El gran tema con las adicciones es que arrastran un estigma, como si quien padece alguna trajera colgando en su pecho una letra escarlata que lo hace diferente o de segunda categoría.
Tener trastorno por abuso de alcohol o de sustancia provoca vergüenza, no solamente de quien tiene esta adicción, sino hasta de su familia. Vivimos en la oscuridad de los secretos, en el ostracismo.
Ocultamos a toda costa esta verdad: que tenemos una enfermedad mental incurable y que, en el mejor de los casos, podremos controlarla con la ayuda adecuada.
La carga social es producto de la desinformación y el desconocimiento; la etiqueta de “adicto” o “alcohólico” pesa bastante, por eso mucha gente se queda en el camino y jamás pide ayuda.
Se atoran entre la negación y la vergüenza.
Es importante que la gente sepa cómo es esta enfermedad. No es adicto o alcohólico únicamente el indigente o la que se encuentra metida en el mundo de las pandillas; el menor de edad que limpia carros y se monea.
No. También es el deportista, la incansable directora de una empresa, el exitoso hombre de negocios, la estudiante con promedio de 90 (yo era esa), la soccer mom que esconde sus botellas y sus tafiles en el buró, el hijo modelo…
Quienes padecemos esta enfermedad venimos en todos los tipos y sabores. Yo viví casi todos mis 20s en negación. Siempre tuve excelentes promedios en la escuela, estudié maestría con beca de excelencia, nunca fallé en mis trabajos.
¿Drogadicta yo? Una drogadicta no es tan capaz como yo, pensaba. En todo caso era una alcohólica funcional, decía a manera de broma.
Pero cada vez consumía más y mis consecuencias eran peores. Hasta el punto en que si no podía emborracharme porque tenía algún compromiso de trabajo, mejor no tomaba ni una gota. En el fondo sabía que una vez que tomaba una bebida, no me iba a detener, y que además, el alcohol me llevaría al consumo de drogas en ese rato.
No empecé así, por supuesto que no.
Esto sucedió a través de años de consumo reiterado, de empezar con alcohol y luego buscar drogas que me dieran la mezcla perfecta para estar arriba, abajo o en medio.
Pero yo nunca quise que eso sucediera, pasó porque el uso reiterado se convirtió en abuso y el abuso en adicción. Y una vez adicta, el camino de la recuperación fue muy duro.
Incluso ya estando en sobriedad, tuve depresión y ansiedad durante 5 años; hasta que pude salir adelante con años de terapia, grupo de apoyo, disciplina, espiritualidad y demás. Nadie escoge esto por gusto, créanme.
La adicción no tiene nada qué ver con tu coeficiente intelectual ni con tu calidad moral. Pensar que tienen alguna relación es como pensar que el diabético es diabético porque quiere ser diabético, es decir, porque carece de falta de voluntad.
Hoy escribo de mi experiencia como adicta en recuperación porque creo que muy pocas veces se escribe o se habla abiertamente de lo que pasamos en la enfermedad activa.
De lo solitario y humillante que es para quienes padecen la enfermedad. De cómo es vivir esa oscuridad, saber que puedes morir y seguir haciendo lo mismo porque no puedes detenerte.
No poder vivir sin la sustancia y no poder vivir con la sustancia. Es el infierno en la tierra.
Afortunadamente existen soluciones pero debemos empezar por ponernos en los zapatos de estas personas.
Dejemos de estigmatizar, y sobre todo, dejemos de criminalizar.