“Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo…Mis sueños son como la vigilia de ustedes”, así describía el jovenzuelo Irineo Funes la magnífica maldición de tener una memoria perfecta, imparable, incontrolable: “Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que sólo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro”.
Quizá Borges nos hablaba a través de Funes, el memorioso, acerca de cómo observar la realidad de las cosas es labor que fatiga y pesa, y que recordar puede ser doloroso. La memoria perfecta de su personaje no dejaba lugar a la imaginación: las cosas son lo que son, o mejor dicho, fueron lo que fueron. Memoria, dolorosa y necesaria memoria. Cada cual lleva consigo su versión de lo vivido, eso que literal e imaginariamente puede llamarse punto de vista: la dirección de la mirada para grabar lo sucedido, la construcción e interpretación que hacemos del mundo.
“Cuando un hombre entra a una habitación, trae su vida entera consigo. Tiene un millón de razones para estar en cualquier parte, solo pregúntale”, dice Matthew Winer a través de Don Draper, el enigmático publicista que protagoniza “Mad Men”. A cada momento cargamos la vida entera con nosotros, la vida que recordamos, nuestra versión de la película: la memoria. Cada historia es única, pero hay partes que nos son comunes: el tiempo (vivir una época), el espacio (el pueblo, la ciudad, el país), las circunstancias (un temblor, un presidente, un golazo). Existe tal cosa como el pasado público: las cosas que nos marcaron como colectividad – muchas veces, antes de nuestra propia existencia.
Tan marcados estamos por la colonia y su división racial, como por la sangre de Tlatelolco y el levantamiento de Chiapas. Tan marcados estamos por el desarrollo empresarial como por la Liga 23 de septiembre. Personajes y sucesos, con luces y sombras (que en buena medida dependen del cristal con que uno lo mire, o la perspectiva desde donde se coloque) que han alterado la realidad que hoy nos toca transitar.
El maestro Eric Hobsbawm advertía con agudeza que la juventud de este siglo ha crecido en una suerte de presente permanente que carece de cualquier relación orgánica con el pasado público de los tiempos que viven. De ahí, decía, que la labor de los historiadores más esencial que nunca, pues su trabajo es recordar lo que otros olvidan. Es lugar común escuchar la queja de la “corta memoria” de “la gente” como amasijo abstracto.
La memoria colectiva, el pasado público implica compromiso, el más elemental: el interés por quiénes somos, dónde estamos y dónde queremos ir como comunidad. Implica acción: interés de saber y reflexionar. A Funes le dolía la memoria, pues “discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad”. No es cosa fácil asomarse a nuestro pasado público, pero es vital: ¿cómo saber que no hay mal que dure cien años, si no podemos recordar lo que ocurrió hace diez?