Si un año antes de la elección presidencial 2016 de Estados Unidos alguien hubiera dicho con seguridad que Trump resultaría victorioso, y que la principal polémica a su alrededor sería la intromisión rusa en el proceso, hubiese sido muy difícil de creer. Bien se dice que la realidad suele superar a la ficción, pero vaya maneras que a veces tiene la realidad de superarse a sí misma.
La paradoja resulta por demás difícil de digerir: el que fuera el enemigo mortal de la guerra fría resultó probable aliado de un conservador nacionalista y movió los cimientos de la supuestamente estable democracia norteamericana. Bien decía Marx que todo lo sólido se desvanece en el aire.
Versiones han ido y venido, pedazos del rompecabezas que van siendo develados de a poco, esbozando la probable estrategia que siguió el Kremlin para generar influencia en la elección norteamericana. Cambian las herramientas, avanzan las tecnologías, pero ciertos principios inquebrantables de los juegos de poder permanecen: la manipulación de las pasiones y sembrar división fueron dos de los que fuerzas ligadas a los círculos de poder rusos habrían echado mano.
El New York Times recién publicó un artículo titulado “Cómo Rusia cultivó la ira norteamericana para transformar la política de Estados Unidos”, donde analizan parte del modus operandi que se dio primordialmente a través de las redes sociales. La parte fundamental es el punto de partida: aprovechar la ira existente -y creciente- para alimentar la división de los norteamericanos. Lo impresionante es que quienes hayan estado detrás de la misteriosa campaña no tuvieron que inventar nada, sino seleccionar (con notable habilidad de curaduría) los materiales adecuados, mismos que ya existían en las redes ¿el truco? seleccionar el momento y los públicos ante quienes se promocionaban ciertos contenidos ¿la herramienta? Facebook y Twitter.
Así, videos de brutalidad policiaca o una farsa de supuestos hombres árabes cobrando cheques de ayuda social para múltiples esposas, eran promocionados mediante pautas pagadas en las redes. Lo interesante es que la estrategia incluía curar videos y contenidos para apelar al coraje tanto de liberales como de conservadores, aprovechándose de uno de los principales males de la era de la informática masiva: la desinformación.
La nota cita a Jonathan Albright, director del Tow Center for Digital Journalism de la Universidad de Columbia, que da una peculiar definición del fenómeno: “Esto es hacking cultural. Están usando sistemas que ya establecidos por estas plataformas para aumentar el interés. Están alimentando la indignación, y es fácil hacerlo, porque la indignación y la emoción es cómo la gente comparte”. La sofisticación del trabajo no radica en la tecnología, sino en la adaptación de la contra-inteligencia y la propaganda a nuevas circunstancias.
Así, enardecer y alimentar la furia de norteamericanos conservadores que guardan prejuicios contra las personas árabes, o personas afroamericanas a quienes les duele profundamente la violencia policiaca, se volvió parte de un mismo fin: sembrar discordia. La pugna entre conservadores y liberales (ambos con su muy particular visión desde ópticas norteamericanas) no es algo nuevo en ese país, pero el nivel de división e incluso odio han sorprendido a propios y extraños.
Una división que se nutre particularmente de la ignorancia y desinformación. Una dura lección que haríamos bien en aprender cuando estamos a punto de entrar de lleno a una elección presidencial de circunstancias inéditas en México.