Cuando Hillary Clinton manifestó en 2016 que la mitad de los seguidores de Trump eran “deplorables”, refería a un segmento poblacional “racista, sexista, homofóbico, xenofóbico, y islamofóbico”, que votó más por reacción que por acción. Se trataba de un “voto pre-moderno” contrario a los ideales de tolerancia, internacionalismo y cosmopolitismo tan promovido por el pensamiento progresista contemporáneo. Se trata del mismo voto que pidió sacar a Inglaterra de la Unión Europea, que rechazó el acuerdo de paz en Colombia, que eligió a Trump, y que hoy apoya en Costa Rica a Juan Diego Castro. Es un voto antisistema que muchos ven irracional, motivado por el odio, la ignorancia, y por el hartazgo ante las élites políticas tradicionales.
Además de los tres partidos que han ganado las elecciones en el pasado – Liberación Nacional (PLN), Unidad Social Cristiana (PUSC), y Acción Ciudadana (PAC), se presentan 16 agrupaciones más al proceso electoral costarricense de 2018. Dejo por fuera aquí al Movimiento Libertario (ML) y al partido Republicano Nacional (RN); al ser rezagos de la derecha tradicional, fueron ya estudiados en la primera entrega de esta serie de artículos. Tampoco incluyo al Partido Renovación Costarricense (PRC), que a pesar de tener representación legislativa (2014-18), se disolvió en mayo de 2017. En fin, dejo también por fuera al PAC, al Frente Amplio, y a otros grupos, que, al ser parte de la izquierda, serán abordados en mi última entrega de esta trilogía.
De los partidos minoritarios que tienen hoy representación legislativa, los partidos Restauración Nacional (PREN), y la Alianza Democrática Cristiana (ADC) forman parte del llamado “Bloque Cristiano”. Basado en un raciocinio puritano, estas agrupaciones defienden posiciones en contra de la fertilización in vitro, de la unión de parejas del mismo sexo (en cualquiera de sus formas), y buscan endurecer la legislación sobre el aborto. Por la flagrante contradicción con los principios del “Estado de Derecho”, nunca he entendido cómo es posible que todavía se acepte en Costa Rica partidos políticos religiosos. El establecimiento de un Estado laico es una de las deudas históricas de los forjadores de la patria. Pero este es tema de otro artículo. Por suerte, el peso electoral de estos partidos es insignificante.
Sin embargo, un nuevo actor, el Partido Integración Nacional (PIN), puede convertir la pesadilla estadounidense en una realidad tica. Su candidato a la presidencia, Juan Diego Castro, un abogado cuyas raíces se sitúan en la oligarquía cafetalera, es conocido por haber roto agujas de peaje (al negarse a detenerse), por haber sido acusado de violencia doméstica en contra de su madre, y por haber sido mencionado en la investigación de los Panama Papers. Con un estilo excéntrico e irreverente, Castro ha logrado crecer de un 6% en las intenciones de voto (agosto) a un 15% (noviembre). Los datos, provenientes de encuestas del Centro de Investigación y Estudios Políticos de la Universidad de Costa Rica, lo ubicaban en noviembre de 2017 en empate, a la cabeza, con el candidato del PLN. Cualquier parecido a la disyuntiva entre escoger entre el “payaso Trump” y la “crooked Hillary”, es mera coincidencia. Claro, el PLN no es opción.
Se equivocan aquellos que indican que Juan Diego Castro es una distracción para solapar al “verdadero enemigo”, el PLN. Por su discurso antisistema, su capacidad a capitalizar en la exasperación popular, sus dotes para convertir a la política en un espectáculo de mal gusto, su verborrea sin medida, y su excéntrica irracionalidad con sabor populista, Castro es un peligro para la institucionalidad de Costa Rica. En el amanecer de la larga noche neoliberal, comenzamos apenas a ver las secuelas de la desmejora en los sistemas educativos de las últimas décadas. Castro es reflejo de nuestra sociedad: “¡Démosle un merecido a esos politicuchos que nos han gobernado desde hace años! Luego nos preocupamos por las consecuencias”. ¡Qué grave error es pensar así! En este mundo de redes sociales, en donde la política es espectáculo y lo superficial puede más que lo sustantivo, lo que Clinton llamó despectiva (y erróneamente) “los deplorables”, muchos de los cuales no son más que la gente común, unieron sus voces en contra de un sistema disfuncional que dejó de responder a sus expectativas desde hace tiempo. Se trata, hasta cierto punto, de una versión postmoderna de la dictadura del proletariado.
Fernando A. Chinchilla
Cholula (México), diciembre de 2017