Para Camila, mi nuevo sol.
Entre la prisa de las manecillas, existen breves momentos donde el Tiempo no es la ficción que aparenta. A la intemperie del pensamiento, el tictac se detiene. Cesa su magia. La péndola de esa realidad intemporal provoca que la Tierra oscile en la misma sintonía. Las nubes se cristalizan para caer frescas y suaves, como hojas otoñales, sobre la superficie árida de la ciudad. El viento aúlla melodías que parecen comulgar besos de otros ayeres.
El haz solar arropa el invierno de los corazones; al tiempo que las partículas del aire se suspenden entre el asfalto y el cielo para purificarse nuevamente. Es en ese (o este) breve momento que surgen las letras despiadadamente desde lo más profundo del alma para alzar una súplica; ok’oh’ool, expresarían idiomáticamente los mayas. Atroces, pretenden aprovechar esa distorsión de la realidad para caer suavemente, aullar melodías, arropar inviernos y purificar, nuevamente, el espíritu humano.
Son despiadadas porque no conocen su destino: la tinta se vierte sin premeditación. (Sospecho que a ningún escritor se le ha revelado el destino de su tinta. Un solo texto no ha sido escrito de tal modo.) Pero no se les recrimina. Su propósito es bondadoso: apelan al corazón humano. Su penumbra se habrá de proyectar como el ocaso. Pese a ello, deberá elevarse, aquél propósito, cómo cántico a la humanidad. Después de todo, entre cánticos elevamos, aún ajenos, plegarias de lo que alguna vez sopló en civilizaciones como vendavales de salvación. Quizá por eso obligan a la pluma a remontarse a una anécdota, tan arcaica como la propia lengua.
Tallada en ficción, vivida en el sueño, y escrita en la vigilia, bastarán los símbolos para aludir al más bello sentimiento. (La estética y la prosa del alma no son elementos técnicos, ni propios, de obras poéticas.) Rememorada surge sin tregua, ya como epopeya, ya como leyenda, la anécdota de Rubén y su travesía con los wixárikas…
Alto, entre los pastizales verdes de la altiplanicie del norte –erróneamente llamada como el Valle de Hauxamanaka–, se elevaba el tímido cuerpo de Rubén. Sin rumbo –como las letras que se vierten– disponía a descubrirse. Su larga trenza caía desde el centro de su cráneo, cuan serpiente emplumada, hasta el pecho, a la altura de su corazón.
En el centro del valle, las montañas abrazaban un latido feroz: la aldea wixarika que guiaba el erudito Chi-nawime, o Color-Pinto, hacía la región sin puertas ni ventanas. Rubén había encontrado la aldea mientras paseaba una mañana por aquél valle.
Sus paseos se habían convertido en la única rutina desde que emigró. Como enigmas preciosos identificaba cada una de las sendas que lo guiaban por las praderas. Sorprendido, reconciliaba su espíritu con la naturaleza en cada paso hecho ante la frescura de los nuevos ojos del amanecer.
Por lo general, sus paseos solían concluir en la cumbre más alta de Hauxamanaka, donde aguardaba breves minutos antes de comenzar el descenso. Pero esos minutos eran quiméricos; una péndola intemporal se apropiaba de él.
En ese tiempo inconstante, un clamor inusitado surgía en lo profundo de su vientre y se elevaba imponente, como aquellas jorobas de la Tierra. Divisaba entonces el panorama y sentía un puñal atravesándole la garganta: se veía a él, atrapado entre dos visiones. Adularía tiempo después que aquella visión fue un breve escape –gracias a la péndola– a un pretérito y un futuro convergiendo asimétricamente; fue quien había sido y quien podría ser.
De un lado del valle, su cuerpo inerte, llorando lágrimas secas a un monumento de papel, entre árboles de cristal. Buitres de seda sobrevolándolo. El aroma putrefacto de la piel y sus coágulos pintados como murales debieron haberlos atraído.
Del otro lado, se miraba danzando desnudo entre una civilización extraña. Sentía el viento en sus yemas; lo podía acariciar. Lo sujetaba. ¿Cuál de aquellas dos visiones sería el presagio de su destino? ¿Qué le indicaba aquél museo del Tiempo? Temía.
Harto ya de aquellas visiones, decidió virar el rumbo de sus paseos, de modo que terminó por descubrir la aldea de Chi-nawime.
El reflejo del alba debió advertirle a Color-Pinto de la llegada de aquél forastero, porque apenas cruzó la frontera, y una comitiva especial lo recibió invitándolo al banquete que el erudito le tenía preparado.
La ficción no era ajena en aquel lugar: águilas púrpuras, alacranes de cristal, mariposas de hierro, culebras de estiércol y quetzales de piedra, adornaban el cuerpo de Color-Pinto. Sentose Rubén en una silla de caoba tallada a mano, frente a una gran piedra de jade que servía de mesa. Los aromas del copal y del incienso rápidamente inundaron su pensamiento de memorias agradables. Sobre la mesa, no había alimento.
Silencio.
En un instante, la péndola de la realidad intemporal se adueñó de las formas en la habitación. Los chirridos de los quetzales de piedra comenzaron a danzar en pentagramas arcaicos. Rubén interrumpió de inmediato.
–Me habéis traído con motivo de banquete, pero no veo un solo bocado sobre la mesa. ¿Qué habremos de comer, respetable Color-Pinto? –preguntó indignado.
–Sal. Ándate por la vereda de Hapaxuki, y decidle a Pezón-de-Fruta que te entregue dos chivos–.
Le dio entonces Color-Pinto un largo cuchillo a Rubén, y prosiguió: –Degolladlos a lo largo de su garganta, volteadlos de cabeza, y dejadlos desangrar. Antes de que suspiren por última vez, deberás arrancar su piel, pues no se debe ultrajar la santidad de su cuerpo seco.
Para ello, habrás de voltearlos de cabeza, y destriparlos, lentamente, comenzando por el corazón, las entrañas acto seguido, para terminar con el estómago y los ojos. Cortadles la cabeza, y entrégasela a Pezón-de-Fruta para purificar y santificar el alimento.
Rubén quedó atónito al escuchar las instrucciones que le demandaba Color-Pinto. Por un lado, lo acechaba la frialdad del erudito, y por el otro, los alaridos del animal, recreados a la perfección. Concilió esta ansiedad con sus pensamientos y arrojó un comentario al aire, sin dirección, como quien desenfunda la espada en defensa propia:
–Me parece que no podré hacerlo, Color-Pinto. Jamás he portado un cuchillo en mi vida, ni he matado animal alguno. No creo ser capaz de tanta violencia.
Color-Pinto enfureció, y entendió Rubén que su nombre iba acorde a los sentimientos que demostraba a través de la pigmentación de su piel. Por algún artífice que desconocía Rubén, el erudito logró aplacar su enojo y en suave tono conciliador agregó:
–¿Cómo has tomado alimento toda tu vida? ¿Habrás plantado vida para recoger sus frutos acaso? ¿Qué pericia te ha alimentado? ¿La agricultura? Y decís que no conoces la violencia, ¿acaso no has mutilado constantemente a tu propio espíritu?
Sentía las preguntadas como estocadas letales. No logró evadirlas.
La ira de Color-Pinto surgió como tormenta en altamar:
–Aseguras no haber matado animal alguno, y sin embargo, has alimentado tu cuerpo de carne animal toda tu vida. Tus manos no conocen la bondad de la tierra fértil, y sin embargo, has comido los frutos de la Madre Tierra. ¡Qué distorsionada moral es la tuya, forastero, al asegurar que no has matado! ¿No eres acaso cómplice de los asesinos sin brazos ni piernas? ¿No eres artífice de la destrucción al financiar las maldades que tanto daño han hecho a la Madre Tierra? Escuchadme bien, Zopilote –pues así lo habían apodado a su llegada al pueblo –: mata dos veces el ser humano que consiente el hecho, porque al consentirlo, se mata a sí mismo. Has, en aras de una comodidad insulsa, financiado los más temibles pecados, las fechorías más ruines, y encima, engañado a tu moral.
El alimento de la carne es reflejo del alimento del espíritu. Así has engañado a tu espíritu –Color-Pinto continuó el resto de su represalia de pie, haciendo ademanes exagerados al hablar–. Traicionas a tu moral, de tal forma que traicionas a tu identidad. Es entendible –concedió–: tu historia te divide. Ha sepultado a tus dioses y te ha impuesto deidades.
Las raíces arrancadas de tajo aún manan sangre entre los minerales de la Tierra. Tu historia es, al final, la historia de dos mundos que no terminan por converger; dividida entre muros. ¡Saltadlas, Zopilote! –Rubén se sobresaltó pues el erudito había elevado considerablemente el volumen de su voz–. ¡Vuela sobre ellos, alto, orgulloso de tu plumaje, como el quetzal!
El Tiempo permite breves minutos donde esa historia de tu pasado se redime en un futuro, que no habrá de ser amargo como tu ayer, pero dulce, como el agave. Abraza tu plumaje, y ¡vuela! Recordad: no toques la cansada tierra por comodidad. No dejes que la culebra de fuego devore tus sentimientos. El ego es mero espejo de la codicia humana, no de su espíritu. ¿No te ha mostrado ya el valle tu realidad? No hay peor infierno que el reconocerse ajeno –sentenció por fin–.
¿Son las letras inconclusas? ¿Lo es el propósito del hombre?
La péndola de la realidad intemporal oscila entre nosotros. Regula el movimiento onírico de nuestro espíritu; de nuestra mente. Permite emular el vuelo del quetzal para reconocer a un espíritu mexicano dividido entre deidades y dioses, entre avaricia y libertad.
Esa dicotomía es ruin: ok’oh’ool es un suplica al corazón, a la identidad, a la autocrítica. A no reconocerse ajenos.
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