Justo frente a la cama, en una esquina de su alcoba, se yergue un librero de caoba. Por las mañanas, cuando el alba filtra las tenues partículas de luz a través de la débil cortina que protege a la ventana, observa iluminados unas maravillas en cada uno de sus anaqueles.
En el primer anaquel (si se observa de arriba hacia abajo), ve el temor en las murallas de Roma ante Aníbal; y sus elefantes embistiendo a las legiones malditas de Escipión en un continente desconocido. Atestigua el sufrimiento del último Gran Maestre de la Orden del Temple, envuelto en fuego, mientras lanza la maldición que terminó con toda la estirpe del rey de Francia.
Se vuelve cómplice del hidalgo de la Mancha en la lucha entre lo real y lo ideal (esto en una fantástica edición que se acompaña por un volumen complementario; como si no fuesen suficientes las letras románticas que preceden a la lengua cervantina), al enfrentarse a gigantes, ladrones, y enamorarse sin ser correspondido.
Si continua deslizando la mirada, visita aquel pueblo donde los muertos ambulan; donde la tierra es alimento y llueven flores; ahí donde los pergaminos vuelan y se vive –en ciertas ocasiones– más de cien años. Conoce de la osadía de Miguel Strogoff y su travesía por Rusia. Revive la rebeldía de los perros, el asesinato del Esclavo, y la hazaña de un Jaguar en el Colegio Militar Leoncio Prado. Percibe el olor que despiden los libros de la Biblioteca de Babel, el terror de los espejos, y el anacoluto del Tiempo en el Aleph.
Conoce la ingeniosa mente de Guillermo de Baskerville, quien resolvió el terrible crimen en una abadía, pero incendió, en el proceso, una biblioteca entera y la Poética de Aristóteles.
Escucha los ladrillos cayendo sobre lo que sería la girola de la Basílica de Santa María del Mar; muchos de ellos colocados –por cierto– por quien trabajó en la Barcelona del Siglo XIV como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Observa a una Reina Duende atormentar a una princesa en el Palacio de Texcoco por las magias de un corazón de jade. Es testigo de la venganza de sangre que derivó de un asedio a una fortaleza solitaria en el médano de Malta.
Acto seguido, levanta esa débil cortina y mira a través de la ventana (no sin antes abrirla para permitir que la frescura y el aroma del rocío permee cada esquina de la habitación) otras tantas maravillas.
Observa la tierra del ombligo de la luna teñida escarlata, donde entre cerros, los crisantemos florecen en vano. La profecía del vuelo del ave que no aterrizó parece haberse cumplido, piensa.
Se percata de lo poco afable que resulta el olvido en la política. Observa una ciudadanía que atraviesa los mundanos pantanos de la indiferencia. Activistas que eligen bandos, portan armas, pero cavan trincheras y en zozobra se esconden. Maestros que exigen, recriminan, azotan; jamás educan.
Escucha voces del pasado a través del eco de cuarenta y tres estudiantes. Nota como la violencia aún permea la ósea del mejicano: ciudades donde no habitan las mujeres; gobiernos que enmudecen la voz de la democracia; pueblos que se alejan de la civilización.
Paisanos que huyen de sus raíces indígenas, y que abrazan el seno materno de culturas extranjeras. Nota un despotismo en la clase política que gobierna distanciado del ciudadano y de la ley; aquel cinismo que diluye el epígrafe de su muerte anunciada.
Entiende que no existen los pobres, sino estadísticas, y que la esclavitud se ha domesticado.
Todo aquello (disculpe el oxímoron) es una realidad quimérica. Son efímeros segundos donde la máscara de la ficción le muestra lo inverosímil que puede mostrarse la realidad, o dicho de otro modo, lo verosímil que resultan ciertas ficciones.
Quizá por ello, a aquel mexicano que observa semejantes maravillas, cada mañana le resulte su país más increíble que las ficciones de su librero…
Se ha convencido: entre los anaqueles de un librero cualquiera, se descubre al espíritu humano, y de tal azar, el de toda una nación. Solo ahí, podrá entonces el espíritu nacional, encontrar sosiego.
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