Defenderle no es necesario: existe, arrastra, apasiona. En los últimos días, la pelota se apropió de incontables páginas, pantallas, charlas y deseos. Se haya experimentado gusto, rechazo o indiferencia, nadie pudo escapar de la sombra del evento deportivo más importante en la historia de la ciudad.
En una época donde la cultura es consumo y la maquinaria depende de la insatisfacción permanente, hay momentos sublimes que escapan a cualquier factura: Valencia picando la caprichosa que hizo lenta y bella elipse hasta acariciar la red rival. El ecuatoriano se atrevió a marcar un penal con la máxima humillación posible: cobrar a lo “Panenka”. Galeano escribió que son precisamente los rebeldes y su magia los que desaparecen -así sea por preciosos segundos- los grilletes comerciales y se enmarcan en la estética.
¿Qué es un golazo sino belleza inesperada? El deporte tiene una liga especial con los procesos sociales: desde la victoria de un hombre negro que humilló a la Alemania nazi en su propio terruño, hasta pintar de rosa uniformes y balones para promover la prevención del cáncer de mama.
El deporte es emoción: tenemos el mismo derecho a emocionarnos con una pirueta de Nadia Comaneci que con un batazo de Sammy Sosa o el gancho al hígado de Julio César Chávez. Pero por alguna razón curiosa, el balompié se cuece aparte. Será porque es democrático: cualquier calle o cualquier patio escolar se volvían cancha, piedras o mochilas los largueros, cinta enredada o un envase vacío lleno de basura hacían las veces de balón. La pelota divierte a raudales, pero también roba el corazón. Espectáculo y sentimiento, sentimiento y espectáculo. Decía Benedetti que un estadio vacío es un esqueleto de multitud. Por eso no extraña que medio millón de personas hayan tomado el espacio público para gritar su amor amarillo.
No tiene mucho caso entrar a discutir la usual queja de “ojalá así se manifestaran contra el gobierno”, porque habría que anteponer un importante número de quejas a esa: ojalá todas las personas tuvieran nutrición suficiente, educación formadora, trabajo decente, espacios de convivencia. Centrar los males del mundo en la pelota sería tan injusto como reclamar que se baile cumbia: sería negar el derecho a la alegría.
Este clásico nos dio la oportunidad de disfrutar la pasión deportiva y, al mismo tiempo, demostrarnos que podemos hacerlo sin agresiones de por medio. ¿Qué vale un campeonato? Nada…todo. Es algo que cada cual hace suyo sin tenerlo, es un orgullo masivo, una sonrisa grabada en el tiempo. La U de Nuevo León se ha convertido en un modelo exitoso de gestión deportiva en uno de los ámbitos más cruelmente globalizados que existen. Y al mismo tiempo, una fuente de goce para los muchos que tienen poco y los pocos que tienen mucho.
Cualquiera tiene lugar en un grito de gol. Así sea viendo los colores de Monet, escuchando la trompeta de Chet Baker o vibrando con las imágenes de Iñárritu, tenemos derecho a disfrutar de aquello que nos provoca y apasiona. Tenemos derecho a la alegría. Y a mí, a lo largo de la vida, ser de Tigres me ha hecho sentir.