A mi pueblo, a mi patria, a mis capitalinos.
México, Valle del Anáhuac; tierra de tlatoanis: feroz como el Vesubio, habrás de renacer entre el mar de escombros. No temas: serás el quetzal de fuego resurgiendo entre cenizas. Te llamaron la Nueva Venecia, pero se equivocaron. No eres frágil. No eres Pompeya. Domaste no a uno, sino a dos volcanes, y ahora duermen para ti: la Mujer Blanca, guerrera infalible, es la centinela de tus noches; el cerro que humea, con azufre de oro, vigila a tus soles, cada hora, cada segundo. Tu sangre es metal hervido: resistirás la lluvia de piedras que te acecha.
Atemporal, patria mía, te escondes en el valle. Siempre infinita, siempre bella. Si ruge tu tierra, es porque tiembla tu corazón: apasionado, cándido, fulguroso, solidario; resistente. Y ahí tu secreto, mi bella barca, mi bella patria: resistes, te mantienes a flote -nos guías siempre hacía adelante-. ¿Qué has hecho si no resistir?
La llegada de Cortés estremeció tus células: traía consigo tubos que domaban al trueno, casas flotantes, y a las bestias de la noche. ¡Mírate ahora! Esas bestias obscuras, tan rápidas como el rayo, impredecibles como la tormenta, ahora son tuyas: el mariachi canta de alegría sobre ellas; la obsidiana de tus guerreros fue más duro que sus balas; y la patria del trueno fue tu corazón, no el metal.
Tenochtitlán es el espejo del tiempo, el arrabal de la memoria, mi México. Mienten quienes afirman que caíste. Nos abrazaste bajo tierra, nada más. Escondidos, esperamos la resurrección. Y ahora, su espejo resucita una imagen del pasado en su esplendor: veo a los sumos sacerdotes todavía en el reflejo de tus topos; pueblo guerrero, pueblo soldado: cada ciudadano y ciudadana viste el plumaje de tus señores.
Tu capital es la profecía: no cabe duda. Años de peregrinación para probar el agua dulce de tu lago. Años de peregrinación para ver la llama solidaria de tus hijos y tus hijas. Años de peregrinación para ver a la patria más amada. ¡Caminaría siete veces desde Aztlán por este pueblo!
Que tiemble mi tierra, que agrieten el piso, que lluevan las piedras: a mi patria, no la tumba nada. Hasta que caiga la última pirámide -que son cada hijo y cada hija-, podrán decir que el Valle del Anáhuac, ha muerto.