El aroma de la fragancia con la cual había rociado su cuello impregnó por completo el interior de su automóvil: una mezcla entre abedul seco, jazmín, pachulí, piña, bergamota italiana y manzana francesa. Apenas cerró la puerta delantera, y las partículas de su perfume y el aire que pululaban encerradas, danzaron en armonía hasta amalgamarse a la perfección con el olor que despedían los químicos de su recién fabricado Mercedes-Benz.
Esa mañana, durante su rutinario trayecto, ya por su agudo olfato, el aroma lo embelesó casi como lo hacía la Sinfonía No. 5 de Shostakóvich. La pieza del ruso logró que se olvidara durante breves minutos, del murmullo de la ciudad, del atronador sonido de las bocinas del tráfico, y de una realidad que no le correspondía. La suya lo esperaba allá en el piso treinta y tres de la torre Egnux, emblema arquitectónico de la ciudad.
No fue hasta que sintió el agua descendiendo por su rostro, que condenó su suerte. Los dioses, el destino, y el gobierno, eran los receptores de las ofensas dentro de los confines de su mente. Y con razón: ¿qué no son ellos los culpables de las desdichas humanas? Había sido el sentimiento gélido que caló hasta sus huesos lo que lo obligó a rescindir su humor.
La esperanza con la cual había despertado aquella mañana de asearse bajo la comodidad que ofrece un baño de agua tibia había sido tan efímera como el sueño de la noche. La diminuta habitación que servía para los baños no ayudaba en lo absoluto a su humor: le provocaba una sensación de claustro que se le antojaba sofocante. Además, eran las cinco de la mañana. ¡Ni el propio sol había asomado su rayo luminoso!
Decidido, giró la pequeña llave en contrasentido del reloj para cortar el flujo del agua. Salió de la pequeña habitación, tomó una toalla, aún húmeda, y la restregó sobre su cuerpo. Vio en esa misma habitación la totalidad de su lastimoso patrimonio: un cuarto que apenas resistía el propio peso del techo; una cocina equipada con un horno y una estufa de gas, ferrosa y herrumbrada por el Tiempo; dos colchones sobre el suelo donde reposaban sus hijos, dos en cada uno; y, finalmente, su esposa tirada a un costado del velador de caoba que servía de comedor.
Y aunque no al alcance del ojo humano, observó todo esfumándose, pues la hipoteca de su casa le exprimía hasta el último pensamiento.
Suspiró ante el panorama y enfundó sus problemas en el pequeño maletín que acababa de tomar. No llevaba mucho: un poco de pintura, dos algodoncillos para retocar su rostro, y dos botes de Coca-Cola que ahora contenían gasolina. No podía darse el capricho de perderse en nostálgicos ayeres cuando tenía toda una familia a quien mantener. Se armó de valor y salió de su casa. Debía ganarse la vida.
Ese día, decidió que lo haría en una esquina de la Avenida Cuauhtémoc, justo donde observaría, horas más adelante, un Mercedes-Benz recién fabricado que cautivaría sus anhelos, muertos hace tantos años.
Quizá fue el éxtasis que le producía la magnificencia con la cuál aquel ruso logró expresar un sentimiento nuevo, lo que ocasionó que no se percatara de una extraña criatura de piel azabache que, en la esquina de la Avenida Cuauhtémoc, lanzaba llamas por su boca. Ni de otra aún más extraña que sujetaba objetos invisibles; y que tal bendición, le había costado su voz. Pecaría si le niego al lector aquella posibilidad. Lo cierto es que no era la primera vez que lo hacía, ni sería la última.
En lo personal, me inclino hacia la adversa. Lo condeno -si se me permite tal pronunciamiento-, porque me parece que ignoró aquellas bestias por la embriaguez de su propio ego. Aunque inverosímil, no es sólo su culpa, sino de todo un país.
Fue la sociedad mexicana, quien entre cimientos ajenos, desconocidos, crueles y ruines, irguió las bases de un capitalismo dual, que propició la creación de dos mundos: el México Prominente y el México Desolador. Los habitantes de aquél país han ignorado por completo la existencia de éste. Ya se ha escrito –me parece– que el capitalismo transmuta las más puras intenciones del humano.
El México Prominente goza de una inmaculada fertilidad. Frutos dulces aguardan para quien abona su cosecha con esfuerzo. Recompensa para el arduo trabajo de quien se esmeró a lo largo de toda su vida.
Tal mundo ha logrado borrar por completo el valle de lágrimas. La peregrinación de sus habitantes hacía la cúspide es acaso onírica. Así, no suelen distinguir entre los sucesos fantásticos que les depara el lecho de su alcoba y las vicisitudes que les depara la cotidianidad de sus vidas.
El alba y el ocaso danzan a su merced. Al salir de su hogar, el astro luminoso acaricia su tersa piel. Horas más tardes, el astro lunar se postra firme en la ventana para ser admirado y adorado por quienes le permiten el capricho de la soledad.
Los horizontes no huyen hacía el firmamento; quietos y sigilosos esperan la travesía de sus ciudadanos. La lluvia es aquella melodía suave que arrulla sus sentimientos. La ley es el ático de sus recuerdos infames, y la justicia, entre celosías, se limita a observar sus fechorías.
Es, a grandes rasgos, el sueño prototipo de las ambiciones humanas.
El México Desolador parece no existir en la misma dimensión.
Sus tierras áridas se abrazan a la esperanza del trabajo. Abandonadas a la intemperie de la desdicha, no hay frutos ni cosechas en tal país. Entre nebulosos horizontes, se alcanza a vislumbrar sueños que se abrazan al mármol frio: han nacido muertos. Los habitantes saben que sus aspiraciones son una burla de los dioses.
Sus vidas, una jugarreta de mal gusto del azar. El alba y el ocaso son sólo un presagio de su sufrimiento. Las manecillas del Tiempo no concuerdan con la realidad: amanece y aún persisten las jornadas laborales. Oscurece, y comienza otra más. Confabulan los nostálgicos ayeres en los linderos de sus mentes para revestirlos de desesperanza.
En el México Desolador, la lluvia sórdida es el anuncio de la crónica de la destrucción. La ley se convierte en su verdugo, y la justicia, es solo una prostituta maleada por proxenetas en togas y en curules. ¿Qué les depara el Tiempo a esos habitantes? ¿Ser un párrafo más en los anales de su historia?
Leyendas aseguran que ambos mundos, convergen, por breves momentos, en las esquinas de cualquier metrópoli. Justo ahí donde la penumbra muestra el lado oscuro y egoísta del corazón humano. Y que por tal suerte, algún día, un mundo devorará al otro.
Sospecho entonces, que como el eco de una estrella, alguno de los dos, cesará su existencia, para iluminar al otro.
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