En el 2008 con la llamada “Guerra Contra el Narco”, la cual es un ejemplo obligado de la falta absoluta de evidencia científica en una estrategia pública, y simplemente estuvo centrada en capturar (o intentar) a grandes capos del crimen organizado, sin embargo, esto tuvo como resultado una fragmentación de las células criminales, lo que generó mayor violencia debido a la confrontación por el control de plazas entre diversos grupos del crimen organizado, diversificación de delitos violentos y nuevas formas para evitar ser controlados. ¿Cuál fue una de las grandes lecciones de esa tragedia? En primer término, que un fenómeno tan complejo como es la violencia (y la corrupción) no puede ser combatido con estrategias reactivas que reducen el problemas a simples afirmaciones, sino que toda política púbica debe atender las causas y aristas que perpetúan su crecimiento o proliferación. En segundo término, una estrategia contra el crimen organizado y la violencia tiene que ser integral.
Las organizaciones criminales sobreviven y crecen gracias a los flujos de recursos financieros, políticos y empresariales que generan, mismos que crean grandes redes, tanto nacionales como internacionales, en los cuales convergen diversos tipos de delitos. A lo anterior se le denomina “redes de macrocriminalidad”, y estas tienen diversos elementos como “la cantidad de sujetos que cometen el delito, cantidad de víctimas, diversidad de móviles, multiplicidad de conductas punibles que generan una cadena de delitos y extensión territorial de los delitos cometidos, que pueden traspasar dos o más entidades federativas en un Estado, o dos más Estados” (Vázquez V. Luis Daniel, 2019, p. 56). Y en esto radica un punto central: no se puede pensar que eliminando a las cabezas se termina este tipo de problemas, y todos los esfuerzos deben estar centrados en la eliminación de las redes de macrocriminalidad que son el principal andamiaje, tanto de la violencia por el crimen organizado cómo de la corrupción. El caso Lozoya nos deja ver una alta probabilidad de cometer el mismo error que en el 2008.
La corrupción ha sido, y aún es, uno de los grandes problemas de nuestro país. Esto no es nada nuevo, y han pasado diversas administraciones y promesas y reformas y detenciones, pero la corrupción continúa en índices alarmantes, escándalos públicos y ciudadanía secuestrada bajo un fenómeno complejo y sumamente arraigado en las instituciones de nuestro país. De acuerdo con el Índice de Percepción de la Corrupción, México se encuentra en la posición 138 de 180 países evaluados y el Índice de Capacidad de Combate a la Corrupción 2019, nos sitúa en el lugar 6 de 8 países evaluados en America Latina. Esto nos deja ver, a grandes rasgos, la dimensión de este fenómeno que tiene diversos factores de origen. La organización Transparencia Internacional define corrupción como “el abuso del poder público para beneficio privado”, y esto es importante porque las estrategias y políticas públicas deben atender sus orígenes y fines.
La corrupción en México persiste debido a que no sólo se trata de funcionarios corruptos sino de redes complejas que han permitido y protegen a este tipo de funcionarios. El caso de Emilio Lozoya puede ser una oportunidad para desmantelar este tipo de redes, ya que desde el inicio de esta administración, todo indicaba con la detención de Rosario Robles, por la triangulación de recursos públicos en universidades para la contratación de empresas inexistentes (fantasmas), que López Obrador estaba cometiendo el mismo error de no entender lo que sus antecesores nunca entendieron (o no quisieron entender).
Lozoya puede ser una herramienta importante para establecer nuevas formas de investigación y litigación de casos de corrupción; como bien escribió Edgardo Buscaglia en su libro Vacíos del Poder en México que un “catalizador para que un tsunami de causas ligadas a la corrupción político-administrativa empiece a fluir a través de procesamientos judiciales en México es una ley o programa especializado de protección de testigos y denunciantes para casos de corrupción (2015, p. 119). Esto sería ideal para aquellos que están dentro de estas redes que debido a la influencia de estos poderes fácticos puedan denunciar y ayudar a construir casos que las autoridades pueden llevar ante la justicia. Sin embargo, esto no es todo.
Es imperativo combatir estes redes proceder a desmantelarlas, pero es igual de fundamental que una vez detectadas las formas de operación ilícita, se proceda a reformas o reformulaciones institucionales para evitar que vuelvan a suceder. Si bien ahora contamos con una política nacional anticorrupción, esta debe estar orientada en esta evidencia. Así como es importante perseguir los delitos en materia de corrupción que se comenten, desmandarlas las redes y generar mecanismos para la prevención, es muy importante incluir en la discusión a la impunidad, la cual genera un ciclo de repetición de conductas ilegales. Es equívoco combatir la corrupción sin combatir de igual manera la impunidad. Tenemos que reconocer la existencia de “redes macrocriminales que usualmente operar desde el interior de instituciones públicas y privadas de varios Estados” (Salcedo-Albarán y Garay-Salamnaca, 2016, p. 175) y este caso en cuestión puede convertirse en el punto de inflexión para tener una verdadera estrategia de combate a la corrupción. Ahora la carga se encuentra en la Fiscalía General de la República y es una prueba de la cual estaremos atentos. Ahora o nunca entendemos que estamos ante una oportunidad o el mismo error de siempre.