Descubrir el Derecho es quizá el designio más arduo y apasionante del ser humano. Exagerados tal vez los adjetivos, no lo es el señalamiento del Derecho como un hallazgo (y no una construcción). Es necesaria tal precisión porque la velocidad compleja de las conductas humanas, ha llevado a no pocos filósofos a conjeturar que el Derecho es meramente la norma escrita. La voluntad exteriorizada de una autoridad eclesiástica o civil.
La tinta de estas letras difiere en lo absoluto. El hombre no penetra los confines remotos de la imaginación para crear normas jurídicas cuyo propósito sea tutelar derechos inherentes al ser humano, sino que a través de un proceso lógico y razonado, descubre esas normas que iluminarán su conducta social; ya como proposición teleológica, ya como principio filosófico.
El Derecho es, en ambos casos, expresión máxima del raciocinio humano. El idioma de la moral, inclusive. Y como tal, resulta ser aquel sol que alumbra y guía las complejas relaciones sociales en las cuales se ve inmersa, por azar de su gregarismo, la especie humana.
Aquellas letras menguantes en un cuerpo normativo –junto con sus fárragos legislativos–, no son más que un cauce por virtud del cual el Derecho se manifiesta para garantizar valores morales tras ser descubiertos por el hombre. Tan noble es el Derecho. (¿O tan noble es el espíritu del hombre que ha decidido consagrar sus virtudes en leyes para impedir que sus propios demonios lo devoren? Acaso por ello las leyes se tornan utópicas y surrealistas.)
Paradójicamente, en ocasiones, tal cauce se ve mermado y obsoleto para conducir los propios valores morales que el Derecho pretende. Distintos factores, tan diversos y complejos como la propia humanidad, son los causantes. Pecaría de vanidad la pluma que negare tal hecho. El más ruin, no obstante, es la religión. Por ello a las naciones modernas les ha tomado diversos anales de su historia dirimir entre ley divina y moral humana. Anales escritos ciertamente en tinta roja. Anales que han dejado una cicatriz en sus pueblos que aún mana sangre.
Cual guerrero, las naciones han nombrado a su cicatriz. Laicidad, optaron por llamarla. Y en aras de permitir que el cauce continúe conduciendo valores, la han reflejado en sus leyes. Pero tal y como el espejo asoma las debilidades y temores del humano, ciertas veces las normas reflejan la debilidad de las naciones, de modo que terminan por consumir asaz pronto las intenciones benignas que pretenden.
En México, la idiosincrasia religiosa de su pueblo las condena sin tregua por ser maleables. Imperfectas. (¿Qué no lo es por igual la voluntad humana? Tan volátil, tan frágil, es su esencia.)
Mas el imperfecto de las leyes –y quizá también el de la mente– ha sido explotado por la religión desde tiempos inmemorables. Usurpando autoridad moral; apropiando elegías del Tiempo. Es entonces –sospecho–, la inflexión eterna del raciocinio. El Eclipse que ensombrece a la razón.
Esa inflexión es vista de manera clara en la mente conservadora del mexicano. Vestigios de un catolicismo arcaico aún permean su ósea. El miedo a lo inexplicable, a lo agotable, a lo finito, a saber que se navega en un río y no en un mar; es lo que no ha permitido al mexicano progresar en sus conjeturas. Pero es entendible tal razonamiento. La religión permite olvidar que la humanidad es un suceso efímero en el cosmos.
¿Acaso no es bella la vanidad de saberse eterno? ¿Que no es magnífico el bálsamo de la redención dominical? Cierto es que quizá el alma perdurará en un eterno júbilo tras el pasaje terrenal. No se puede obviar, sin embargo, que las liturgias redentoras son ilusorias cuando se centran en valores divinos.
Esas energías teológicas (o teogónicas) pronto asperecen y eclipsan la razón. En el proceso de encontrarse eternos; de humanar la especie acorde a designios sobrenaturales; el sendero se vuelve vereda, y sin el rayo luminoso de un sol, cada vez se es más fácil extraviarse.
Nebulosa se ha tornado la visión del mexicano gracias al Eclipse. Tanto, que lo ha llevado a juicios temerarios, bastante alejados de la compasión humana. No dirime la diferencia entre ley divina y moral humana; no acaricia su cicatriz; ofusca al Derecho con su opinión y se rehúsa a razonarlo; a descubrirlo. Esa conducta es comprobable empíricamente. Verbigracia, suele creer que algún cuerpo normativo va coartar o conceder el Derecho.
Le es imposible observar que el derecho a una opinión no convierte su opinión en Derecho. (Cabe el sustantivo bajo la retórica). Confunde que el Derecho, lejos de ser solo facultades subjetivas o concesiones, es comienzo y fin (si se me permite la antítesis) de la especie humana. Sol puro de razón.
Como el ocaso sin el alba, el derecho no existe sin la obligación. Debe la religión, antes de eclipsar al Derecho, centrarse en evaluar su fin teleológico. Porque de lo contrario, la religión continuará ensombreciendo a la moral, a costa del Derecho.
El mexicano debe entonces acariciar la cicatriz que aún mana sangre, sin sentir vergüenza o temor, y entender que frente a los estigmas religiosos, lo único capaz de redimir al ser humano, es aquél idioma de la moral. Comprender que los estigmas sociales son un artilugio del Eclipse no es una encomienda sencilla.
Mas el mexicano, aun así, debe cuestionar su brillo; evitar su sombra; y ansiar su fin. Solo de esa manera podrá recibir nuevamente el brillo cálido del sol.
Ante la imposición religiosa, sin tregua, la rebeldía jurídica.
En vigilias, la pluma busca agrado al borde del sentimiento. Encuentra lo contrario. Melancolía y decepción vierte en sus líneas. Así, intenta arrullar –sin la esperanza debida–, sus temores bajo el Eclipse.
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