Muerte (Oda a la vida)

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Citlali había perdido por completo la noción del tiempo. Ensimismada, contemplaba la belleza del manto de la noche. Las estrellas alineadas en perfecta simetría parecían reflejar la hermosa cara de su difunto esposo, Akatzin.

En su ensimismamiento, se había olvidado de su labor. Sabía que pronto estaría con él. Ansiaba el momento de su retorno. Una lágrima hizo crepitar la llama de unas de las velas que había colocado sobre la fría piedra. Limpió su mejilla con el antebrazo, y volvió en sí.

Miró el resplandor mágico del palacio de Axayácatl situado a kilómetros de ahí. Continuó preparando las ofrendas para Tezcatlipoca y Mictlantecuhtli: mantas de lana recién cortada, tres corazones de infantes, dos mechones de cabello de virgen, flores de cempasúchil, y copal. El aroma de la vela comenzó a hacer efecto. Su existencia y el sueño comulgaban a la perfección. Un trance quimérico, gracias al dios de las tinieblas. Pronto uniría su corazón (nuevamente) con otro ajeno. Pronto gracias a la Muerte, viviría de nuevo.

El humano es el único ser que presagia su muerte. Las conjeturas racionales lo llevan a situarse constantemente ante el cese inevitable e infinito. Aunque inverosímil, es precisamente a partir de ahí que construye su destino.

Proyectando la penumbra de la Muerte sobre sus acciones, es que consigue darle vida y sentido a su existencia. Esa finitud, al final, es lo que nutre los colores magníficos de su obra.

 




Pudiera parecer una paradoja que sólo a través de la Muerte y de nuestra finitud consigamos vivir, mas no lo es. Sólo en esa yuxtaposición cósmica donde el fin es comienzo, el humano encuentra sosiego. Ahí el sabor a la insulsa existencia. Pero como una complicada regla de una gramática arcaica, no es fácil yuxtaponer vida y muerte.

Constantemente el terror secuestra la cordura de muchos, quienes en zozobra, deciden ignorar de la ecuación lingüística a la Muerte, convirtiendo su vida en un verdadero dédalo. Como un sintagma sin núcleo, poco sentido tienen sus vidas.

En ocasiones, decidimos huirle a la Muerte. La ignoramos. Levantamos letanías religiosas para olvidarnos de ella. Y ciertas veces, se pierde el propio sentido de la vida. Al percibir a la Muerte como un mero fin; un suceso natural en la incorporación del Todo, perdemos el sentido de muestra existencia.

Pero lo que hace a la Muerte aterradora, es que la desconocemos por completo. (Y acaso por ello le huimos: porque existe la posibilidad de que sea un simple fin). No la conocemos; luce ajena, y es imposible descifrarla. Levantamos murallas y erguimos fortalezas inexpugnables para protegernos contra ella; como una nación en pugna.

Esas murallas las levantamos instintivamente: desde que adquirimos el uso de la razón, el éxito del hombre estriba en el conocimiento. Tal es la naturaleza del hombre. Así nos hemos descrito como seres curiosos. En efecto, el deseo de saber, es natural en la humanidad.

 




 

Pero nuestro ego nos ha obligado a convertirnos en seres a los que les resulta una necesidad (o necedad) descifrar el mundo. Sentimos una atracción hacía el saber; de conocer; de sobreponer nuestra voluntad sobre cualquier otra cosa.

Encima de la propia naturaleza, en ocasiones. Creemos que la belleza del saber nos librará de los estigmas de la mortalidad. Enfrentamos así cualquier incógnita y todo fenómeno. Somos seres racionales después de todo.

Otras civilizaciones, al observar el terror profesado hacía la Muerte, optarían por un adjetivo diverso para describirnos. Con toda razón. Hemos domado a las estrellas; visitado a los astros; y transmutado el hierro.

Inclusive, hemos adoptado a la flora y aniquilado la fauna; domesticado a los océanos; sepultado montañas; creado colosos entre las nubes; y aún más, hemos contemplado el abismo de la historia; y ante la Muerte, hemos decidido ignorar tales sucesos. (Como si las leyes naturales y divinas que con tanto esmero hemos descubierto no nos aplicasen. Labores propias de los dioses, desde luego.) Esas civilizaciones ajenas llamarían cobardía vanidosa al hecho. ¿No optamos por preferirnos eternos?

¿Qué hacer ante tal miedo? ¿Cómo yuxtaponer aquellos sustantivos que son comienzo y fin? La respuesta, al parecer, la encontró una civilización en el Valle del Anáhuac, conversando con sus astros.

Los habitantes de aquél valle pregonaban la visita de la oscuridad. Disfrutaban así, una vez al año, el paseo de sus dioses, junto con los muertos (pero no olvidados).

¿Qué hacer entonces ante el terror de la Muerte? No queda más que emular el acto de Tenochtitlán: agradecer a la Muerte, y enfrentarla como un comienzo.

En noviembre, los efímeros segundos de aquél paseo en el gran valle, lucen en cada esquina, aún en la complejidad del México moderno.

 




La piel del mexicano se eriza ante la Muerte porque sabe que no es el fin; que la única manera de perecer, es a través del olvido. Por ello se pinta de colores el Ombligo de la Luna: el mexicano sabe que los Muertos, viven. En sus recuerdos.

En sus corazones. (Tantos sacrificios no han sido en vano.) Saben, por arte de las estrellas –según lo han revelado–, que sólo a través de aquél suceso inevitable, se dota a la vida de sentido. Acaso por ello, el pueblo mexicano, cada noviembre, danza con la muerte.

Morir es, al final, hundirse en sentimiento. Acariciarse por la melancolía de una travesía que se antojaba eterna.

Remembrar lo mundano y añorar las lágrimas. Abrazar un lucero desconocido, disfrazado de dogma.

Porque la Muerte, es una oda a la vida.

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