El prólogo de un magnífico volumen de Don Quijote de la Mancha (editado por la Real Academia Española), me reveló que los hombres somos criaturas narrativas: «…los días se nos van en fábulas: en esperanzas de un mañana a la medida de nuestro diseño, en nostalgias de cómo pudo ser el ayer, unas veces huyendo de la realidad y otras huyendo hacia ella.» ¿Cómo no abrumarse ante semejante sentencia? Han pasado no menos de dos inviernos, y aún permanece fresca esa tinta que, a modo de juez, condena la naturaleza del hombre a mitologías y fábulas.
Nada sucede por coincidencia. Y mi hallazgo, desde luego, no es la excepción. Después de todo, la narrativa del Quijote -según el propio Schelling– se centra en «la lucha de lo real con lo ideal». Como la de todos los hombres, la vida del Quijote es una representación de ideales impuestos por la época y la literatura. De ahí que la cita que transcribo captara mi atención: la lucha de lo real, y lo ideal, sucede no sólo en el Quijote, sino en el jardín de la mente por igual.
La sentencia adquiere mayor fuerza si se mira a través de ojos mexicanos. La pluma de Octavio Paz ha escrito que el mexicano considera a la vida como lucha. Es cierto. Entre el mestizaje de bondades que esconde la máscara mexica, se esconde el rostro tímido y nervioso del hijo huérfano de la malinche. El mexicano suele desvelar sus noches consagrándose a una luna que no le pertenece. Inalcanzable, dormida, y taciturna, reposa allá el astro al reflejo del sol; tan parecido al sueño de la oportunidad, que brilla únicamente al reflejo de sus fábulas. Acaso donde la palabra cesa, y el crepúsculo se confunde, puede el mexicano recordar que su vida no se reduce a una sentencia inquebrantable. El espejo de la noche le recuerda su siniestra realidad. Juan Villoro certeramente nos dice que el mexicano «vive de esperanza y agoniza de realidad».
La danza del mar luce monótona desde la costa. Todos sabemos, sin embargo, que su oleaje es feroz. Así me parece el espíritu de lucha mexicano: débil, intranquilo, e insuficiente cuando abraza la costa de su realidad; pero bravío y feroz cuando se somete a sus mitos y a sus fábulas. “A uno le toca estar jodido, y pues, chingarle“ parece ser la oración favorita del mexicano. El haz dorado del nuevo sol augura el sufrimiento de su realidad; una que cala en la misma ósea.
Nuestros mitos y fábulas se han convertido en algo verosímil. Si otros sueñan con acariciar flores en Marte, el mexicano construye sus fábulas en torno al lucro, a la ganancia, a la especulación, y a “salir adelante”. Nada lo hace con ayuda. Todo es a través de su capacidad. Elocuencia de tloatani, sangre de guerrero, espíritu quetzal; somos herederos de la gran Tenochtitlán. El mexicano no necesita a sus políticos más que para tener a un enemigo. La sangre del guerrero aún le hierve; ¿contra quién desatar su ira? ¿No son ellos los causantes de nuestros agravios? Un trago de hiel por la mañana, para que la subordinación laboral -que ha robado de toda individualidad al engranaje social-, no termine por liberar a sus demonios.
Entre la tinta que derramo, me parece necesario precisar: estas letras no eximen al político de su responsabilidad, ni recriminan la naturaleza antropológica del mexicano. Al contrario. Buscan ser un bastión de análisis autocrítico de los mitos y fábulas que a menudo construimos. Todo puede resumirse, me parece, a través de la premisa de Villoro. Pero creo que la inflexión es necesaria si consideramos que el mexicano sufre de realidad, porque precisamente esa realidad no es más que una construcción mitológica (si se me permite el tosco símil). Me explico.
Somos la especie impositiva por excelencia. Desde el alba de nuestras vidas, los dogmas que rigen el crecimiento espiritual, filosófico y físico, son impuestos por agentes externos a nosotros mismos. Así, nuestro yo, nace ajeno. Ya por filiación, ya por gregarismo, no elegimos en qué creer, ni cómo creer. ¿Acaso nuestra percepción de la realidad no se ve sesgada por esas construcciones fabulosas impuestas sobre nosotros? Somos extraños ante las creencias, las axiologías, e inclusive, ante la propia sociedad.
La niñez transcurre entre senderos de luz y obscuridad, y en un entreclaro de luz, se comienza a desarrollar el pensamiento crítico; las mitologías comienzan a cobrar vida. Yo sostengo que es el umbral del idealismo, tan arraigado en el alma como la corteza al roble. Por ello, la percepción que tenemos de la realidad, no siempre presupone que esa realidad sea; dicho de otro modo: no siempre nuestra percepción de la realidad resulta en la esencia del ser, en lo tangible, en lo que verdaderamente es.
Esa realidad que percibimos a través de los sentidos es nebulosa. Y hasta en tanto no seamos capaces de vislumbrar la razón, no podremos construir un aparato social eficiente. Pero de la pluma al acto, existe una brecha que se antoja difícil.
No me atrevo a afirmar con certeza hasta qué edad el sesgo de la percepción ocurre -esa tarea le pertenece a los psicólogos y sociólogos, y no a éste lego-, pero si podría aventurarme a sostener que el lapso al que me refiero sucede, al menos, hasta los dieciocho años de vida. Quizá la biología me dé la razón. Sea como fuere, hasta ese punto, nuestra realidad es, como ya dije, ajena. Le pertenecen a otros: padres, amigos, educadores, tutores, etcétera. (La gama es amplísima y no vale la pena prodigar sobre este punto.)
Por ello, es necesario deconstruir los mitos. Sólo través de este ejercicio de deconstrucción racional, que exige la introspección a los jardines de la mente, logramos adquirir conocimientos propios. Arrancar de tajo las raíces que nos han sembrado. Sólo así nos adquirimos. De lo contrario, no sólo seremos intrusos en nuestro propio jardín: corremos el riesgo de convertir flores en hiedra venenosa.
En mi caso, esa deconstrucción no fue fácil. Como la gran mayoría de los mexicanos, mi hogar albergó el conservadurismo en su máximo esplendor. Padres católicos, ideologías políticas de derecha, educación privada, y bastante literatura religiosa. Era natural que yo sufriera los estragos de vivir en el ático mental de ellos durante mi niñez y adolescencia. Fue gracias a la literatura que, aún con temor, logré el proceso de deconstrucción. ¿Cómo alejarse de una fe bajo la cual arropé incontables noches? De las llamas de la fe no quedan más que brasas, que aún arden, pero no queman. ¿Cómo destruir la mítica figura de la mujer, divina, santa, y diseñada para el hombre, sin quebrantar la esperanza de encontrar en ella nuestra insuficiencia? ¿Cómo alejarse del horizonte del conservadurismo político que ha pintado a la izquierda como el más vil de todos los enemigos? Las trincheras políticas se cavan poco profundas.
Son ejemplos burdos, pero que al efecto funcionan. Porque gracias a esa deconstrucción, mi realidad se ha vuelto mía y no de las Ideas de agentes externos, llámense religiosos, políticos, o sociales. Esa deconstrucción me insta a preferir la legislación de drogas, pero a vislumbrar que es preferible una crisis de salud pública, que una crisis de inseguridad. (Al menos las epidemias sabemos cómo erradicarlas). Como dije, tan solo son casos prácticos donde la deconstrucción permite apropiarse de la razón. No concedo tampoco que mis posturas sean las moralmente correctas; pero al menos sé que me pertenecen, o lo que es mejor, me pertenezco.
Ese ejercicio es al que insto, porque el mexicano condena sin saber que su realidad es a veces quien condena a otros. No es su culpa. Como explico líneas arriba, nuestras realidades son impuestas. Es nuestro deber ético y moral construir la propia. De lo contario, seguiremos sufriendo esa realidad que discrimina, imposibilita, destruye, cala, y arde. Basta mirar alguno de los incontables casos de discriminación por orientación sexual en las escuelas educativas; la desmesurada opulencia que se observa en las orbes más privilegiadas de la élite mexicana; la doble moral de los iliteratos que condenan la discriminación, pero que la celebran en clubes nocturnos y discotecas. En vano me condenaría si dejo que la pluma siga su curso.
Me he referido a la mente como un jardín. Es verdad. En ese jardín, tan maleable como la rosa, y tan firme y recto como el encino, a menudo germinan semillas contra nuestra voluntad. Y más a menudo aún, en él sembramos mitos y fábulas que debemos deconstruir.
Si los días se nos van en fábulas, ¿qué otra opción nos queda?