Resignificar la violación

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Revisando diferentes definiciones de la palabra “violar” me encuentro con variables como: “tener acceso carnal con alguien en contra de su voluntad o cuando se halla privado de sentido o discernimiento”, tal vez la definición con la que la mayoría estamos familiarizados. También está la de “profanar un lugar sagrado”, aunque refiriéndose a cuestiones religiosas y finalmente una que llama mi atención: “ajar o deslucir algo”, que quiere decir: maltratar, manosear, tratar mal de palabra a alguien para humillarle o hacer que alguien o algo pierda su lozanía (orgullo o altivez). De aquí parto para mi planteamiento.

¿Cuánto peso tiene para un ser humano que alguien vaya más allá del espacio al que se le ha permitido cruzar, sea en contra de su voluntad o por falta de discernimiento? Hacer que alguien pierda su lozanía, su orgullo, humillarle. Es desmoralizante. Es atentar contra su integridad psíquica y psicosexual —no digamos ya física—. Qué peor manera de hacerle sentir y qué gran daño hay implícito.

Violar es todo aquello que transgrede el espacio íntimo y personal. En ese sentido el acoso, un piropo, una mirada lasciva, también son violar. Cruzar al espacio íntimo y privado de alguien es un derecho privilegiado que debe surgir únicamente del consentimiento de la otra o el otro. Ser otorgado la intimidad ajena debe ser algo sagrado, no profanado y malbaratado en las calles. Veo la necesidad de dar un nuevo valor al espacio personal: físico, visual y auditivo.

El Código Penal del Estado de Nuevo León, en su artículo 265, dice que “comete el delito de violación, el que por medio de la violencia física o moral tiene cópula con una persona, sin la voluntad de ésta, sea cual fuere su sexo”. No estoy de acuerdo. Violamos con actitudes, con miradas, con exhibicionismos, con manipulaciones, abusando de nuestro poder sobre otros u otras, en cualquiera de sus formas. ¿Cuántos atentados contra la integridad psicológica se pasan por alto por un simple “no te tocó” o “no te penetró”? Resignificar la violación es aquí reconocer un sin fin de delitos que hoy no son tomados en cuenta como tal y atender una patología social hoy para muchos ojos invisible.

La violencia es también una violación. Ambas palabras tienen sus raíces latinas en la palabra vis, de la que se derivan tanto violare, como violentus, que las hacen parte del mismo acto de ejercer fuerza sobre otro. Hay quienes dicen que de la violencia sexual o de cualquier tipo al feminicidio hay sólo un paso. Como generalización me parece exagerada, pero sé que es, ha sido y seguirá siendo todavía por años. La pregunta es ¿de dónde viene?.

Violamos con actitudes, con miradas, con exhibicionismos, con manipulaciones, abusando de nuestro poder sobre otros u otras, en cualquiera de sus formas. ¿Cuántos atentados contra la integridad psicológica se pasan por alto por un simple “no te tocó” o “no te penetró”? Resignificar la violación es aquí reconocer un sin fin de delitos que hoy no son tomados en cuenta como tal…

Vivimos en una sociedad que le dice al hombre “tienes que conseguir sexo”, pero no le dice cómo. No nos sorprenda que exista este sinnúmero de expresiones violentas y acosadoras, producto de la frustración ante tal ordenamiento implícito y a las que apenas comienzan a ponerles límites culturales. Está en juego la hombría y ello nos pone frente a la ineludible tarea de resignificar también el ser hombre.

Y no podemos pasar por alto el papel que juega en este asunto la educación sexual. Cuánta falta nos hace una que sea adecuada, profunda, integral y comprensiva. Si en México no hubiera ese tabú primero y esos mitos después, alrededor del sexo, ambos producto de la ignorancia en ese y otros temas, la historia sería diferente. Y jamás justificaré un acto de violencia sexual hacia otro cuerpo, pero eso no significa que no tenga causas muy puntuales.

Entonces, démonos cuenta de la gravedad de un acoso o del ejercicio de la violencia sexual; estamos violando el espacio de alguien, a veces físicamente, a veces moralmente, pero ambas de forma transgresora con cierta fuerza sobre otro u otra y en ese sentido profanación de un espacio sagrado, que es su cuerpo, su integridad psíquica, psicosexual y su vida.

Y no podemos pasar por alto el papel que juega en este asunto la educación sexual. Cuánta falta nos hace una que sea adecuada, profunda, integral y comprensiva. Si en México no hubiera ese tabú primero y esos mitos después, alrededor del sexo, ambos producto de la ignorancia en ese y otros temas, la historia sería diferente.

El llamado es a hacer consciencia de las implicaciones de andar por ahí metiéndonos en vidas ajenas —o permitiendo que otros lo hagan— creyendo que no pasa nada; sí pasa algo: el hecho marca, hace cultura, crea secuelas de comportamiento que serán arrastradas por generaciones.

Empaticemos con la humanidad ajena y dejemos algo constructivo en vez de lo contrario. Y me encuentro frente a un dilema aquí:

Pareciera que estamos al borde de la ajenidad, de no volvernos a ver y tocar por precaución, por miedo a “ser acosadores”, a transgredir; es una línea delgada que puede llevarnos a extremismos estilo estadounidense. Estamos en un momento en que le tenemos que dar otro significado a la profanación del espacio íntimo y otorgarle un valor supremo al mismo. Es momento a la vez de plantear relaciones de amor y respeto al prójimo en las que una mirada o un roce no tenga por qué tener una connotación sexual. Escribo esto entre testimonios desgarradores de #MiPrimerAcoso —parte importante de los cuales inició a edades tan tempranas como los nueve años y antes— y no puedo más que asumirme responsable: de dejar de reproducir estas conductas, como de evitar que más mujeres sean acosadas, una tarea monumental que tenemos como sociedad.

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– “Todos los puntos de vista son a título personal y no representan la opinión de Altavoz México o sus miembros.”