(Un intento de) Aproximaciones a la Violencia Estructural en Colombia

Comparte este artículo:

Los sucesos de los últimos días han vuelto a poner a la violencia en el foco de atención del pueblo colombiano. Hablar de ella es hablar de nuestra historia, pues somos el resultado de 200 años de sangre y enfrentamientos entre centralistas y federalistas; liberales y conservadores; izquierda y derecha. Quizás los nombres cambien, pero la ecuación y resultado siguen siendo los mismos. 

Somos un pueblo construido a base de odio y rencores, desayunando discursos de odio y cenando masacres y atentados. Aquí de La Violencia – con mayúscula y en presente, porque su reinado no ha concluido – nadie se ha salvado. A nuestros abuelos les mandaban coronas fúnebres a sus domicilios como amenaza por vestir el azul o el rojo; nuestros padres aguantaron los humos de los bombardeos al edificio del DAS,  la Toma del Palacio de Justicia, del 203 de Avianca; cargaron con la impotencia de la muerte de Rodrigo Lara, Guillermo Cano, Jaime Ramírez, Luis Carlos Galán y cientos de hombres y mujeres más. Ahora parece que nos toca a nosotros lidiar con la desigualdad, la pobreza extrema, la negligencia y la corrupción desmesurada, todo mientras intentamos no perdernos en este espiral de polarización y otredad, intentando construir un camino propio en medio de este laberinto de ideologías postizas y argumentos de paja.

Es muy fácil decir cosas como “rechazo a la violencia, venga de donde venga”, “la violencia sólo conduce a más violencia”, “con violencia no se llega a nada”. No es que esté en desacuerdo con lo anterior, todo lo contrario, pero creo que es necesario examinar nuestra historia para poder hacer juicios de valor acertados en el presente. ¿Qué puede esperarse de una sociedad que viene marchando en la dirección de las armas desde hace más de 200 años?, ¿cómo podemos esperar otra reacción que no sea el conflicto si nosotros mismos hemos desgastado cada oportunidad que se nos presenta para acabarlo? Tiene algo de hipocresía eso de alzar la bandera blanca con orgullo y pasión en estos momentos, salir a marchar con ropa blanca a clamar con urgencia el cese al fuego, cuando hace cinco años le dijimos que no a la paz a la cara. 

Es muy fácil juzgar al policía o al militar por apuntar con su arma a la cara del pueblo, cuando en verdad es que, para la gran mayoría, una carrera en las fuerzas armadas o en la policía significa una salida a la historia de hambre y pobreza que ha perpetuado en su familia. Y una renuncia o muestra de desobediencia al superior significa el volver a esta. Igual de fácil es para los demás arremeter contra él o la que protesta, tachándolos de criminales, guerrilleros e insensatos por salir a marchar en medio de una pandemia, cuando para un gran porcentaje de estas personas, la muerte por un virus no es sino una causa más que agregar a la lista que encabezan el hambre, la pobreza y las otras enfermedades por falta de acceso al sistema de salud o a los servicios básicos. 

Lo cierto es que, gústenos o no, por nuestras venas corre la memoria de la violencia. La estructura del Estado se funda en la práctica de la fuerza y el ímpetu. Los líderes políticos infunden mensajes de rencor y odio en sus discursos y se atacan en redes sociales, como si cada trino fuera un disparo. En el Congreso reina la práctica de “quien habla más fuerte es quien tiene la razón”; se resuelven los debates a gritos, incluso bajándose los pantalones. Se duermen nuestros supuestos representantes o juegan en sus celulares mientras que afuera, la tasa de desempleo se hace cada vez más grande. Indudablemente, sería erróneo encasillar a todos los congresistas en este supuesto, al igual que decir que todos los policías son asesinos o todos los marchantes son vándalos cuyo único deseo es ver a Colombia sumirse en la anarquía. Por otro lado, los políticos que más influencia tienen en este país son un expresidente con delirios de mesías y acusaciones de corrupción y narcotráfico, y un supuesto defensor del pueblo que se atribuye toda causa social que se presenta, infunde mensajes de odio y cuyas políticas han sido tildadas de “patriarcales” por todas las mujeres con las que alguna vez ha trabajado en su partido, el cual se autodenomina como “humano”. Ambos personajes, que a simple vista podrían pasar por mutuamente excluyentes, se intersecan en la propagación de la polarización y el rencor al prójimo. 

Siento la imperativa necesidad de hacer énfasis en la violencia estructural de las institucionales del Estado. He oído y leído un sinfín de comentarios por parte de amistades o desconocidos en los cuales se autoproclaman defensores de las instituciones y del Estado de Derecho. Hasta ahí no encuentro ninguna falla argumentativa. Mi problema – y el problema en la lógica – es que estos “institucionalistas” defiendan a capa y espada las acciones cometidas por la policía o los militares, no sólo en los últimos 6 días de protestas, pero desde hace años. Tenemos que reconocer que existe un problema a nivel institucional dentro de nuestras fuerzas armadas. Las manzanas podridas son tantas que a mucha gente le es difícil rescatar las frescas. Se les paran los pelos de punta por el atroz ataque al CAI con policías dentro (y lo condeno totalmente), pero me gustaría saber si estas mismas personas pegaron un grito en el cielo cuando se incendió en Soacha, el 4 de septiembre del año pasado, una estación de policía con ocho jóvenes dentro. Aquí el problema, además de la violencia física, es la negación de ella, o más bien, su condena selectiva. Incluso el hecho de existan personas que celebren la quema de una estación de policía es prueba suficiente del problema estructural de violencia en el país.

Mis opiniones del paro y las movilizaciones me las guardo, porque siendo sincera, todavía no termino de construirlas.  Pero algo que tengo muy claro y que espero haber expuesto con franqueza en estas líneas es que, si bien los acontecimientos presentados en Colombia en estos últimos días son totalmente lamentables y entristecedores, no deberían de caernos por sorpresa. ¿Cómo esperamos que protesten las masas si lo único que se les enseña es el lenguaje de las armas y el puñal?, ¿cómo se esperaban que respondiera el Estado además de como lo ha venido haciendo desde mediados del siglo pasado? Soy defensora absoluta de la cultura de la paz, pero también soy realista. A Colombia nunca se le podrá cambiar si no empezamos por mirar atrás y reconocer los patrones violentos que han marcado las acciones del presente. 

El Estado que no responde y la sociedad que no ve

Comparte este artículo:

Juan Manuel Montaño, 15 años. Jair Andrés Cortez, 14 años. Jean Paul Perlaza, 15 años. Leyder Cárdenas, 15 años. Álvaro José Caicedo, 14 años; sus cuerpos, llenos de golpes, con rayones en los brazos, heridas de arma blanca en el cuello y tiros de gracia en la cabeza, fueron encontrados en un cañaduzal a las 6:34 p.m. del martes 11 de agosto, en el sur de Cali. Cuatro días después, nueve jóvenes son asesinados a tiros en Nariño, al sur del país. 

Ser colombiano significa estar acostumbrado a oír este tipo de noticias, y si bien estos crímenes lograron sacudir a todo el país, lo cierto es que sólo son la punta de un iceberg que ha venido creciendo estos últimos años y que ha logrado solidificarse a causa de la crisis derivada del coronavirus. Departamentos como Cauca y Nariño se han convertido en algunas de las zonas más golpeadas por grupos paramilitares y disidencias de las FARC, los cuales se disputan las rutas de narcotráfico e incluso han logrado imponer normas estrictas a la población. Al mismo tiempo, estos departamentos cuentan con los niveles más altos en cuanto a presencia del ejército colombiano se refiere, lo cual nos hace preguntarnos; ¿dónde estaba el ejército y la policía cuando mataron a los cinco de Cali y los nueve de Nariño?, ¿dónde están las autoridades cuando los grupos paramilitares se han hecho con el control de las poblaciones del Cauca y Nariño? La firma de los acuerdos en 2016 prometía no sólo ponerle fin al conflicto armado más largo de la historia, sino también mejorar la vida de todos los colombianos, y, sin embargo, según la Oficina del Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos, en Colombia, el año 2019 volvió a presentar la cifra más alta de masacres desde 2014.

Lo cierto es que en Colombia no hay paz, y me atrevería a decir que nunca la hubo. Y no estoy diciendo que las negociaciones no hayan servido de nada, o que este en desacuerdo con el proceso, todo lo contrario, siempre fui partidaria de este, pero lo cierto es que es muy difícil hablar de paz en un país donde noticias como esta se han vuelto temas de conversación diaria, hasta llegar al punto de causar indignación (temporal), más no sorpresa. El gobierno colombiano le ha fallado al pueblo en implementar los acuerdos de paz, y no apunto sólo al Ejecutivo, si no a las autoridades de cada departamento y ciudad en donde la violencia no ha hecho sino crecer en los últimos años, azotando más que nada a las comunidades afro e indígenas, en donde se amanece todos los días con una noticia como la de Llano Verde. 

Seamos honestos, lo más probable es que ni a usted ni a mi nos haya tocado vivir el conflicto armado y la violencia de manera directa, o al menos no tan directa como en Llano Verde o en muchas otras comunidades del país. Nosotros no tuvimos que huir de nuestras casas por la amenaza de grupos paramilitares o al margen de la ley, a nosotros nunca nos pusieron una pistola en la cabeza para que sembráramos coca o cualquier otro cultivo ilícito; nosotros nos indignamos leyendo este tipo de noticias en los periódicos o viéndolas en los noticieros, pero no las hemos vivido en carne propia, y, sin embargo, somos quienes tomamos las decisiones por aquellos que sí las han vivido, y las siguen viviendo todos los días.

Lo que tenemos aquí, en primera instancia, es un problema en las instituciones del país; dejemos de hablar de una manzana podrida, cuando todos sabemos que el campo esta contaminado. ¿Cómo es posible que la principal teoría del asesinato de los cinco de Llano Verde sea que fue la policía quién cometió el asesinato? El otro problema, y no menos grave que el de instituciones, es nuestra indiferencia ante la violencia y la muerte de jóvenes, de líderes sociales, de mujeres, de colombianos. Así como nos duele una orden de detención preventiva de un expresidente, así como salimos en caravanas a mostrar nuestro desacuerdo con la decisión de la Corte Suprema de Justicia contra una persona que tiene todas los recursos a su merced para defenderse, salgamos pues, a mostrarnos inconformes por aquellos que no pueden tener un proceso justo, que ni pueden alzar la voz, o peor, que la alzan y son ignorados, o silenciados a la fuerza. 

Y si, tal vez a nuestros padres sí les tocó vivir mucho más de frente el conflicto, y tal vez nos hemos sentido inseguros en nuestras propias ciudades, y tal vez sentimos miedo cuando vamos en un carro y pasa una moto al lado, o cuando salimos en la noche, eso no lo niego, aquí no se trata de menospreciar las tragedias de nadie, si no de protestar por todas, de verlas a todas por igual, porque todas nos deberían doler por igual. Dueles, Colombia. Dueles por tus muertos, por tus instituciones podridas, por tu justicia ciega y autoridades sin autoridad. Pero dueles más por tu indiferencia.