La última pirámide

Comparte este artículo:

A mi pueblo, a mi patria, a mis capitalinos.

México, Valle del Anáhuac; tierra de tlatoanis: feroz como el Vesubio, habrás de renacer entre el mar de escombros. No temas: serás el quetzal de fuego resurgiendo entre cenizas. Te llamaron la Nueva Venecia, pero se equivocaron. No eres frágil. No eres Pompeya. Domaste no a uno, sino a dos volcanes, y ahora duermen para ti: la Mujer Blanca, guerrera infalible, es la centinela de tus noches; el cerro que humea, con azufre de oro, vigila a tus soles, cada hora, cada segundo. Tu sangre es metal hervido: resistirás la lluvia de piedras que te acecha.

Atemporal, patria mía, te escondes en el valle. Siempre infinita, siempre bella. Si ruge tu tierra, es porque tiembla tu corazón: apasionado, cándido, fulguroso, solidario; resistente. Y ahí tu secreto, mi bella barca, mi bella patria: resistes, te mantienes a flote -nos guías siempre hacía adelante-. ¿Qué has hecho si no resistir?

La llegada de Cortés estremeció tus células: traía consigo tubos que domaban al trueno, casas flotantes, y a las bestias de la noche. ¡Mírate ahora! Esas bestias obscuras, tan rápidas como el rayo, impredecibles como la tormenta, ahora son tuyas: el mariachi canta de alegría sobre ellas; la obsidiana de tus guerreros fue más duro que sus balas; y la patria del trueno fue tu corazón, no el metal.

Tenochtitlán es el espejo del tiempo, el arrabal de la memoria, mi México. Mienten quienes afirman que caíste. Nos abrazaste bajo tierra, nada más. Escondidos, esperamos la resurrección. Y ahora, su espejo resucita una imagen del pasado en su esplendor: veo a los sumos sacerdotes todavía en el reflejo de tus topos; pueblo guerrero, pueblo soldado: cada ciudadano y ciudadana viste el plumaje de tus señores.

Tu capital es la profecía: no cabe duda. Años de peregrinación para probar el agua dulce de tu lago. Años de peregrinación para ver la llama solidaria de tus hijos y tus hijas. Años de peregrinación para ver a la patria más amada. ¡Caminaría siete veces desde Aztlán por este pueblo!

Que tiemble mi tierra, que agrieten el piso, que lluevan las piedras: a mi patria, no la tumba nada. Hasta que caiga la última pirámide -que son cada hijo y cada hija-, podrán decir que el Valle del Anáhuac, ha muerto.

Mara

Comparte este artículo:

A todas, desde lo más hondo de mi alma.

 

Tres lágrimas se condensan en una mejilla:

son los ríos que no lloraste por un corazón roto

te lo arrancaron, te lo violaron, te lo estrujaron

lo hicieron de paja

y por ello, mi cuerpo se vuelve tuyo; te lo entrego

flor de lavanda, sepulta mi ego

rayo de sol, píntame el camino

porque yo te maté: fue mi estúpido sexo,

que flácido, mira el piso y se avergüenza

prueba la vida acaso un instante,

y sabe que no se levantará jamás

en cambio, tú serás eterna,

piedra piramidal, guerrera de Tula, luna infinita,

levántate por siempre

reirás entonces con todas las que nos faltan:

son las hijas de Aztlán que supieron virar el rumbo

la profecía era el Anáhuac, no este México

-que será ombligo, pero no de luna-

el valle son tus sienes que se extiende luminoso

hasta el profundo mar de tu sonrisa:

su oleaje ruge en cada uno de estos versos

si somos polvo, tu eres la ceniza del tiempo:

abona mi alma, abrasa mi carne

sé que vivirás, mas si acaso, entre tanta alegría,

no escucharas esta súplica,  la elevo ahora para las demás

-y que me escuche quien deba-

Cartago, Roma y Grecia te conocerán

disfruta allá tus libros, golpea sus páginas, toma sus letras

México no te supo encontrar; perdóname, jaspe azteca

el pecado fue el cuerpo, pero no el tuyo,

es el mío que se desmorona por la carne que rehúsa,

el faro se derrumba sin tu luz

y nosotros nos ahogamos en un océano de humo

pero tú, con esa geometría de tus ojos

que fulmina el cristal de todo lago

y sepulta el verdor de la montaña,

habrás de erguirte como el volcán

¡¿qué esperas?!

eres la letra, la pintura, y los sones;

abraza el viento que barre tus labios

estíralos de un lado a otro, y cántale a quienes sí te merecen

los dioses y sus arcángeles

yo, temeroso, nos deseo cada círculo dantesco,

que nos lleve Caronte; la furia de Minos sobre mí

varón maldito, varón estúpido

que nos llueva el fuego que tanto merecemos.

 

#LaSombraDelTiempo: “El jardín de fábulas”

Comparte este artículo:

El prólogo de un magnífico volumen de Don Quijote de la Mancha (editado por la Real Academia Española), me reveló que los hombres somos criaturas narrativas: «…los días se nos van en fábulas: en esperanzas de un mañana a la medida de nuestro diseño, en nostalgias de cómo pudo ser el ayer, unas veces huyendo de la realidad y otras huyendo hacia ella.» ¿Cómo no abrumarse ante semejante sentencia? Han pasado no menos de dos inviernos, y aún permanece fresca esa tinta que, a modo de juez, condena la naturaleza del hombre a mitologías y fábulas.

Nada sucede por coincidencia. Y mi hallazgo, desde luego, no es la excepción. Después de todo, la narrativa del Quijote -según el propio Schellingse centra en «la lucha de lo real con lo ideal». Como la de todos los hombres, la vida del Quijote es una representación de ideales impuestos por la época y la literatura. De ahí que la cita que transcribo captara mi atención: la lucha de lo real, y lo ideal, sucede no sólo en el Quijote, sino en el jardín de la mente por igual.

La sentencia adquiere mayor fuerza si se mira a través de ojos mexicanos. La pluma de Octavio Paz ha escrito que el mexicano considera a la vida como lucha. Es cierto. Entre el mestizaje de bondades que esconde la máscara mexica, se esconde el rostro tímido y nervioso del hijo huérfano de la malinche. El mexicano suele desvelar sus noches consagrándose a una luna que no le pertenece. Inalcanzable, dormida, y taciturna, reposa allá el astro al reflejo del sol; tan parecido al sueño de la oportunidad, que brilla únicamente al reflejo de sus fábulas. Acaso donde la palabra cesa, y el crepúsculo se confunde, puede el mexicano recordar que su vida no se reduce a una sentencia inquebrantable. El espejo de la noche le recuerda su siniestra realidad. Juan Villoro certeramente nos dice que el mexicano «vive de esperanza y agoniza de realidad».

La danza del mar luce monótona desde la costa. Todos sabemos, sin embargo, que su oleaje es feroz. Así me parece el espíritu de lucha mexicano: débil, intranquilo, e insuficiente cuando abraza la costa de su realidad; pero bravío y feroz cuando se somete a sus mitos y a sus fábulas.A uno le toca estar jodido, y pues, chingarle parece ser la oración favorita del mexicano.  El haz dorado del nuevo sol augura el sufrimiento de su realidad; una que cala en la misma ósea.

Nuestros mitos y fábulas se han convertido en algo verosímil. Si otros sueñan con acariciar flores en Marte, el mexicano construye sus fábulas en torno al lucro, a la ganancia, a la especulación, y a “salir adelante”. Nada lo hace con ayuda. Todo es a través de su capacidad. Elocuencia de tloatani, sangre de guerrero, espíritu quetzal; somos herederos de la gran Tenochtitlán. El mexicano no necesita a sus políticos más que para tener a un enemigo. La sangre del guerrero aún le hierve; ¿contra quién desatar su ira?  ¿No son ellos los causantes de nuestros agravios? Un trago de hiel por la mañana, para que la subordinación laboral -que ha robado de toda individualidad al engranaje social-, no termine por liberar a sus demonios.

Entre la tinta que derramo, me parece necesario precisar: estas letras no eximen al político de su responsabilidad, ni recriminan la naturaleza antropológica del mexicano. Al contrario. Buscan ser un bastión de análisis autocrítico de los mitos y fábulas que a menudo construimos. Todo puede resumirse, me parece, a través de la premisa de Villoro. Pero creo que la inflexión es necesaria si consideramos que el mexicano sufre de realidad, porque precisamente esa realidad no es más que una construcción mitológica (si se me permite el tosco símil). Me explico.

Somos la especie impositiva por excelencia. Desde el alba de nuestras vidas, los dogmas que rigen el crecimiento espiritual, filosófico y físico, son impuestos por agentes externos a nosotros mismos. Así, nuestro yo, nace ajeno. Ya por filiación, ya por gregarismo, no elegimos en qué creer, ni cómo creer. ¿Acaso nuestra percepción de la realidad no se ve sesgada por esas construcciones fabulosas impuestas sobre nosotros? Somos extraños ante las creencias, las axiologías, e inclusive, ante la propia sociedad.

La niñez transcurre entre senderos de luz y obscuridad, y en un entreclaro de luz, se comienza a desarrollar el pensamiento crítico; las mitologías comienzan a cobrar vida. Yo sostengo que es el umbral del idealismo, tan arraigado en el alma como la corteza al roble. Por ello, la percepción que tenemos de la realidad, no siempre presupone que esa realidad sea; dicho de otro modo: no siempre nuestra percepción de la realidad resulta en la esencia del ser, en lo tangible, en lo que verdaderamente es.

Esa realidad que percibimos a través de los sentidos es nebulosa. Y hasta en tanto no seamos capaces de vislumbrar la razón, no podremos construir un aparato social eficiente. Pero de la pluma al acto, existe una brecha que se antoja difícil.

No me atrevo a afirmar con certeza hasta qué edad el sesgo de la percepción ocurre -esa tarea le pertenece a los psicólogos y sociólogos, y no a éste lego-, pero si podría aventurarme a sostener que el lapso al que me refiero sucede, al menos, hasta los dieciocho años de vida. Quizá la biología me dé la razón. Sea como fuere, hasta ese punto, nuestra realidad es, como ya dije, ajena. Le pertenecen a otros: padres, amigos, educadores, tutores, etcétera. (La gama es amplísima y no vale la pena prodigar sobre este punto.)

Por ello, es necesario deconstruir los mitos. Sólo través de este ejercicio de deconstrucción racional, que exige la introspección a los jardines de la mente, logramos adquirir conocimientos propios. Arrancar de tajo las raíces que nos han sembrado. Sólo así nos adquirimos. De lo contrario, no sólo seremos intrusos en nuestro propio jardín: corremos el riesgo de convertir flores en hiedra venenosa.

En mi caso, esa deconstrucción no fue fácil. Como la gran mayoría de los mexicanos, mi hogar albergó el conservadurismo en su máximo esplendor. Padres católicos, ideologías políticas de derecha, educación privada, y bastante literatura religiosa. Era natural que yo sufriera los estragos de vivir en el ático mental de ellos durante mi niñez y adolescencia. Fue gracias a la literatura que, aún con temor, logré el proceso de deconstrucción. ¿Cómo alejarse de una fe bajo la cual arropé incontables noches? De las llamas de la fe no quedan más que brasas, que aún arden, pero no queman. ¿Cómo destruir la mítica figura de la mujer, divina, santa, y diseñada para el hombre, sin quebrantar la esperanza de encontrar en ella nuestra insuficiencia? ¿Cómo alejarse del horizonte del conservadurismo político que ha pintado a la izquierda como el más vil de todos los enemigos? Las trincheras políticas se cavan poco profundas.

Son ejemplos burdos, pero que al efecto funcionan. Porque gracias a esa deconstrucción, mi realidad se ha vuelto mía y no de las Ideas de agentes externos, llámense religiosos, políticos, o sociales. Esa deconstrucción me insta a preferir la legislación de  drogas, pero a vislumbrar que es preferible una crisis de salud pública, que una crisis de inseguridad. (Al menos las epidemias sabemos cómo erradicarlas). Como dije, tan solo son casos prácticos donde la deconstrucción permite apropiarse de la razón. No concedo tampoco que mis posturas sean las moralmente correctas; pero al menos sé que me pertenecen, o lo que es mejor, me pertenezco.

Ese ejercicio es al que insto, porque el mexicano condena sin saber que su realidad es a veces quien condena a otros. No es su culpa. Como explico líneas arriba, nuestras realidades son impuestas. Es nuestro deber ético y moral construir la propia. De lo contario, seguiremos sufriendo esa realidad que discrimina, imposibilita, destruye, cala, y arde. Basta mirar alguno de los incontables casos de discriminación por orientación sexual en las escuelas educativas; la desmesurada opulencia que se observa en las orbes más privilegiadas de la élite mexicana; la doble moral de los iliteratos que condenan la discriminación, pero que la celebran en clubes nocturnos y discotecas. En vano me condenaría si dejo que la pluma siga su curso.

Me he referido a la mente como un jardín. Es verdad. En ese jardín, tan maleable como la rosa, y tan firme y recto como el encino, a menudo germinan semillas contra nuestra voluntad. Y más a menudo aún, en él sembramos mitos y fábulas que debemos deconstruir.

Si los días se nos van en fábulas, ¿qué otra opción nos queda?

Ok’oh’ool: la péndola intemporal

Comparte este artículo:

Para Camila, mi nuevo sol.

Entre la prisa de las manecillas, existen breves momentos donde el Tiempo no es la ficción que aparenta. A la intemperie del pensamiento, el tictac se detiene. Cesa su magia. La péndola de esa realidad intemporal provoca que la Tierra oscile en la misma sintonía. Las nubes se cristalizan para caer frescas y suaves, como hojas otoñales, sobre la superficie árida de la ciudad. El viento aúlla melodías que parecen comulgar besos de otros ayeres.




El haz solar arropa el invierno de los corazones; al tiempo que las partículas del aire se suspenden entre el asfalto y el cielo para purificarse nuevamente. Es en ese (o este) breve momento que surgen las letras despiadadamente desde lo más profundo del alma para alzar una súplica; ok’oh’ool, expresarían idiomáticamente los mayas. Atroces, pretenden aprovechar esa distorsión de la realidad para caer suavemente, aullar melodías, arropar inviernos y purificar, nuevamente, el espíritu humano.

Son despiadadas porque no conocen su destino: la tinta se vierte sin premeditación. (Sospecho que a ningún escritor se le ha revelado el destino de su tinta. Un solo texto no ha sido escrito de tal modo.) Pero no se les recrimina. Su propósito es bondadoso: apelan al corazón humano. Su penumbra se habrá de proyectar como el ocaso. Pese a ello, deberá elevarse, aquél propósito, cómo cántico a la humanidad. Después de todo, entre cánticos elevamos, aún ajenos, plegarias de lo que alguna vez sopló en civilizaciones como vendavales de salvación. Quizá por eso obligan a la pluma a remontarse a una anécdota, tan arcaica como la propia lengua.

Tallada en ficción, vivida en el sueño, y escrita en la vigilia, bastarán los símbolos para aludir al más bello sentimiento. (La estética y la prosa del alma no son elementos técnicos, ni propios, de obras poéticas.) Rememorada surge sin tregua, ya como epopeya, ya como leyenda, la anécdota de Rubén y su travesía con los wixárikas…

Alto, entre los pastizales verdes de la altiplanicie del norte –erróneamente llamada como el Valle de Hauxamanaka–, se elevaba el tímido cuerpo de Rubén. Sin rumbo –como las letras que se vierten– disponía a descubrirse. Su larga trenza caía desde el centro de su cráneo, cuan serpiente emplumada, hasta el pecho, a la altura de su corazón.

En el centro del valle, las montañas abrazaban un latido feroz: la aldea wixarika que guiaba el erudito Chi-nawime, o Color-Pinto, hacía la región sin puertas ni ventanas. Rubén había encontrado la aldea mientras paseaba una mañana por aquél valle.

Sus paseos se habían convertido en la única rutina desde que emigró. Como enigmas preciosos identificaba cada una de las sendas que lo guiaban por las praderas. Sorprendido, reconciliaba su espíritu con la naturaleza en cada paso hecho ante la frescura de los nuevos ojos del amanecer.

Por lo general, sus paseos solían concluir en la cumbre más alta de Hauxamanaka, donde aguardaba breves minutos antes de comenzar el descenso. Pero esos minutos eran quiméricos; una péndola intemporal se apropiaba de él.

En ese tiempo inconstante, un clamor inusitado surgía en lo profundo de su vientre y se elevaba imponente, como aquellas jorobas de la Tierra. Divisaba entonces el panorama y sentía un puñal atravesándole la garganta: se veía a él, atrapado entre dos visiones. Adularía tiempo después que aquella visión fue un breve escape –gracias a la péndola– a un pretérito y un futuro convergiendo asimétricamente; fue quien había sido y quien podría ser.

De un lado del valle, su cuerpo inerte, llorando lágrimas secas a un monumento de papel, entre árboles de cristal. Buitres de seda sobrevolándolo. El aroma putrefacto de la piel y sus coágulos pintados como murales debieron haberlos atraído.

Del otro lado, se miraba danzando desnudo entre una civilización extraña. Sentía el viento en sus yemas; lo podía acariciar. Lo sujetaba. ¿Cuál de aquellas dos visiones sería el presagio de su destino? ¿Qué le indicaba aquél museo del Tiempo? Temía.
Harto ya de aquellas visiones, decidió virar el rumbo de sus paseos, de modo que terminó por descubrir la aldea de Chi-nawime.

El reflejo del alba debió advertirle a Color-Pinto de la llegada de aquél forastero, porque apenas cruzó la frontera, y una comitiva especial lo recibió invitándolo al banquete que el erudito le tenía preparado.

La ficción no era ajena en aquel lugar: águilas púrpuras, alacranes de cristal, mariposas de hierro, culebras de estiércol y quetzales de piedra, adornaban el cuerpo de Color-Pinto. Sentose Rubén en una silla de caoba tallada a mano, frente a una gran piedra de jade que servía de mesa. Los aromas del copal y del incienso rápidamente inundaron su pensamiento de memorias agradables. Sobre la mesa, no había alimento.

Silencio.

En un instante, la péndola de la realidad intemporal se adueñó de las formas en la habitación. Los chirridos de los quetzales de piedra comenzaron a danzar en pentagramas arcaicos. Rubén interrumpió de inmediato.

–Me habéis traído con motivo de banquete, pero no veo un solo bocado sobre la mesa. ¿Qué habremos de comer, respetable Color-Pinto? –preguntó indignado.

–Sal. Ándate por la vereda de Hapaxuki, y decidle a Pezón-de-Fruta que te entregue dos chivos–.

Le dio entonces Color-Pinto un largo cuchillo a Rubén, y prosiguió: –Degolladlos a lo largo de su garganta, volteadlos de cabeza, y dejadlos desangrar. Antes de que suspiren por última vez, deberás arrancar su piel, pues no se debe ultrajar la santidad de su cuerpo seco.




Para ello, habrás de voltearlos de cabeza, y destriparlos, lentamente, comenzando por el corazón, las entrañas acto seguido, para terminar con el estómago y los ojos. Cortadles la cabeza, y entrégasela a Pezón-de-Fruta para purificar y santificar el alimento.

Rubén quedó atónito al escuchar las instrucciones que le demandaba Color-Pinto. Por un lado, lo acechaba la frialdad del erudito, y por el otro, los alaridos del animal, recreados a la perfección. Concilió esta ansiedad con sus pensamientos y arrojó un comentario al aire, sin dirección, como quien desenfunda la espada en defensa propia:

–Me parece que no podré hacerlo, Color-Pinto. Jamás he portado un cuchillo en mi vida, ni he matado animal alguno. No creo ser capaz de tanta violencia.

Color-Pinto enfureció, y entendió Rubén que su nombre iba acorde a los sentimientos que demostraba a través de la pigmentación de su piel. Por algún artífice que desconocía Rubén, el erudito logró aplacar su enojo y en suave tono conciliador agregó:

–¿Cómo has tomado alimento toda tu vida? ¿Habrás plantado vida para recoger sus frutos acaso? ¿Qué pericia te ha alimentado? ¿La agricultura? Y decís que no conoces la violencia, ¿acaso no has mutilado constantemente a tu propio espíritu?
Sentía las preguntadas como estocadas letales. No logró evadirlas.

La ira de Color-Pinto surgió como tormenta en altamar:

–Aseguras no haber matado animal alguno, y sin embargo, has alimentado tu cuerpo de carne animal toda tu vida. Tus manos no conocen la bondad de la tierra fértil, y sin embargo, has comido los frutos de la Madre Tierra. ¡Qué distorsionada moral es la tuya, forastero, al asegurar que no has matado! ¿No eres acaso cómplice de los asesinos sin brazos ni piernas? ¿No eres artífice de la destrucción al financiar las maldades que tanto daño han hecho a la Madre Tierra? Escuchadme bien, Zopilote –pues así lo habían apodado a su llegada al pueblo –: mata dos veces el ser humano que consiente el hecho, porque al consentirlo, se mata a sí mismo. Has, en aras de una comodidad insulsa, financiado los más temibles pecados, las fechorías más ruines, y encima, engañado a tu moral.




El alimento de la carne es reflejo del alimento del espíritu. Así has engañado a tu espíritu –Color-Pinto continuó el resto de su represalia de pie, haciendo ademanes exagerados al hablar–. Traicionas a tu moral, de tal forma que traicionas a tu identidad. Es entendible –concedió–: tu historia te divide. Ha sepultado a tus dioses y te ha impuesto deidades.

Las raíces arrancadas de tajo aún manan sangre entre los minerales de la Tierra. Tu historia es, al final, la historia de dos mundos que no terminan por converger; dividida entre muros. ¡Saltadlas, Zopilote! –Rubén se sobresaltó pues el erudito había elevado considerablemente el volumen de su voz–. ¡Vuela sobre ellos, alto, orgulloso de tu plumaje, como el quetzal!

El Tiempo permite breves minutos donde esa historia de tu pasado se redime en un futuro, que no habrá de ser amargo como tu ayer, pero dulce, como el agave. Abraza tu plumaje, y ¡vuela! Recordad: no toques la cansada tierra por comodidad. No dejes que la culebra de fuego devore tus sentimientos. El ego es mero espejo de la codicia humana, no de su espíritu. ¿No te ha mostrado ya el valle tu realidad? No hay peor infierno que el reconocerse ajeno –sentenció por fin–.

¿Son las letras inconclusas? ¿Lo es el propósito del hombre?

La péndola de la realidad intemporal oscila entre nosotros. Regula el movimiento onírico de nuestro espíritu; de nuestra mente. Permite emular el vuelo del quetzal para reconocer a un espíritu mexicano dividido entre deidades y dioses, entre avaricia y libertad.

Esa dicotomía es ruin: ok’oh’ool es un suplica al corazón, a la identidad, a la autocrítica. A no reconocerse ajenos.

______________________________
– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”

Tlön, Uqbar, Mexis Tertius

Comparte este artículo:

“Los espejos y la cópula son abominables, porque multiplican el número de los hombres.”,

ha recordado Bioy Casares.

I

Las páginas de la narrativa a la que hace referencia el título aún permanecen vírgenes y frescas en mi mente. Como la flor recién cortada, el aroma que desprenden al acariciar su dorso, vuelve a agradar en nostalgias. Sorprende porque debo haber leído no menos de ocho veces la magnífica ficción de “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”. De todas las narrativas de Borges (ficciones y no ficciones), ninguna vive tan joven.

Ya por su complejidad en la que es narrada, ya por el idealismo verosímil, resulta una lectura distinta cada vez que paseo entre los arrabales de sus letras. De ahí que permanezcan vírgenes: cada lectura es una nueva aventura. Mas como sucede en la devota entrega del acto carnal del amor, con cada lectura, el sentido de la obra se exalta, se engrandece y se reinventa.




El relato, como es propio de la estética borgeana, funde con parsimonia géneros literarios para ofrecer una visión metafísica sobre el cosmos (y sus fisuras) a partir de la óptica idealista. La ficción gira en torno al descubrimiento que realizan los personajes –el propio Borges y Bioy Casares, debo advertir– de Uqbar, y el mundo ilusorio de Tlön; producto literario y fantástico de los habitantes de aquella región.

Al haber Casares remembrado una sentencia admirable de uno de sus heresiarcas, leída, según le permite su memoria, en una versión apócrifa de la Encyclopaedia Britannica (titulada “The Anglo-American Cyclopaedia”), deciden indagar más acerca de la extraña nación.

Al agotar la pequeña entrada sobre Uqbar, deciden visitar la Biblioteca Nacional y fatigar atlas, catálogos, anuarios de sociedades geográficas, y memorias de viajeros e historiadores. (El objetivo inevitablemente lo adivinará el lector.) En vano fue su esfuerzo. Salvo el contenido del vigésimo sexto volumen de la Anglo-American Cyclopaedia, no dieron con el menor indicio de Uqbar en otro documento.

Borges decide entonces emprender una odisea: averiguar el misterio que rodea a tan curiosa nación. Su suerte no impera hasta que encuentra un volumen del difunto Herbert Ashe (cuya suerte no relataré porque esta no es su historia, sino la de Tlön y Mictlampa y Uqbar y Mexis Tertius).

El volumen, titulado A First Encyclopedia of Tlön. Vol. XI. Hlaer to Jangr., estaba compuesto por mil y un páginas. La primera, adornada con un papel de seda, contenía estampado un ovalo azul con la inscripción: Orbis Tertius. Conoce el narrador, a través de tales páginas, sobre el ilusorio planeta de Tlön. (Producto de las fábulas fantásticas y literarias de Uqbar).

Un planeta donde la realidad existe sólo en los confines mentales del raciocinio. En Tlön, un absurdo sería hablar de disciplinas que expliquen o interpreten esa realidad. Todas las disciplinas que dominaron sus habitantes partieron de la psicología.

Gracias al Onceno Tomo, se percata Borges que la filosofía, en aquél planeta, es el equivalente a un juego dialectico. Nos dice que “las naciones de ese planeta son –congénitamente– idealistas. Su lenguaje y las derivaciones de su lenguaje –la religión, las letras, la metafísica– presuponen el idealismo”.

 

II

 

Algo similar aconteció cuando tuve frente a mí L’Univers des Aztèques (traducida falazmente al español como El Universo de los Aztecas). Su lomo dorado, con plumaje de quetzal, e impresiones abstractas, cautivaron mis sentidos de inmediato. La primera página, en tinta náhuatl, desprendía cierto aroma a incienso y adelantaba un prefacio siniestro sobre el fin de la humanidad en una región Norte.

Una firma ilegible, y un sol estampado en cenizas, cuyo orbe leía: Mexis Tertius (el lector sagaz ya conoce el rumbo que tomarán las letras), distraían la mirada de las letras; e invitaban a ignorar dicho prefacio. Mi voluntad siguió el cauce.




Tal volumen consta de ciento ochenta y un páginas donde se resume la historia total de una nación a través de sus fábulas y literaturas fantásticas. Contiene el volumen, además: maravillas cartográficas, descripciones someras sobre su astrología y sus magias de adivinación; arte surrealista sobre su cosmología, sus ritos, y los mitos que forjaron a la nación. Por demás parecido a Uqbar, conocí sobre Méjico.

Sus habitantes parten de la premisa que el ser humano se desvive por alcanzar sueños. No quisiera descalificar tal afirmación en estas letras, pero sí precisaré que toda conjetura que emane de aquella aseveración, es debatible.

La literatura mejicana, al igual que en Uqbar, es rica e inigualable. Laberintos, páramos, murmullos, auras, y un largo etcétera, confabulan para dar vida a una de las prosas con mayor fluidez jamás vista.  Desarrollaron, afirmo así, una prosa excelsa que descree de los adjetivos; forzados ciertas veces por la pluma. Jamás por el sentimiento.

Sus ciencias trascienden hacía los astros, y se han descubierto a sí mismos a través de las estrellas. Su arquitectura fusiona un pasado prehispánico en la modernidad compleja del nuevo milenio. Sus montañas, hechas de tezontle, roca volcánica y adobe; con apenas miles de años, se yerguen hasta la luna y el sol. Como colosos en vigilia.

Sin embargo, el Méjico que describe El Universo de los Aztecas parece ser una nación en constante congoja, atrapada por la propia visión de su mundo ilusorio: Mictlampa.

En Méjico, el alba y el ocaso son indiferentes hacía las calamidades de la humanidad y las vicisitudes del destino rara vez conjuran a su favor. Subordinados a un áspero futuro; a los vendavales del Norte; y a la espera de las calumnias ajenas. Subordinados, al fin, a la región alguna vez hermana. (Básteme precisar que colinda con una nación de eruditos y magos). Dimana entonces, naturalmente, la creación de Mictlampa; cuya  existencia, narrada en fábulas fantásticas, es acaso un rudo recuerdo del Tiempo que no ha sido y que habrá de ser.

Los mictlampistas descreen de la opinión general: las masas no pueden decidir de manera certera el rumbo de la colectividad. Las colectividades, después de todo, son abominables porque multiplican el número de opiniones. Por ende, viven en soledad. (Esa idea falaz de que la opinión general suele ser la atinada ha desgarrado poco a poco a la nación mejicana. Tal vez es ello lo que se plasma.) Mas ello no se traduce en una vida infeliz.




Corrijo: no cabe tal adjetivo en Mictlampa porque han prescindido de las aspiraciones. Y de ideales. Consecuencia ha sido que no haya ciencias exactas. Resulta una nimiedad explicar científicamente un hecho. Una perspectiva puede transmutar en ley, mientras que una ley puede transmutar en opinión.

No hay premisas generales, desde luego. No lo es ni la propia realidad. Corrijo nuevamente: no existe la realidad. Al menos no como contraposición de lo fantástico. Su existencia y la conexión con el cosmos, entendida a través de sus dioses, permite que a cada uno le corresponda la suya.

No se desviven por alcanzar sueños (preciso que no son mis letras las que descalifican la afirmación, sino las de Mictlampa y Tlön y Uqbar y Mexis Tertius), puesto que el sueño es la existencia misma.

He dicho que el prefacio aborda el fin de la humanidad. Es cierto: L’Univers des Aztèques contiene la vida de toda una nación. Pero en sus últimas tres páginas, se narra el fin de toda la humanidad. Curiosa como la magia de los talismanes, esas páginas repiten infinitamente un sólo suceso: el triunfo de un heresiarca en la región hermana del norte.

Acaso al cerrar la última página, se me reveló que aquella nación ha existido, no solo en letras, sino en pensamiento, y que al efecto es lo mismo. Tan real como el vuelo del águila en Méjico.

Tlön precisa los límites de la mente humana y los extiende; Mictlampa coarta la imaginación y sucumbe el gregarismo a un telúrico deseo de vivencia….ya agotado.

“¿Auh ye nelli nemohua? Yehuaya” (¿Pero en verdad se vive?), ha sentenciado el erudito.

______________________________

– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”

 

Muerte (Oda a la vida)

Comparte este artículo:

Citlali había perdido por completo la noción del tiempo. Ensimismada, contemplaba la belleza del manto de la noche. Las estrellas alineadas en perfecta simetría parecían reflejar la hermosa cara de su difunto esposo, Akatzin.

En su ensimismamiento, se había olvidado de su labor. Sabía que pronto estaría con él. Ansiaba el momento de su retorno. Una lágrima hizo crepitar la llama de unas de las velas que había colocado sobre la fría piedra. Limpió su mejilla con el antebrazo, y volvió en sí.

Miró el resplandor mágico del palacio de Axayácatl situado a kilómetros de ahí. Continuó preparando las ofrendas para Tezcatlipoca y Mictlantecuhtli: mantas de lana recién cortada, tres corazones de infantes, dos mechones de cabello de virgen, flores de cempasúchil, y copal. El aroma de la vela comenzó a hacer efecto. Su existencia y el sueño comulgaban a la perfección. Un trance quimérico, gracias al dios de las tinieblas. Pronto uniría su corazón (nuevamente) con otro ajeno. Pronto gracias a la Muerte, viviría de nuevo.

El humano es el único ser que presagia su muerte. Las conjeturas racionales lo llevan a situarse constantemente ante el cese inevitable e infinito. Aunque inverosímil, es precisamente a partir de ahí que construye su destino.

Proyectando la penumbra de la Muerte sobre sus acciones, es que consigue darle vida y sentido a su existencia. Esa finitud, al final, es lo que nutre los colores magníficos de su obra.

 




Pudiera parecer una paradoja que sólo a través de la Muerte y de nuestra finitud consigamos vivir, mas no lo es. Sólo en esa yuxtaposición cósmica donde el fin es comienzo, el humano encuentra sosiego. Ahí el sabor a la insulsa existencia. Pero como una complicada regla de una gramática arcaica, no es fácil yuxtaponer vida y muerte.

Constantemente el terror secuestra la cordura de muchos, quienes en zozobra, deciden ignorar de la ecuación lingüística a la Muerte, convirtiendo su vida en un verdadero dédalo. Como un sintagma sin núcleo, poco sentido tienen sus vidas.

En ocasiones, decidimos huirle a la Muerte. La ignoramos. Levantamos letanías religiosas para olvidarnos de ella. Y ciertas veces, se pierde el propio sentido de la vida. Al percibir a la Muerte como un mero fin; un suceso natural en la incorporación del Todo, perdemos el sentido de muestra existencia.

Pero lo que hace a la Muerte aterradora, es que la desconocemos por completo. (Y acaso por ello le huimos: porque existe la posibilidad de que sea un simple fin). No la conocemos; luce ajena, y es imposible descifrarla. Levantamos murallas y erguimos fortalezas inexpugnables para protegernos contra ella; como una nación en pugna.

Esas murallas las levantamos instintivamente: desde que adquirimos el uso de la razón, el éxito del hombre estriba en el conocimiento. Tal es la naturaleza del hombre. Así nos hemos descrito como seres curiosos. En efecto, el deseo de saber, es natural en la humanidad.

 




 

Pero nuestro ego nos ha obligado a convertirnos en seres a los que les resulta una necesidad (o necedad) descifrar el mundo. Sentimos una atracción hacía el saber; de conocer; de sobreponer nuestra voluntad sobre cualquier otra cosa.

Encima de la propia naturaleza, en ocasiones. Creemos que la belleza del saber nos librará de los estigmas de la mortalidad. Enfrentamos así cualquier incógnita y todo fenómeno. Somos seres racionales después de todo.

Otras civilizaciones, al observar el terror profesado hacía la Muerte, optarían por un adjetivo diverso para describirnos. Con toda razón. Hemos domado a las estrellas; visitado a los astros; y transmutado el hierro.

Inclusive, hemos adoptado a la flora y aniquilado la fauna; domesticado a los océanos; sepultado montañas; creado colosos entre las nubes; y aún más, hemos contemplado el abismo de la historia; y ante la Muerte, hemos decidido ignorar tales sucesos. (Como si las leyes naturales y divinas que con tanto esmero hemos descubierto no nos aplicasen. Labores propias de los dioses, desde luego.) Esas civilizaciones ajenas llamarían cobardía vanidosa al hecho. ¿No optamos por preferirnos eternos?

¿Qué hacer ante tal miedo? ¿Cómo yuxtaponer aquellos sustantivos que son comienzo y fin? La respuesta, al parecer, la encontró una civilización en el Valle del Anáhuac, conversando con sus astros.

Los habitantes de aquél valle pregonaban la visita de la oscuridad. Disfrutaban así, una vez al año, el paseo de sus dioses, junto con los muertos (pero no olvidados).

¿Qué hacer entonces ante el terror de la Muerte? No queda más que emular el acto de Tenochtitlán: agradecer a la Muerte, y enfrentarla como un comienzo.

En noviembre, los efímeros segundos de aquél paseo en el gran valle, lucen en cada esquina, aún en la complejidad del México moderno.

 




La piel del mexicano se eriza ante la Muerte porque sabe que no es el fin; que la única manera de perecer, es a través del olvido. Por ello se pinta de colores el Ombligo de la Luna: el mexicano sabe que los Muertos, viven. En sus recuerdos.

En sus corazones. (Tantos sacrificios no han sido en vano.) Saben, por arte de las estrellas –según lo han revelado–, que sólo a través de aquél suceso inevitable, se dota a la vida de sentido. Acaso por ello, el pueblo mexicano, cada noviembre, danza con la muerte.

Morir es, al final, hundirse en sentimiento. Acariciarse por la melancolía de una travesía que se antojaba eterna.

Remembrar lo mundano y añorar las lágrimas. Abrazar un lucero desconocido, disfrazado de dogma.

Porque la Muerte, es una oda a la vida.

______________________________
– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”

Eclipse

Comparte este artículo:

Descubrir el Derecho es quizá el designio más arduo y apasionante del ser humano. Exagerados tal vez los adjetivos, no lo es el señalamiento del Derecho como un hallazgo (y no una construcción). Es necesaria tal precisión porque la velocidad compleja de las conductas humanas, ha llevado a no pocos filósofos a conjeturar que el Derecho es meramente la norma escrita. La voluntad exteriorizada de una autoridad eclesiástica o civil.

La tinta de estas letras difiere en lo absoluto. El hombre no penetra los confines remotos de la imaginación para crear normas jurídicas cuyo propósito sea tutelar derechos inherentes al ser humano, sino que a través de un proceso lógico y razonado, descubre esas normas que iluminarán su conducta social; ya como proposición teleológica, ya como principio filosófico.

El Derecho es, en ambos casos, expresión máxima del raciocinio humano. El idioma de la moral, inclusive. Y como tal, resulta ser aquel sol que alumbra y guía las complejas relaciones sociales en las cuales se ve inmersa, por azar de su gregarismo, la especie humana.

Aquellas letras menguantes en un cuerpo normativo –junto con sus fárragos legislativos–, no son más que un cauce por virtud del cual el Derecho se manifiesta para garantizar valores morales tras ser descubiertos por el hombre. Tan noble es el Derecho. (¿O tan noble es el espíritu del hombre que ha decidido consagrar sus virtudes en leyes para impedir que sus propios demonios lo devoren? Acaso por ello las leyes se tornan utópicas y surrealistas.)

Paradójicamente, en ocasiones, tal cauce se ve mermado y obsoleto para conducir los propios valores morales que el Derecho pretende. Distintos factores, tan diversos y complejos como la propia humanidad, son los causantes. Pecaría de vanidad la pluma que negare tal hecho. El más ruin, no obstante, es la religión. Por ello a las naciones modernas les ha tomado diversos anales de su historia dirimir entre ley divina y moral humana. Anales escritos ciertamente en tinta roja. Anales que han dejado una cicatriz en sus pueblos que aún mana sangre.




Cual guerrero, las naciones han nombrado a su cicatriz. Laicidad, optaron por llamarla. Y en aras de permitir que el cauce continúe conduciendo valores, la han reflejado en sus leyes. Pero tal y como el espejo asoma las debilidades y temores del humano, ciertas veces las normas reflejan la debilidad de las naciones, de modo que terminan por consumir asaz pronto las intenciones benignas que pretenden.

En México, la idiosincrasia religiosa de su pueblo las condena sin tregua por ser maleables. Imperfectas. (¿Qué no lo es por igual la voluntad humana? Tan volátil, tan frágil, es su esencia.)

Mas el imperfecto de las leyes –y quizá también el de la mente– ha sido explotado por la religión desde tiempos inmemorables. Usurpando autoridad moral; apropiando elegías del Tiempo. Es entonces –sospecho–, la inflexión eterna del raciocinio. El Eclipse que ensombrece a la razón.

Esa inflexión es vista de manera clara en la mente conservadora del mexicano. Vestigios de un catolicismo arcaico aún permean su ósea. El miedo a lo inexplicable, a lo agotable, a lo finito, a saber que se navega en un río y no en un mar; es lo que no ha permitido al mexicano progresar en sus conjeturas. Pero es entendible tal razonamiento. La religión permite olvidar que la humanidad es un suceso efímero en el cosmos.




¿Acaso no es bella la vanidad de saberse eterno? ¿Que no es magnífico el bálsamo de la redención dominical? Cierto es que quizá el alma perdurará en un eterno júbilo tras el pasaje terrenal. No se puede obviar, sin embargo, que las liturgias redentoras son ilusorias cuando se centran en valores divinos.

Esas energías teológicas (o teogónicas) pronto asperecen y eclipsan la razón. En el proceso de encontrarse eternos; de humanar la especie acorde a designios sobrenaturales; el sendero se vuelve vereda, y sin el rayo luminoso de un sol, cada vez se es más fácil extraviarse.

Nebulosa se ha tornado la visión del mexicano gracias al Eclipse. Tanto, que lo ha llevado a juicios temerarios, bastante alejados de la compasión humana. No dirime la diferencia entre ley divina y moral humana; no acaricia su cicatriz; ofusca al Derecho con su opinión y se rehúsa a razonarlo; a descubrirlo. Esa conducta es comprobable empíricamente. Verbigracia, suele creer que algún cuerpo normativo va coartar o conceder el Derecho.

Le es imposible observar que el derecho a una opinión no convierte su opinión en Derecho. (Cabe el sustantivo bajo la retórica). Confunde que el Derecho, lejos de ser solo facultades subjetivas o concesiones, es comienzo y fin (si se me permite la antítesis) de la especie humana. Sol puro de razón.




Como el ocaso sin el alba, el derecho no existe sin la obligación. Debe la religión, antes de eclipsar al Derecho, centrarse en evaluar su fin teleológico. Porque de lo contrario, la religión continuará ensombreciendo a la moral, a costa del Derecho.

El mexicano debe entonces acariciar la cicatriz que aún mana sangre, sin sentir vergüenza o temor, y entender que frente a los estigmas religiosos, lo único capaz de redimir al ser humano, es aquél idioma de la moral. Comprender que los estigmas sociales son un artilugio del Eclipse no es una encomienda sencilla.

Mas el mexicano, aun así, debe cuestionar su brillo; evitar su sombra; y ansiar su fin. Solo de esa manera podrá recibir nuevamente el brillo cálido del sol.

Ante la imposición religiosa, sin tregua, la rebeldía jurídica.

En vigilias, la pluma busca agrado al borde del sentimiento. Encuentra lo contrario. Melancolía y decepción vierte en sus líneas. Así, intenta arrullar –sin la esperanza debida–, sus temores bajo el Eclipse.

______________________________
– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”

Las esquinas de la metrópolis

Comparte este artículo:




El aroma de la fragancia con la cual había rociado su cuello impregnó por completo el interior de su automóvil: una mezcla entre abedul seco, jazmín, pachulí, piña, bergamota italiana y manzana francesa. Apenas cerró la puerta delantera, y las partículas de su perfume y el aire que pululaban encerradas, danzaron en armonía hasta amalgamarse a la perfección con el olor que despedían los químicos de su recién fabricado Mercedes-Benz.

Esa mañana, durante su rutinario trayecto, ya por su agudo olfato, el aroma lo embelesó casi como lo hacía la Sinfonía No. 5 de Shostakóvich. La pieza del ruso logró que se olvidara durante breves minutos, del murmullo de la ciudad, del atronador sonido de las bocinas del tráfico, y de una realidad que no le correspondía. La suya lo esperaba allá en el piso treinta y tres de la torre Egnux, emblema arquitectónico de la ciudad.

No fue hasta que sintió el agua descendiendo por su rostro, que condenó su suerte. Los dioses, el destino, y el gobierno, eran los receptores de las ofensas dentro de los confines de su mente. Y con razón: ¿qué no son ellos los culpables de las desdichas humanas? Había sido el sentimiento gélido que caló hasta sus huesos lo que lo obligó a rescindir su humor.

La esperanza con la cual había despertado aquella mañana de asearse bajo la comodidad que ofrece un baño de agua tibia había sido tan efímera como el sueño de la noche. La diminuta habitación que servía para los baños no ayudaba en lo absoluto a su humor: le provocaba una sensación de claustro que se le antojaba sofocante. Además, eran las cinco de la mañana. ¡Ni el propio sol había asomado su rayo luminoso!




Decidido, giró la pequeña llave en contrasentido del reloj para cortar el flujo del agua. Salió de la pequeña habitación, tomó una toalla, aún húmeda, y la restregó sobre su cuerpo. Vio en esa misma habitación la totalidad de su lastimoso patrimonio: un cuarto que apenas resistía el propio peso del techo; una cocina equipada con un horno y una estufa de gas, ferrosa y herrumbrada por el Tiempo; dos colchones sobre el suelo donde reposaban sus hijos, dos en cada uno; y, finalmente, su esposa tirada a un costado del velador de caoba que servía de comedor.

Y aunque no al alcance del ojo humano, observó todo esfumándose, pues la hipoteca de su casa le exprimía hasta el último pensamiento.

Suspiró ante el panorama y enfundó sus problemas en el pequeño maletín que acababa de tomar. No llevaba mucho: un poco de pintura, dos algodoncillos para retocar su rostro, y dos botes de Coca-Cola que ahora contenían gasolina. No podía darse el capricho de perderse en nostálgicos ayeres cuando tenía toda una familia a quien mantener. Se armó de valor y salió de su casa. Debía ganarse la vida.

Ese día, decidió que lo haría en una esquina de la Avenida Cuauhtémoc, justo donde observaría, horas más adelante, un Mercedes-Benz recién fabricado que cautivaría sus anhelos, muertos hace tantos años.

Quizá fue el éxtasis que le producía la magnificencia con la cuál aquel ruso logró expresar un sentimiento nuevo, lo que ocasionó que no se percatara de una extraña criatura de piel azabache que, en la esquina de la Avenida Cuauhtémoc, lanzaba llamas por su boca. Ni de otra aún más extraña que sujetaba objetos invisibles; y que tal bendición, le había costado su voz. Pecaría si le niego al lector aquella posibilidad. Lo cierto es que no era la primera vez que lo hacía, ni sería la última.

En lo personal, me inclino hacia la adversa. Lo condeno -si se me permite tal pronunciamiento-, porque me parece que ignoró aquellas bestias por la embriaguez de su propio ego. Aunque inverosímil, no es sólo su culpa, sino de todo un país.

Fue la sociedad mexicana, quien entre cimientos ajenos, desconocidos, crueles y ruines, irguió las bases de un capitalismo dual, que propició la creación de dos mundos: el México Prominente y el México Desolador. Los habitantes de aquél país han ignorado por completo la existencia de éste. Ya se ha escrito –me parece– que el capitalismo transmuta las más puras intenciones del humano.

El México Prominente goza de una inmaculada fertilidad. Frutos dulces aguardan para quien abona su cosecha con esfuerzo. Recompensa para el arduo trabajo de quien se esmeró a lo largo de toda su vida.

Tal mundo ha logrado borrar por completo el valle de lágrimas. La peregrinación de sus habitantes hacía la cúspide es acaso onírica. Así, no suelen distinguir entre los sucesos fantásticos que les depara el lecho de su alcoba y las vicisitudes que les depara la cotidianidad de sus vidas.

El alba y el ocaso danzan a su merced. Al salir de su hogar, el astro luminoso acaricia su tersa piel. Horas más tardes, el astro lunar se postra firme en la ventana para ser admirado y adorado por quienes le permiten el capricho de la soledad.

Los horizontes no huyen hacía el firmamento; quietos y sigilosos esperan la travesía de sus ciudadanos. La lluvia es aquella melodía suave que arrulla sus sentimientos. La ley es el ático de sus recuerdos infames, y la justicia, entre celosías, se limita a observar sus fechorías.

Es, a grandes rasgos, el sueño prototipo de las ambiciones humanas.

El México Desolador parece no existir en la misma dimensión.

Sus tierras áridas se abrazan a la esperanza del trabajo. Abandonadas a la intemperie de la desdicha, no hay frutos ni cosechas en tal país. Entre nebulosos horizontes, se alcanza a vislumbrar sueños que se abrazan al mármol frio: han nacido muertos. Los habitantes saben que sus aspiraciones son una burla de los dioses.

Sus vidas, una jugarreta de mal gusto del azar. El alba y el ocaso son sólo un presagio de su sufrimiento. Las manecillas del Tiempo no concuerdan con la realidad: amanece y aún persisten las jornadas laborales. Oscurece, y comienza otra más. Confabulan los nostálgicos ayeres en los linderos de sus mentes para revestirlos de desesperanza.

En el México Desolador, la lluvia sórdida es el anuncio de la crónica de la destrucción. La ley se convierte en su verdugo, y la justicia, es solo una prostituta maleada por proxenetas en togas y en curules. ¿Qué les depara el Tiempo a esos habitantes? ¿Ser un párrafo más en los anales de su historia?

Leyendas aseguran que ambos mundos, convergen, por breves momentos, en las esquinas de cualquier metrópoli. Justo ahí donde la penumbra muestra el lado oscuro y egoísta del corazón humano. Y que por tal suerte, algún día, un mundo devorará al otro.

Sospecho entonces, que como el eco de una estrella, alguno de los dos, cesará su existencia, para iluminar al otro.

______________________________
– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”

La máscara de la ficción

Comparte este artículo:

Justo frente a la cama, en una esquina de su alcoba, se yergue un librero de caoba. Por las mañanas, cuando el alba filtra las tenues partículas de luz a través de la débil cortina que protege a la ventana, observa iluminados unas maravillas en cada uno de sus anaqueles.

En el primer anaquel (si se observa de arriba hacia abajo), ve el temor en las murallas de Roma ante Aníbal; y sus elefantes embistiendo a las legiones malditas de Escipión en un continente desconocido. Atestigua el sufrimiento del último Gran Maestre de la Orden del Temple, envuelto en fuego, mientras lanza la maldición que terminó con toda la estirpe del rey de Francia.

Se vuelve cómplice del hidalgo de la Mancha en la lucha entre lo real y lo ideal (esto en una fantástica edición que se acompaña por un volumen complementario; como si no fuesen suficientes las letras románticas que preceden a la lengua cervantina), al enfrentarse a gigantes, ladrones, y enamorarse sin ser correspondido.

Si continua deslizando la mirada, visita aquel pueblo donde los muertos ambulan; donde la tierra es alimento y llueven flores; ahí donde los pergaminos vuelan y se vive –en ciertas ocasiones– más de cien años. Conoce de la osadía de Miguel Strogoff y su travesía por Rusia. Revive la rebeldía de los perros, el asesinato del Esclavo, y la hazaña de un Jaguar en el Colegio Militar Leoncio Prado. Percibe el olor que despiden los libros de la Biblioteca de Babel, el terror de los espejos, y el anacoluto del Tiempo en el Aleph.

Conoce la ingeniosa mente de Guillermo de Baskerville, quien resolvió el terrible crimen en una abadía, pero incendió, en el proceso, una biblioteca entera y la Poética de Aristóteles.

Escucha los ladrillos cayendo sobre lo que sería la girola de la Basílica de Santa María del Mar; muchos de ellos colocados –por cierto– por quien trabajó en la Barcelona del Siglo XIV como palafrenero, estibador, soldado y cambista. Observa a una Reina Duende atormentar a una princesa en el Palacio de Texcoco por las magias de un corazón de jade. Es testigo de la venganza de sangre que derivó de un asedio a una fortaleza solitaria en el médano de Malta.

Acto seguido, levanta esa débil cortina y mira a través de la ventana (no sin antes abrirla para permitir que la frescura y el aroma del rocío permee cada esquina de la habitación) otras tantas maravillas.

Observa la tierra del ombligo de la luna teñida escarlata, donde entre cerros, los crisantemos florecen en vano. La profecía del vuelo del ave que no aterrizó parece haberse cumplido, piensa.

Se percata de lo poco afable que resulta el olvido en la política. Observa una ciudadanía que atraviesa los mundanos pantanos de la indiferencia. Activistas que eligen bandos, portan armas, pero cavan trincheras y en zozobra se esconden. Maestros que exigen, recriminan, azotan; jamás educan.

Escucha voces del pasado a través del eco de cuarenta y tres estudiantes. Nota como la violencia aún permea la ósea del mejicano: ciudades donde no habitan las mujeres; gobiernos que enmudecen la voz de la democracia; pueblos que se alejan de la civilización.

Paisanos que huyen de sus raíces indígenas, y que abrazan el seno materno de culturas extranjeras. Nota un despotismo en la clase política que gobierna distanciado del ciudadano y de la ley; aquel cinismo que diluye el epígrafe de su muerte anunciada.

Entiende que no existen los pobres, sino estadísticas, y que la esclavitud se ha domesticado.

Todo aquello (disculpe el oxímoron) es una realidad quimérica. Son efímeros segundos donde la máscara de la ficción le muestra lo inverosímil que puede mostrarse la realidad, o dicho de otro modo, lo verosímil que resultan ciertas ficciones.

Quizá por ello, a aquel mexicano que observa semejantes maravillas, cada mañana le resulte su país más increíble que las ficciones de su librero…

Se ha convencido: entre los anaqueles de un librero cualquiera, se descubre al espíritu humano, y de tal azar, el de toda una nación. Solo ahí, podrá entonces el espíritu nacional, encontrar sosiego.

______________________________
– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”

De homofobia y otros demonios

Comparte este artículo:

Es curioso el oficio de escribir. Las ideas son ajenas a uno. El escritor no elige sus letras; siquiera el medio, o el género; tan solo elige la tinta. Cual vendaval en pleno invierno, un torrente gélido entra por la ventana del alma y cala hasta los huesos para obligarlo a manifestar la idea que le ha sido revelada.

Ya han dicho otros que es el subconsciente; los cristianos y hebreos le han llamado Espíritu Santo; los poetas, la Musa; al caso es lo mismo, escribe Jorge Luis Borges.

Paradójicamente, resulta uno de los oficios donde existe mayor libertad. Quizá los escritores en realidad sean solo amanuenses oníricos. O quizás todos lo seamos, sin saberlo. En fin, sea lo que fuere, no hay tregua con las letras: exigen la remembranza, y para algunas, es eterna. Espero no lo sean en mi caso. Espero que se conviertan en páginas de arena.

Debo confesar que al no elegir éstas líneas, he intentado adelantarme a los estragos del Tiempo, e intenté eliminarlas de la memoria. Un esfuerzo fútil y deleznable. En realidad, sospecho que a ninguna de mis letras las he elegido, tanto como ellas me han elegido a mí.

Así, suelo sentarme con terror, y con la zozobra de quien se adentra al sueño, muevo el cálamo al escribir, porque sé que de pronto, ahí estarán las magias, el Tiempo, el Infinito. ¿Qué dirán los talismanes? ¿Qué enigmas destaparán?

Esta vez –al menos así lo percibo– no estarán ahí. Mueve el cálamo la decepción. Y con la misma decepción, debo advertirle, lector, que los presentes acápites emanan de arrabales no ajenos a la política, y por tal, deben analizarse desde una perspectiva laica. Estriban entre un deber ser puramente moral –trascienden a la religión. Deben disfrutarse con la mente humana, que, como Spinoza plasma en su Ética, no es más que una parte del intelecto infinito de Dios.

Mueve el cálamo la decepción. Y con la misma decepción, debo advertirle, lector, que los presentes acápites emanan de arrabales no ajenos a la política, y por tal, deben analizarse desde una perspectiva laica.

Las letras tampoco pretenden marcarle una postura al lector. Si la historia y el Tiempo, con sus conjeturas y disyuntivas escarlatas no lo han hecho, menos lo harán estas humildes letras (poco empíricas, por cierto).

Lo que sí pretenden –por menos loable que sea la encomienda– es mostrar ciertos argumentos detrás de la protección a los homosexuales. O mejor dicho, mostrar el absurdo detrás de la homofobia. Uno de los tantos demonios creados por la religión y alimentado por la incomprensión e intolerancia. Porque cuando una religión somete a la racionalidad para propiciar el odio hacía otras personas, se convierte en su propio demonio.

Como ya se ha admitido, las ideas emanan de un vórtice de sentimientos tan ajenos y propios (si es que se permite tal oxímoron). Son ajenos porque no es posible la comprensión de un ser y de su esencia sin compartir al menos, ciertos elementos; pero son propios porque al final, al ser humano –ser gregario por excelencia– le compete el bienestar de todos.

A todas luces, considero que fue bajo tal premisa, que se presentó en México, la iniciativa para erradicar uno de los demonios más arcaicos: la homofobia. La legislación pretende conceder el acceso al matrimonio, y consecuentemente, a la adopción, a todas las parejas homosexuales.

La propuesta despertó al demonio.

A todas luces, considero que fue bajo tal premisa, que se presentó en México, la iniciativa para erradicar uno de los demonios más arcaicos: la homofobia.

Algunos de sus seguidores alzaron la voz por la atrocidad que se cometería. Un insulto al orden natural y biológico; el epitafio de la familia, seguro sería aquella reforma. Tantos otros, callaron y solo arguyeron problemas semánticos. ¿Cómo llamarle matrimonio a una unión donde no figura la madre? (Habrá que preguntarles a aquellas personas qué opinan del patrimonio de las mujeres).

Acaso por orgullo, acaso por religión, resulta atroz el fárrago de oposición a la homosexualidad. De ahí la melancolía de estas letras. Porque cada vez comprendo menos el mundo, o cada vez, desconozco más al espíritu humano. Al efecto, es igual.

El cántico de la criatura consta de tres líneas (o argumentos si se prefiere): (i) atenta contra la naturaleza, dos especies del mismo sexo no pueden procrear; (ii) atenta contra el orden social, pues en la familia debe haber tanto figura paterna como materna; y (iii) en caso de adopción, sería magno el daño ocasionado al infante.

El matrimonio es una institución del Estado, siempre fue, y siempre lo será. Es, por ende, una institución social, y no religiosa, y como tal debe abordarse; aun y con los tintes religiosos que ha tomado desde la conquista cristiana (al menos en occidente). La homofobia, por el otro lado, sí que es una creación de la religión.

Por ende, analícese como tal el absurdo en su conjunto.

El matrimonio es una institución del Estado, siempre fue, y siempre lo será. Es, por ende, una institución social, y no religiosa, y como tal debe abordarse; aun y con los tintes religiosos que ha tomado desde la conquista cristiana (al menos en occidente).

La primera línea del cántico –sobre la naturaleza biológica– resulta falaz. Que se presente en la naturaleza no convierte a un argumento en verdadero. El ser humano, desde que adquiere uso de la razón, va en contra de la naturaleza. Quizá sea de las especies que con mayor frecuencia distorsiona a la naturaleza. Diseña extensiones de sus brazos; de su vista; de sus piernas.

Por igual, edifica en cimientos sólidos para protegerse de los caprichos del clima. La única naturaleza intrínseca del hombre, irrefutable por verdadera, es su naturaleza gregaria.

Sobre el segundo argumento, hay quienes afirman que la familia debe ser un padre y una madre, ya que dos padres o madres indudablemente criarán hijos homosexuales. Así elevan el cántico múltiples organizaciones, sin cuestionarse con simple lógica: ¿qué hay de las familias heterosexuales que “criaron” hijos homosexuales?

…hay quienes afirman que la familia debe ser un padre y una madre, ya que dos padres o madres indudablemente criarán hijos homosexuales. Así elevan el cántico múltiples organizaciones, sin cuestionarse con simple lógica: ¿qué hay de las familias heterosexuales que “criaron” hijos homosexuales?

Sobre la tercera arma del demonio, poco conocen éstas letras el tema. Por el otro lado, vaya que han estado familiarizadas con el amor. Sentimiento y fuerza motora del ser humano. Por tal, habrá que cuestionarse: ¿qué tanto daño podría ocasionar que dos personas amen a su hijo más que a su propia vida? ¿Qué estragos ocasionará que dos compañeros de vida eduquen a una persona a amar incondicionalmente? ¿Qué grado de asolamiento causará en la sociedad ver tantas familias homoparentales?

No más que el causado por la homofobia…y otros demonios. Las manecillas del Tiempo y la historia quizá terminarán por condenar a las familias homoparentales en sus anales. Quizá triunfe el demonio.

Quizá tendrán razón quienes afirman que sería un error aceptar la adopción entre parejas del mismo sexo. De ser el caso, nos equivocaríamos amando.

Y eso, por sí solo, lo vale.

______________________________
– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”