Para un Latinoamericano, no es cosa fácil. La lengua común arrastra consigo cinco siglos de andares, muchas veces sombríos, otras tantas brillantes. Lengua cargada de hierro, fuego, sangre, crucifijos, piedras rotas debajo de nuevos muros. Lengua que rompió, mezcló, reinventó muchas veces de forma inesperada, como suceden algunos accidentes que en ocasiones se convierten en milagros.
Lengua que cruzó el Atlántico y chocó con arrecifes del Caribe; que sintió la humedad del trópico y el calor del norte; que se perdió y reencontró en las selvas del sur; que respiró vida nueva en el valle de Anáhuac. Hace mucho tiempo que el castellano no es de Castilla ni el español de España. Ya es un hilo peculiar que une múltiples pueblos.
Es mi intención reconocer a uno de los grandes culpables de mi romance interminable con el idioma: Miguel Hernández, el poeta de Orihuela que el pasado 28 de marzo cumplió 75 años de haber expirado en una prisión alicantina. Tenía apenas 31 años. En su breve tiempo fue pastor de cabras, literato autodidacta, poeta, amigo, dramaturgo, soldado, militante, esposo, padre, prisionero.
En 1936, con apenas 26 años a cuestas, se enlista en el bando republicano y combate en la guerra civil española, hecho que marcará su poesía y sellará su destino al resultar triunfador el totalitarismo de Franco. Hernández sería condenado a pena capital, que finalmente le fue conmutada por treinta años de prisión.
Su poesía tocará el romance (“Alba que das a mis noches un resplandor rojo y blanco. Boca poblada de bocas: pájaro lleno de pájaros”), el dolor de la pérdida (“No hay extensión más grande que mi herida, lloro mi desventura y sus conjuntos y siento más tu muerte que mi vida”) y el amor a la familia mezclado con el sentido de lucha (“Es preciso matar para seguir viviendo. Un día iré a la sombra de tu pelo lejano…Para el hijo será la paz que estoy forjando. Y al fin en un océano de irremediables huesos, tu corazón y el mío naufragarán, quedando una mujer y un hombre gastados por los besos”).
La mazmorra arrebata a Miguel la libertad, pero no las palabras (¿Se puede realmente encerrar a un poeta?). Es ahí desde donde compone sus famosas “Nanas de la cebolla” tras recibir una carta de su esposa, Josefina Manresa, donde le contaba que su hijo y ella no tenían otra cosa que comer más que pan y cebolla: “En la cuna del hambre mi niño estaba. Con sangre de cebolla se amamantaba. Pero tu sangre, escarchada de azúcar, cebolla y hambre…Tu risa me hace libre, me pone alas. Soledades me quita, cárcel me arranca”.
Yo conocí, como muchos, a Miguel Hernández a través de Joan Manuel Serrat, quien le ha rendido homenaje a través de dos placas separadas por casi 40 años: “Miguel Hernández” (1972) e “Hijo de la luz y de la sombra” (2010). Ambas son un deleite literario y musical donde se palpa la interminable vitalidad de la obra del poeta.
La trascendencia de Miguel Hernández, aventuro a pensar, no reside solo en la belleza de su genio, sino en su conjunción directa con la vida: crecer junto al Mediterráneo y sus palmeras; aferrarse a las letras; tejer amistades entrañables; enamorarse; apropiarse de una guerra y perderla; ser padre y arrancado de la familia; vivir el claustro del enemigo y la amargura de las ideas derrotadas.
Vivir. Cuentan que cuando finalmente lo consumió la tuberculosis en aquella madrugada del 28 de marzo de 1942, fue imposible cerrarle los ojos. Quizá porque sabía, como lo dijo en su “Canción última”, que “el odio se amortigua detrás de la ventana. Será la garra suave. Dejadme la esperanza.”
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