Desde que Juan Domingo Perón, allá por 1950, ingresó en el escenario político nacional, el rol que ocuparon los trabajadores en la historia cambió y marcó un quiebre para siempre. Así como los obreros se fueron agrupando en gremios y haciéndose más fuertes, la sociedad toda comenzó a organizarse y de a poco surgieron nuevas demandas que el Estado no estaba tal vez del todo capacitado para satisfacer.
El fortalecimiento de la clase trabajadora fue de la mano con el fomento de la industria nacional, y esto produjo que el país se desarrollara económicamente.
El fortalecimiento de la clase trabajadora fue de la mano con el fomento de la industria nacional, y esto produjo que el país se desarrollara económicamente. Las masas populares se fortalecieron y al ser reconocidos sus derechos (laborales, civiles) sus demandas comenzaron complejizarse como es lógico en un país en desarrollo.
Así, el Estado se fue expandiendo a través de diversos órganos e instituciones para poder contener y responder a las exigencias propias del momento histórico. Oszlak y O’Donnell hablaron de “la cuestión”, este concepto enmarca perfectamente el significado de las “demandas” a las que me refiero. Para ellos, la cuestión se trataba de “necesidades y demandas socialmente problematizadas por distintos grupos que promueven su incorporación a la agenda (pública) de problemas socialmente vigentes”.
La respuesta más común que tomó el Estado argentino fue la de ir respondiendo a estas cuestiones a través de la creación de nuevos ministerios, secretarías, órganos descentralizados, etc., que pudieran ir resolviendo las necesidades sociales.
La respuesta más común que tomó el Estado argentino fue la de ir respondiendo a estas cuestiones a través de la creación de nuevos ministerios, secretarías, órganos descentralizados, etc., que pudieran ir resolviendo las necesidades sociales. Por supuesto que al expandirse fue necesitando ir cubriendo una cantidad enorme de empleos. Fue así que lentamente se fueron multiplicando los funcionarios administrativos, más conocidos como “empleados estatales”.
Entre los vaivenes políticos el Estado se agrandó, se achicó, se desmanteló, para luego volver a expandirse para absorber una cantidad impresionante de personas que habían quedado desempleadas producto de años de malas políticas y malas decisiones.
Muchos cambios políticos se dieron en el país durante los últimos 60 años, entre ellos dictaduras atroces, restauración de la democracia, un gobierno neoliberal, un período de fuerte crisis económica y social, una década de un gobierno que se autodenominó “nacional y popular”, y ahora, uno que plantea ser todo lo opuesto a su antecesor. Entre los vaivenes políticos el Estado se agrandó, se achicó, se desmanteló, para luego volver a expandirse para absorber una cantidad impresionante de personas que habían quedado desempleadas producto de años de malas políticas y malas decisiones. Durante los ’90 se vivió tal vez el peor cimbronazo para el empleo público, ya que Carlos Saúl Menem decidió acatar la receta del Consenso de Washington. Esta incluyó una serie de “recomendaciones” de organismos internaciones, como el Fondo Monetario Internacional (FMI), para que los países latinoamericanos pudieran lograr un desarrollo económico exitoso. Entre dichas recomendaciones se encontraban la reducción o reordenamiento del gasto público, la privatización de la empresas estatales y la “flexibilización” laboral (que más bien debería ser precarización). Estos puntos fueron seguidos a la perfección, adelgazando la estructura estatal. Años más tarde, lleno de ansias de reactivar una economía golpeadísima luego de la crisis del 2001, el kirchnerismo utilizó el empleo estatal para dar techo y pan a una gran cantidad de personas y poder reactivar la parada economía a través del consumo interno.
De las crisis se salió, las recaudaciones aumentaron, y el Estado continuó expandiéndose de forma estrepitosa. Muchas veces ya no para solucionar una situación de emergencia sino, que para poner en práctica una lógica clientelar que demostró cumplir su cometido en numerosas oportunidades.
El empleo público está tan arraigado a nuestra historia política y social que, como de costumbre, se pueden escuchar voces a favor y en contra. También se han difundido muchos estereotipos sobre los empleados públicos. Solo algunos de ellos se refieren a “lo poco que trabajan”, que son “ñoquis” (término que se utiliza para referirse a quienes sólo acuden en fin de mes o el día 29 —día del ñoqui— a cobrar el sueldo), que tienen tareas insignificantes como “poner sellos” para justificar sus puestos y no ser echados a la calle, entre muchos otros.
Hoy, un nuevo presidente ocupa el sillón de Rivadavia y con su “cambio” impulsa una purga del Estado. Un Estado hipertrofiado y que tal vez dejó hace mucho tiempo de ser eficaz pero que, a pesar de todo esto, muchos (no todos) son ciudadanos que cuentan con su sueldo a fin de mes para poder subsistir, alimentar a sus hijos o proporcionarse una vivienda. Una consecuencia más de decisiones políticas cortoplacistas y tomadas sin pensar en el futuro de los trabajadores, que es mucho más largo que los 4 años que pueda durar un mandato presidencial.
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