Sin pelos en la lengua ni barreras en la tinta, Rius fue parte de mi educación cívico política. Me lo encontré como herencia accidental, aquél mayo de 1999 cuando mi abuelo se murió por segunda vez (la primera, en 1985, como que no le había gustado) y dejó tras de sí pocas cosas y muchos libros. Tras su partida, reclamé sin disputa su limitado pero sustancioso acervo, en el que se encontraban las veces de Sartre, Mao, Rulfo, Usigli y, por supuesto, el pícaro monero. Ahí estaban Filosofía para principiantes, Los panuchos, Lenin para principiantes y algún otro título.
Hace unas cuantas semanas volví a toparme con Rius en “Una historia muy monita”, exposición temporal sobre la historieta nacional de 1930 a 1970, que se exhibe hasta este 20 de agosto en el Museo de Historia Mexicana. Ahí comparte vitrinas y colores con la Familia Burrón de Gabriel Vargas, Los Supersabios de Germán Butze y Kalimán de Modesto Vázquez, pasando por los lances y aventuras del Santo. Las creaciones de Rius son, como todos esos personajes, parte de la cultura pop mexicana. Flotan en ese imaginario compartido (y por tanto, democrático) de las cosas que el pueblo reclama para sí, más allá de licencias o marcas registradas.
Rius era monero de oficio: ocupación habitual, profesión de algún arte mecánica, ministerio (todas definiciones de la palabra “oficio”, todas acciones del monero). Valiente e irrenunciable en su compromiso y claridad ideológica, sus trazos le llevaron a distancias insospechadas, como escribía Elena Poniatowska apenas este último diciembre: “Rius es, sin proponérselo, uno de los grandes educadores que ha dado México en el siglo XX, además de su crítico más lúcido”, al tiempo que recuerda que alguna vez el Subcomandante Marcos también reconocía en el monero a un maestro, pues “en la provincia, la política llegaba por Rius o no llegaba”.
Solía contar que sus monos rebeldes lo pusieron una noche al filo de una tumba cavada en las faldas del Nevado de Toluca y cómo una intervención del General Cárdenas le salvó el pellejo. “Una vez me dijo Renato Leduc: Joven Rius, en esta profesión o le pagan o le pegan, y yo de menso escogí que me pegaran”, rememoró -seguramente sonriendo- en una entrevista para Confabulario de El Universal. El humor era el hilo conductor de una pedagogía politizada aunada a una crítica mordaz.
Hombre sereno y de tersas maneras, hablaba con un dejo de desesperanza en sus últimas entrevistas registradas, sobre la ausencia de opciones políticas con arraigo en las bases populares, sobre la dificultad de influir mediante monitos en las masas al competir con grandes medios y sobre todo, como la mera posibilidad de la crítica al poder no tiene efectos si no es acompañada de una labor de politización y creación de conciencia popular: “El caricaturista, el buen periodista se ha convertido en una especie de Juan el Bautista, que está allá en el desierto pegando de gritos y el gobierno dice: “Mira, hay libertad, pueden gritarnos y mentarnos la madre”.
Pero no nos toman en cuenta, no hacen caso de la crítica”. Monero de oficio, educador político de vocación, el monero ha dejado de existir. Así lo creía, pero lo recibe desde ahora el único cielo que hubiese aceptado: el de vivir en las nubes de la memoria popular.