Enrique Dussel suele decir que los sistemas democráticos parten de un principio de realismo político: en países con 120 millones de personas o ciudades de 5 millones de habitantes, es irreal creer que todas las personas pueden estar todo el tiempo en todos los asuntos. De ahí que el mecanismo de la democracia representativa sea racional, pues no hay que olvidar que en una República, la soberanía reside en el pueblo, y por tanto éste elige a sus gobernantes. Así, cada proceso electoral no es solo nuestro sagrado derecho democrático, sino que debiera ser un momento de persuasión basada en ideas que siempre tendrán como lugar común la promesa de construir un mejor futuro colectivo, nadie hace campaña predicando el apocalipsis.
Es lugar común entre la clase política y asesores en materia electoral considerar que las elecciones se tratan más de emoción y sentimiento que de ideas y razonamiento. Esta aseveración tiene algo de cierta en el sentido de que se construyen narrativas que pretenden ser inspiradoras (o destructoras, cuando viene la guerra sucia) y no suelen debatirse los temas a profundidad en todos los públicos. A esto hay que sumar el fenómeno de espectacularización de la política, cuyo epicentro ha sido EEUU y ha influido en cómo se entienden las elecciones en las democracias contemporáneas. Imagen sobre sustancia, escándalo sobre propuesta, grito sobre reflexión. No es casualidad que una estrella de Reality TV sea el actual presidente de ese país.
Sin embargo, un fenómeno particular preocupa: la política del coraje y la bravuconería. Apelar al coraje es peligroso, pues hay una delgada línea entre el enojo y despertar sentimientos de odio, que, hay que decirlo, tienen raíces históricas que aguardaron largo tiempo bajo tierra el momento de volver a brotar en contextos como el norteamericano, el británico y el francés.
En el caso mexicano el tema racial no es la raíz del coraje (aunque se ejerce un silencioso y lacerante racismo, pero será tema de otra entrega), sino la indignación ante la rampante corrupción de la clase política, que acumula casos terribles a todos los niveles. Esto en principio pareciese positivo, sin embargo, cuando no hay más sentimiento que el enojo, el espacio para la reflexión se reduce al mínimo. Entramos entonces en una suerte de política del hígado, donde pareciera que el más bravucón (rayando en lo violento) es quien se lleva la atención y las palmas del gran público.
Esto lo había advertido ya hace algunos meses con lucidez Jesús Silva-Herzog Márquez, quien llamaba a tener precaución ante este fenómeno, pues el miedo y el enojo llevan a tomar decisiones de las que podemos arrepentirnos, o peor, conducen a permitir decisiones y excesos que en otras circunstancias hubiese sido inadmisibles.
La bravuconería y la pirotecnia le dan sabor al caldo electoral, pero también conducen a nublar el juicio y acabar dando un balazo en el pie de la democracia. (PD. Este espacio estará fuera del aire por algunos días a partir del 7 de septiembre, pero pronto regresará para atormentar a las buenas conciencias).