Decenas de niños saludan al cielo, aunque no podemos escucharlos, imaginamos su algarabía. Mientras la toma se aleja de la tierra gracias a las mágicas hélices de un drón, sus cuerpos forman las letras “C” y “R” bajo el brillante sol de Monterrey: Colegio Regiomontano. La imagen forma parte de un video institucional, y cuesta trabajo creer que de la mano de algún estudiante pudo haber ocurrido una horrenda tragedia.
Noticia brutal, noticia vieja: una adolescente de secundaria llevó al colegio un arma de fuego en la mochila. Por suerte, fue detectada antes de que algo sucediera. La noticia tuvo impacto nacional y generó calosfríos al recordar la crudeza del atentado de apenas el pasado enero en el Colegio Americano del Noreste. Relampaguearon en nuestras mentes las imágenes que a través del gélido azul del circuito cerrado mostraban cómo eran abatidos menores inocentes por uno de sus compañeros. Esos disparos también perforaron nuestra frágil y engañosa rutina. Hicieron añicos -momentáneamente- la creencia de que los días de sangre habían quedado detrás. La realidad es que nunca se fueron.
De acuerdo a la SEGOB, durante 2017 han aumentado 23% los homicidios dolosos a nivel nacional (El Universal), mientras que en Nuevo León se registró el octubre más violento en cinco años (Milenio). El lector podría pensar que la enorme mayoría de esos homicidios dolosos están relacionados con el crimen organizado, y estaría en lo correcto. Sin embargo, la pregunta permanece: ¿qué efectos ha tenido en nosotros como país y comunidad estar expuestos a más de una década de violencia extrema? La ejecución como costumbre junto al desayuno nos ha marcado.
Hay una generación de adolescentes que asumen los asesinatos e impiedad como parte natural de su entorno, aunque los perciban a través de la lejanía de las pantallas. Pocas cosas tan riesgosas como la normalización. Casos como el del Colegio Americano del Noreste y el Colegio Regio Contry tienen al menos un par de componentes que los vuelven alarmantes: primero, porque están rompiendo fronteras antes impensables, de niños y jóvenes dispuestos a ejercer violencia o arriesgar a decenas de personas a través de armas de fuego. Segundo, están ocurriendo en clases medias-altas. Gran parte de la supuesta inmunidad a la ejecución de desayuno proviene a que los cuerpos apilados y la sangre derramada son de “los otros”: los pobres, los malandros, los perdidos, los últimos del mundo. Basta leer y escuchar las reacciones que se dan tras los motines mortales en los presidios de la entidad para perder el apetito: “se lo merecían”, “que los maten a todos”, “son basura”. Nadie nunca pregunta sus nombres.
Supongo que de entre todas las versiones posibles, la mayoría opta por suponer que habrán sido escupidos por algún pozo llamante que provenía sin escalas del infierno. Otro camino sería reconocerles como seres humanos, como niños que lloraron al caerse intentando un primer paso o rieron ante el botar de una pelota. Niños que se hartaron de tener hambre o vivir entre el polvo interminable. Personas cuyas vidas se oscurecieron desde temprano en el camino (casi todos mueren jóvenes). Esa violencia también es nuestra, esos muertos son nuestros muertos, aunque por tanto tiempo lo hayamos querido negar.
Mientras no reconozcamos en la violencia el producto de las profundas injusticias y perversiones de nuestro intento de sociedad, seguiremos ciegos, solo iluminados momentáneamente por el estruendo de disparos. Callar la violencia nos hace daño, verla reflejada en nosotros dolerá profundamente, pero será la única manera de comprenderla, y entonces comenzarla a sanar: “ahora te nombro, incendio, y en tu hoguera me reconozco: vi en tu llamarada lo destruido y lo remoto” – José Emilio Pacheco.