Se cumplen este mes dos años de mi salida de México, tiempo durante el cual he tenido la oportunidad de digerir y ordenar una rica experiencia de seis años. Hace unos días, pude compartir con amistades en CDMX durante una escala. Fue el instante de hacer las paces.
La última vez que estuve en México fue en diciembre de 2018, cuando regresé a Cholula a arreglar los últimos detalles relacionados con mi salida de ese país, en febrero de ese mismo año. En aquel momento, la empresa de alquiler de autos me ofreció en internet, como siempre, un modelo de carro que no estaba disponible al momento de llegar a recogerlo. Y como siempre, me facturaron el precio más alto. De regreso de Cholula, quedé atrapado en un embotellamiento en la carretera Puebla-CDMX que me hizo perder el vuelo. Como de costumbre, nadie dio explicaciones. Fue entonces que resonó de nuevo, con o sin razón, en mi mente, aquel: “pásele güerito y que la virgencita lo acompañe, porque si te vi, ni me acuerdo”. Cierto, cuando entregué el carro me hicieron “el favor” de no cobrarme el atraso (a cambio de llenar bien la encuesta de satisfacción al cliente). Sin embargo, cuando se confirmó la pérdida de mi vuelo, en el mostrador se me indicó que, después de comprar un nuevo boleto, debía llamar al servicio al cliente para restituir el peso no utilizado en el pasaje perdido. El rembolso nunca aconteció. El episodio me recordó aquella vieja historia de la tarjeta de crédito que me pidió datos personales tres veces, los cuales fueron perdidos una y otra vez por el servicio de mensajería. Claro, la compañía puso en entredicho la veracidad de mi versión.
¿Cuál es mi argumento? En México lo que sucede siempre es culpa del cliente, del ciudadano, nunca de las autoridades o de las empresas. Ya sea por estrategia de mercadeo (ofrecer lo que no se tiene), por falta de planificación (“no sabíamos que sucedería”), por costumbres (“yo te ayudo si tu me ayudas”) o por falta de formación (el empleado simplemente no sabe), en ese país el común de los mortales es siempre el perdedor. Y para defenderse, hay que hacer uso de la creatividad (mentir, exagerar, extrapolar), para manipular la realidad como arma de protección de arbitrariedades. El comportamiento es socialmente contraproducente, no solo porque atenúa el capital social, si no además porque, para protegerse de tanta tergiversación, el “sistema” optó por solicitar un papeleo excesivo e irracional para obligar al ciudadano, que debería ser considerado inocente (hasta que se demuestre lo contrario) a mostrar que no es culpable, y que, por lo tanto, es acreedor del servicio solicitado.
México es salvaje porque, aunque a nivel legal, las normas garantizan derechos a todos y todas, en la realidad es la ley del más fuerte la que prevalece. Ni menciono los derechos laborales de empleados a los que se les asegura que se les renovará contratos, pero que al final, sin explicación y en una total falta de transparencia, son sujetos al tratamiento contrario por autoridades que, además, declaran públicamente estar preocupados por la impunidad estructural que acontece en el país. Los ejemplos son infinitos, aplicables a cada instante, a nivel micro y macrosocial. Escuché hace apenas un par de días a una trabajadora confiar a un colega que no recibió pago doble por su trabajo el 25 de diciembre y el 1 de enero, aunque las autoridades citen la Ley Federal del Trabajo para confirmar el pago doble de los días de descanso obligatorio. “Pues ni modo, así son las cosas”, concluyó la empleada en cuestión, quien tampoco planeaba quejarse. ¿Para qué?
Lo que antes me frustraba lo veo ahora con ojos de observador externo. No argumento que México sea “más salvaje” que otros países y, por supuesto, con el tiempo, considero la arbitrariedad tan solo como un rasgo más de un país complejo, que también tiene muchas cualidades. De hecho, mi escala reciente en CDMX me dio la oportunidad de caminar por la Zona Rosa, lo que me recordó lo extraordinariamente agradable que puede ser esa bella ciudad. Pero, como decía un apreciado colega de antaño, desde un punto de vista cultural, una de las características más sobresalientes del México contemporáneo – y también uno de los principales obstáculos al desarrollo – es la “simulación”. Se trata aquí de un tema muy interesante, el cual, sin embargo, dada su importancia, es preferible abordar en algún otro momento. Sin duda lo haré.
Fernando A. Chinchilla
Montreal (Canadá), 10 de febrero de 2019