La Taquería

Congruencia

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Hay discursos que, por brillantes que parezcan, a veces quedan en destellos. Hay mensajes que, por bien escritos que estén, sencillamente no se entienden. Hay frases que, dependiendo cómo se digan, se sienten distinto. En política, hay discursos que provienen de la razón, que están bien escritos, y que son dichos con épica, pero aun así no conectan. No mueven ni conmueven. Se sienten vacíos.

Antes que todo, hay que entender que la comunicación no se trata exclusivamente de frases o de palabras. Se trata de valores, intérpretes y símbolos. Se trata de códigos culturales y afinidades. De ser espejo y reflejo. Y todo eso, en tiempos de rendición de cuentas, vale la pena saberlo.

Los discursos políticos no conectan bien por varios motivos. Por ejemplo, porque se escribe pensando en quien habla, y no en quien escucha. Se escribe pensando en grandilocuencia y no en emociones. Y también, porque se escribe desde la generalidad. Se confunde la estructura con la fórmula. Se piensa que, sólo por ser, ya hay un vínculo entre quien habla y quien escucha. En la realidad, muy pocas veces es así.

Para entenderlo mejor: quien escucha, buscará identificarse tanto en lo que se dice como en quien lo dice. Buscará encontrar algo de sí mismo en el otro. Pero, cuando no hay esa identificación y se percibe impostura, hay desconfianza. Y donde no hay confianza, se abre la puerta al rechazo.

Los políticos intentan generar esta identificación de muchas maneras: visitan fondas, se ponen guayaberas, usan sombreros, juegan futbol, abrazan niños, imitan acentos. Recurren a los atajos, clichés y estereotipos. Olvidan que, en este terreno, la autenticidad es clave. No se trata de ser igual que todos, sino de ser uno con todos. No se trata de hacer las cosas que los otros hacen, sino de mimetizarse orgánicamente. Mejor llegar a observar y a aprender, que pretender ser y conocer, sin saber.

Una idea se transfiere mejor entre iguales: si tú has vivido lo mismo que yo, si tú crees lo mismo que yo; si tú piensas como yo, o si dices algo que yo he pensado pero que no he externalizado, entonces ahí hay espacio para generar vínculos. Eso significa que, más que lo que se dice, lo que importa realmente es quién lo dice. O, mejor dicho, lo que importa realmente es la percepción que el receptor del mensaje tiene de quien habla. Lo que importa es cómo se existe en ese ecosistema. Y a partir de ahí, se decide todo lo demás.

Al final, las frases hechas y los gestos performativos no marcan la diferencia. Lo que verdaderamente importa es que, quien habla, sea consecuente con lo que dice, y que, quien escucha, se identifique con lo que se dice. Sin esto, hasta las palabras más cuidadas se desvanecen, y hasta las ideas más brillantes se apagan. Somos esclavos de nuestras palabras y prisioneros de nuestras acciones. Por increíble que parezca, basta una expresión para resumirlo: congruencia.