuriar, a no resaltar lo que el presidente mexicano le arrancó con relación a los migrantes y a los dreamers, y con relación a César Duarte, parte de la agenda personal de AMLO. Buscó sacar raja con un electorado hispanófono que él desprecia profundamente, y que no rebasa al nivel de su caddie en un campo de golf.
Para AMLO, la oportunidad de disponer de un espejo de la talla del presidente de los Estados Unidos, independientemente de su calidad moral e independientemente de su actitud visceral profundamente antimexicana, aprovechó para hacer comparaciones históricas que su contra parte hubiera tenido muchas dificultades en mencionar, evocó una relación de negocios que difícilmente alcanza a entender en vista de su visión retrograda de la situación económica y de su peso en el bienestar de la población y buscó cosechar votos de los millones de mexicanos registrados en las listas electorales mexicanas y con residencia en Estados Unidos. Puede ser que el espejo Trump le permitió obtener más beneficios para los compatriotas en situación semi legal del otro lado del muro que para los que vivimos del lado de la bandera tricolor.
Los dos salieron del encuentro como ganadores, más bien diría que no hubo perdedor en la reunión.
Interesante caso para la historia de la diplomacia, cuando los presidentes de dos países se reúnen persiguiendo objetivos individuales totalmente diferentes y probablemente más ligados a su futuro propio que al futuro común de los dos países.