De afanes modernos

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Al corazón moderno le falta palpitar con fuerza. Se desvive preocupándose por entender y ser razonable; por latir como el otro y ser sensible; y por ampliar el sentido de las cosas para ser incluyente, y, con ese propósito, redefinir lo que haga falta independientemente de lo que se trate.

A ese corazón preocupado se le olvida ocuparse en abocarse a su principal objetivo, que es mucho más sencillo como concepto, pero de mucha más difícil implementación. Sin embargo, aquello no requiere justificaciones, ni es objeto de grandes debates.

El mexicano parece abrumarse por las preocupaciones del corazón moderno. Agobiado, se resigna a padecer los cánceres del desánimo y el conformismo; aquellos que surgen en el individualismo pero que producen como síntoma terminal la indiferencia.

Ofuscados en el afán de ser comprensivos, dejamos de comprender; y enquehacerados en no dejar fuera a nadie –en dicha tarea de comprensión– solapamos nuestros valores morales ante las nuevas ideas sociales. Desde nuestra intimidad, decidimos dejarnos solos los unos a los otros. Luego cerramos el concepto de “nosotros” al tiempo que buscamos ampliar la distancia que existe entre la vida de cada quien y 
el interés público.

Catalogamos nuestra vida en esferas. Queremos libertad social legitimando, en la privacidad, el libertinaje. Pero el anhelo a un control absoluto de nuestro estilo de vida, y a que la opción que escojamos, sea cual fuere, se avale; es voltearle la espalda a nuestra responsabilidad colectiva.

Y no sólo eso, es una necedad lograda por la negación de que el anhelo fundamental del corazón, aún en la modernidad, no es que se avalen nuestros deseos, sino subyugar las aspiraciones propias al deber de procurar, en la medida de lo posible, entregarse al bienestar de la sociedad. Vivir como se espera que vivamos, es un acto de caridad si la esperanza se funda en un ideal de plenitud; y pelear a diestra y siniestra por poder vivir como queramos, un acto de egoísmo si la lucha se centra, en que necesariamente se califiquen como “morales” los designios de nuestra propia voluntad.

Recientemente, a iniciativa del Presidente mexicano con la más baja aprobación en la época moderna, algunos grupos sociales se han propuesto redefinir aquello que para la mayoría es, será y sigue siendo lo mismo. Aquel cáncer del que hablaba se nota en el grupo de personas que componemos el Estado y se permea en los razonamientos institucionales que emitimos.

Así, los indiferentes se descubren incongruentes con sus opiniones previas; los académicos, resignados; los individualismos, se convierten en progresismos; y la política pública, emigra del bien común a la tutela absoluta de las decisiones personales. “Que cada quien haga con su vida lo que quiera” es el nuevo principio rector de la regulación social: hemos decidido lavarnos las manos. Oponerse 
es discriminación.

Para mi sorpresa, esta semana, con motivo de la Marcha por la Familia, he sabido que se califique, con insistencia, como asquerosos, violentos y retrogradas, a quienes sostenemos que el matrimonio es entre un hombre y una mujer. Aquellos calificativos, al menos en lo particular, en nada reflejan el sentimiento que me produce, resistirme a aceptar las ideas opuestas.

Lo único que quiero transmitir es un motivo netamente espiritual: es aquel ideal social de plenitud propuesto por la generalidad; es aquel llamado que como colectividad hacemos a la autorrealización personal creando una familia en el sentido tradicional del concepto. Que el potencial del amor se ve seriamente demeritado cuando no encuentra complementariedad física y psicológica, es una verdad innegable, que se ha silenciado por quienes encuentran imposibilidades para amar a sus pares complementarios. El romanticismo, en la modernidad, se ha substituido y confundido 
por compañerismo.

Si el consenso general, conceptualiza el ideal de una familia, como aquella entre un hombre y una mujer, no es porque la homosexualidad sea indeseable, sino que el incentivo colectivo a llevar la opción de vida ya propuesta, es un llamado a gritos de quienes nos antecedieron en vida, de que ese modelo de vida llena y vale demasiado la pena. Si no fuera así, esa estructura social no hubiera trascendido hasta nuestros días con tanto éxito. Seguir la recomendación general, no es necesariamente lo mejor para cada individuo, pero cerrarse a la autodeterminación de la vida privada, bien pudiese ser soberbia.

Si bien estoy plenamente consciente que el hecho de que la familia vale la pena, no es motivo del debate, lo reafirmo para subrayar que el valor de tener una familia es tanto, que vale la pena preguntarnos cuál queremos que sea la recomendación general, que como sociedad queremos emitir a la siguiente generación, a través de la proposición de un modelo de vida. Creo que la ley debe de validar ideales.

Recomendar que en México “decidir lo que sea” es lo ideal, es dejar de recomendar, y quizá, incluso, evadir la responsabilidad de poner el ejemplo. Creo que existe un beneficio más grande en que el ideal ya propuesto se conserve; no lo substituyamos por amplísimas definiciones que más que esclarecer, esconden, entre muchos otros, el modelo de vida en donde la mayoría ha encontrado su camino de plenitud.

roberto.mtz05@gmail.com
@Roberto_MtzH

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