Es curioso el oficio de escribir. Las ideas son ajenas a uno. El escritor no elige sus letras; siquiera el medio, o el género; tan solo elige la tinta. Cual vendaval en pleno invierno, un torrente gélido entra por la ventana del alma y cala hasta los huesos para obligarlo a manifestar la idea que le ha sido revelada.
Ya han dicho otros que es el subconsciente; los cristianos y hebreos le han llamado Espíritu Santo; los poetas, la Musa; al caso es lo mismo, escribe Jorge Luis Borges.
Paradójicamente, resulta uno de los oficios donde existe mayor libertad. Quizá los escritores en realidad sean solo amanuenses oníricos. O quizás todos lo seamos, sin saberlo. En fin, sea lo que fuere, no hay tregua con las letras: exigen la remembranza, y para algunas, es eterna. Espero no lo sean en mi caso. Espero que se conviertan en páginas de arena.
Debo confesar que al no elegir éstas líneas, he intentado adelantarme a los estragos del Tiempo, e intenté eliminarlas de la memoria. Un esfuerzo fútil y deleznable. En realidad, sospecho que a ninguna de mis letras las he elegido, tanto como ellas me han elegido a mí.
Así, suelo sentarme con terror, y con la zozobra de quien se adentra al sueño, muevo el cálamo al escribir, porque sé que de pronto, ahí estarán las magias, el Tiempo, el Infinito. ¿Qué dirán los talismanes? ¿Qué enigmas destaparán?
Esta vez –al menos así lo percibo– no estarán ahí. Mueve el cálamo la decepción. Y con la misma decepción, debo advertirle, lector, que los presentes acápites emanan de arrabales no ajenos a la política, y por tal, deben analizarse desde una perspectiva laica. Estriban entre un deber ser puramente moral –trascienden a la religión. Deben disfrutarse con la mente humana, que, como Spinoza plasma en su Ética, no es más que una parte del intelecto infinito de Dios.
Mueve el cálamo la decepción. Y con la misma decepción, debo advertirle, lector, que los presentes acápites emanan de arrabales no ajenos a la política, y por tal, deben analizarse desde una perspectiva laica.
Las letras tampoco pretenden marcarle una postura al lector. Si la historia y el Tiempo, con sus conjeturas y disyuntivas escarlatas no lo han hecho, menos lo harán estas humildes letras (poco empíricas, por cierto).
Lo que sí pretenden –por menos loable que sea la encomienda– es mostrar ciertos argumentos detrás de la protección a los homosexuales. O mejor dicho, mostrar el absurdo detrás de la homofobia. Uno de los tantos demonios creados por la religión y alimentado por la incomprensión e intolerancia. Porque cuando una religión somete a la racionalidad para propiciar el odio hacía otras personas, se convierte en su propio demonio.
Como ya se ha admitido, las ideas emanan de un vórtice de sentimientos tan ajenos y propios (si es que se permite tal oxímoron). Son ajenos porque no es posible la comprensión de un ser y de su esencia sin compartir al menos, ciertos elementos; pero son propios porque al final, al ser humano –ser gregario por excelencia– le compete el bienestar de todos.
A todas luces, considero que fue bajo tal premisa, que se presentó en México, la iniciativa para erradicar uno de los demonios más arcaicos: la homofobia. La legislación pretende conceder el acceso al matrimonio, y consecuentemente, a la adopción, a todas las parejas homosexuales.
La propuesta despertó al demonio.
A todas luces, considero que fue bajo tal premisa, que se presentó en México, la iniciativa para erradicar uno de los demonios más arcaicos: la homofobia.
Algunos de sus seguidores alzaron la voz por la atrocidad que se cometería. Un insulto al orden natural y biológico; el epitafio de la familia, seguro sería aquella reforma. Tantos otros, callaron y solo arguyeron problemas semánticos. ¿Cómo llamarle matrimonio a una unión donde no figura la madre? (Habrá que preguntarles a aquellas personas qué opinan del patrimonio de las mujeres).
Acaso por orgullo, acaso por religión, resulta atroz el fárrago de oposición a la homosexualidad. De ahí la melancolía de estas letras. Porque cada vez comprendo menos el mundo, o cada vez, desconozco más al espíritu humano. Al efecto, es igual.
El cántico de la criatura consta de tres líneas (o argumentos si se prefiere): (i) atenta contra la naturaleza, dos especies del mismo sexo no pueden procrear; (ii) atenta contra el orden social, pues en la familia debe haber tanto figura paterna como materna; y (iii) en caso de adopción, sería magno el daño ocasionado al infante.
El matrimonio es una institución del Estado, siempre fue, y siempre lo será. Es, por ende, una institución social, y no religiosa, y como tal debe abordarse; aun y con los tintes religiosos que ha tomado desde la conquista cristiana (al menos en occidente). La homofobia, por el otro lado, sí que es una creación de la religión.
Por ende, analícese como tal el absurdo en su conjunto.
El matrimonio es una institución del Estado, siempre fue, y siempre lo será. Es, por ende, una institución social, y no religiosa, y como tal debe abordarse; aun y con los tintes religiosos que ha tomado desde la conquista cristiana (al menos en occidente).
La primera línea del cántico –sobre la naturaleza biológica– resulta falaz. Que se presente en la naturaleza no convierte a un argumento en verdadero. El ser humano, desde que adquiere uso de la razón, va en contra de la naturaleza. Quizá sea de las especies que con mayor frecuencia distorsiona a la naturaleza. Diseña extensiones de sus brazos; de su vista; de sus piernas.
Por igual, edifica en cimientos sólidos para protegerse de los caprichos del clima. La única naturaleza intrínseca del hombre, irrefutable por verdadera, es su naturaleza gregaria.
Sobre el segundo argumento, hay quienes afirman que la familia debe ser un padre y una madre, ya que dos padres o madres indudablemente criarán hijos homosexuales. Así elevan el cántico múltiples organizaciones, sin cuestionarse con simple lógica: ¿qué hay de las familias heterosexuales que “criaron” hijos homosexuales?
…hay quienes afirman que la familia debe ser un padre y una madre, ya que dos padres o madres indudablemente criarán hijos homosexuales. Así elevan el cántico múltiples organizaciones, sin cuestionarse con simple lógica: ¿qué hay de las familias heterosexuales que “criaron” hijos homosexuales?
Sobre la tercera arma del demonio, poco conocen éstas letras el tema. Por el otro lado, vaya que han estado familiarizadas con el amor. Sentimiento y fuerza motora del ser humano. Por tal, habrá que cuestionarse: ¿qué tanto daño podría ocasionar que dos personas amen a su hijo más que a su propia vida? ¿Qué estragos ocasionará que dos compañeros de vida eduquen a una persona a amar incondicionalmente? ¿Qué grado de asolamiento causará en la sociedad ver tantas familias homoparentales?
No más que el causado por la homofobia…y otros demonios. Las manecillas del Tiempo y la historia quizá terminarán por condenar a las familias homoparentales en sus anales. Quizá triunfe el demonio.
Quizá tendrán razón quienes afirman que sería un error aceptar la adopción entre parejas del mismo sexo. De ser el caso, nos equivocaríamos amando.
Y eso, por sí solo, lo vale.
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