La marcha del 8M ya no es como antes

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Cada año, cuando se acerca el 8M, regresan las mismas dudas y las mismas críticas: que si la marcha perdió sentido, que si se desvirtuó, que si se volvió un show, que si ya es puro marketing, que si está demasiado politizada. Como si alguna vez el feminismo hubiera sido neutral. Como si la lucha no hubiera nacido, desde el primer día, para incomodar.

Hay quienes dicen que la marcha ya no es la de antes, como si una exigencia colectiva por los derechos humanos pudiera pasar de moda. Si tú hoy tienes la libertad de decidir si marchas o no, si tienes derechos que ejerces sin pensarlo, si puedes cuestionarte siquiera si te identificas o no con el feminismo, es porque antes hubo mujeres que no se conformaron. Que alzaron la voz.

Claro que habrá quien venda paliacates y botellas de agua. Habrá quien aproveche para ganarse unos pesos porque también tiene derecho a sostenerse. ¿Eso le quita fuerza a la marcha? No. ¿Eso desacredita el movimiento? Tampoco. Porque lo que se juega aquí va mucho más allá de lo que puedan hacer unas cuantas personas para obtener ingresos en un país que precariza especialmente a las mujeres. Lo que importa es que no dejemos que esa narrativa nos distraiga de lo esencial: estamos aquí para resistir, para exigir y para seguir abriendo camino.

¿Cuándo no fue político el feminismo? Costó demasiado llegar hasta aquí. Costó colectivizarnos, reconocernos, mirarnos unas a otras con nuestras diferencias, y aún así encontrar un paraguas común que pudiera sostener la mayoría de nuestras luchas. Que hoy hablemos de interseccionalidad, que nombremos no solo las violencias que nos atraviesan como mujeres, sino también como disidencias, como racializadas, como trabajadoras, como madres, como migrantes, no fue un regalo ni un accidente. Es fruto de años de caminar juntas, de incomodarnos, de aprender y desaprender para tejer una voz colectiva.

Y justo ahora que logramos ocupar el espacio público –ese que durante tanto tiempo nos negaron– existen voces que sugieren que se deje de hacer porque ya hay figuras políticas que intentan apropiarse del discurso feminista o porque hay muchas personas vendedoras ambulantes. Pero que algunas intenten colgarse de una causa no significa que nosotras tengamos que soltarla. Que haya quienes quieran capitalizar la lucha no quiere decir que tengamos que abandonar la calle. Sería entregarla otra vez. Y nos costó demasiado llegar como para retroceder ahora.

Porque sí, el feminismo ha transformado nuestras vidas de maneras que nuestras abuelas apenas podían soñar. Gracias a las luchas de las que vinieron antes, hoy votamos, estudiamos, trabajamos, decidimos sobre nuestro cuerpo, nos divorciamos, heredamos, denunciamos, abrimos cuentas bancarias sin permiso y podemos aspirar a cargos públicos. Pero no nos engañemos: estos derechos, que a veces damos por sentados, siguen sin garantizarse para todas. Ni en todo el país, ni todos los días, ni para todas las mujeres.

Pensar que ya no es necesario alzar la voz es, en sí mismo, un privilegio. Creer que los derechos conquistados están garantizados para siempre es ingenuo. La historia nos lo demuestra una y otra vez. En Estados Unidos, bastaron unos años de indiferencia y de ofensiva conservadora para derrumbar Roe v. Wade, la histórica sentencia que desde 1973 garantizaba el derecho al aborto, y con ello, desaparecer medio siglo de protección para millones de mujeres. Cuando el movimiento se duerme, hay quienes se aprovechan para arrebatarnos lo que creíamos ganado. Y si creemos que aquí no podría pasar, estamos equivocadas.

Marchamos porque la violencia sigue atravesando nuestras vidas de forma brutal y cotidiana. Porque en México matan a 10 mujeres cada día. Porque el 56% de los feminicidios quedan impunes. Porque aunque hemos logrado avances históricos, aún no hay acceso garantizado, gratuito y seguro al aborto en todo el país. Porque la justicia no llega para las mujeres racializadas, indígenas, adolescentes, migrantes o disidentes sexo-genéricas. Porque el sistema penal sigue cargado de estereotipos de género, de revictimización y de prejuicios. Porque el trabajo de cuidados que hacemos sostiene a este país, pero no nos lo pagan, no lo reconocen y nos deja fuera de la autonomía económica y política.

Marchamos porque resistimos y luchamos los 365 días del año, aunque a veces ni siquiera nos demos cuenta. Porque la violencia que nos atraviesa se ha normalizado tanto que parece parte del paisaje. Y si vivimos en un campo de batalla permanente, salir a marchar es también recordarnos que no estamos solas, que seguimos de pie y que juntas somos más fuertes.

Y si tú aún lo dudas, si sientes que este movimiento no es para ti, te invito a mirar a tu alrededor: cada derecho que hoy ejerces, cada libertad que das por sentada, es fruto de una lucha colectiva que no podemos soltar.

Entiendo el cansancio –porque claro que cansa salir y sentir que todo sigue igual, claro que agota marchar cada año por lo mismo– lo que no podemos permitirnos es dejar que la movilización se apague. No podemos regresar a la micropolítica, a discutir solo entre nosotras, a cuidarnos solo en espacios seguros, a resistir solo en privado. La calle también es nuestra. Y la toma del espacio público sigue siendo, todavía, un acto de resistencia.

Mientras más seamos, más difícil será que nos ignoren. Aunque a veces el camino cansa, aunque nos duela la realidad que enfrentamos, aunque tengamos miedo, seguimos. Por nosotras. Por todas.

Fallece Ruth Bader Ginsburg, icónica jueza feminista de la Suprema Corte de Justicia de EU

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Ruth Bader Ginsburg, jueza en la Corte Suprema de Estados Unidos y cuya carrera legal estuvo dedicada a promover los derechos de las mujeres, falleció este viernes a los 87 años.

Murió debido a complicaciones de cáncer de páncreas metastásico. Estaba rodeada de su familia en su casa en Washington, dijo el tribunal en un comunicado este viernes. Ginsburg luchó contra cinco ataques de cáncer.

Su muerte se produce menos de dos meses antes de las elecciones y le da al presidente Donald Trump la oportunidad de intentar llevar la ya conservadora Corte de nueve miembros más a la derecha. La confirmación por parte del Senado de su nominado aumentaría las posibilidades de que una decisión anule o restrinja severamente el fallo de Roe v. Wade sobre el derecho al aborto.

Solo unos días antes de su muerte, National Public Radio informó que Ginsburg dictó esta declaración a su nieta Clara Spera: “Mi deseo más ferviente es que no sea reemplazada hasta que se instale un nuevo presidente”.

El líder de la mayoría en el Senado, Mitch McConnell, dijo anteriormente que el Senado tomaría medidas para confirmar a cualquier nominado este año, a pesar de que McConnell impidió que el presidente Barack Obama tuviera una audiencia sobre su nominación de Merrick Garland en 2016. Eso preparó el escenario para que Trump nominara a Neil Gorsuch en su lugar.

“Nuestra nación ha perdido a un jurista de talla histórica. En la Corte Suprema hemos perdido a una querida colega”, dijo el presidente del Tribunal Supremo, John Roberts, en un comunicado. “Hoy lloramos, pero con la confianza de que las generaciones futuras recordarán a Ruth Bader Ginsburg como la conocimos: una defensora incansable y resuelta de la justicia”.

Mucho antes de que el presidente Bill Clinton la nombrara para la Corte Suprema en 1993, Ginsburg argumentó casos ante la Corte como académica y defensora del movimiento por los derechos de las mujeres. Ella fue una defensora de alto perfil del fallido esfuerzo por adoptar una Enmienda de Igualdad de Derechos a la Constitución de los Estados Unidos.

En la cancha, construyó un récord como uno de los miembros más liberales, apoyando los derechos de los homosexuales y el aborto, la ley de atención médica del presidente Barack Obama y las restricciones a la pena de muerte.

Su fuerte desacuerdo con los fallos que recortan los derechos de voto y la acción afirmativa le valieron el apodo de admiración de “Notorious RBG”. En 2018 se estrenaron dos películas sobre ella: el documental RBG y una biografía de Hollywood, On the Basis of Sex.

Recibió críticas durante la campaña presidencial de 2016 cuando denunció a Trump, que había conseguido la nominación republicana, como un “farsante” en una entrevista con los medios. Ginsburg dijo más tarde que lamentaba los comentarios. Trump le pidió que renunciara y dijo en Twitter que “su mente está disparada”.

Ginsburg dijo que experimentó personalmente la discriminación de género cuando intentó, sin éxito, unirse a las principales firmas de abogados de la ciudad de Nueva York después de ser una estudiante de derecho estrella en las universidades de Harvard y Columbia a fines de la década de 1950.

Ginsburg dejó su huella más clara en la Corte Suprema cuando luchaba contra lo que consideraba discriminación de género, a menudo desafiando a sus colegas masculinos por opiniones que consideraba sexistas.

Su experiencia fue similar a la de la primera jueza, Sandra Day O’Connor, nombrada por Ronald Reagan que se unió a la corte en 1981 y se retiró en 2006.