Furia

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Llevo ya un par de semanas con estas letras atoradas en el pecho. Y no precisamente porque no sepa cómo ponerlas en papel – o más bien en un teclado – sino porque no había logrado una manera de hacerlas entender sin que parezca que contradigo mi tan arraigada y sagrada oposición a la violencia.

Detesto la violencia. Le huyo, le repelo. Me gusta la confrontación, sí. Tengo un temperamento fuerte, también. Pero jamás seré partidaria de la violencia como la respuesta a algo, menos en un contexto histórico. Para mí, la violencia sólo trae más violencia, en cualquiera de sus tantas presentaciones. Tal vez tenga algo que ver con que he pasado toda mi vida en entornos con índices de violencia mayores al promedio mundial (Colombia está en el puesto 144 de 163 en el índice de Paz Global y México, en el 137°).  Durante las protestas de Colombia en 2021, escribí sobre cómo para los colombianos la violencia era siempre la respuesta a todo lo que nos pasaba, precisamente porque era lo único que conocíamos – conocemos-.

No obstante, durante los últimos años me he encontrado con un concepto que ha despertado en mí una serie de emociones y sentimientos que en un principio asociaba con la violencia: la tan hablada feminine rage, la furia femenina. De repente, ver las noticias de mujeres que protestaban en la calle gritando y destrozando resultaban sumamente gratificantes. Películas en dónde un personaje femenino arremetía contra todo lo que encontrara a su paso era liberador, incluso relajante. Y en un principio me asustaba, porque pensaba que el hecho de que este tipo de respuestas me produjera tanta gracia significaba que mi tan sagrada oposición a la violencia estaba perdiendo su carácter divino.

El enojo es tal vez una de las emociones más difíciles de procesar. Y es que incluso en la psicología occidental, la ira o el enojo viene casi siempre acompañado de lo que se conoce como “emociones secundarias”. Detrás de la ira siempre hay algo mucho más vulnerable, como la pena, la frustración o los celos. Y en muchos casos es cierto. ¿Quién no ha tenido un enojo en donde no esconde una pena muy profunda? El enojo no es nunca sólo enojo. 

Viene siempre acompañado de miedo, e inseguridades. Pero así también son las otras emociones. Mi alegría viene acompañada de paz, mi tristeza de pena y melancolía y mi miedo de incertidumbre y pánico. Nunca sentimos sólo una cosa, e incluso nunca sentimos la misma combinación de emociones del mismo modo. Al igual que los colores, las emociones vienen en tonos distintos, que se usan para pinturas y situaciones distintas.

Mi otro problema con el enojo es que soy mujer, y las mujeres no deben expresar enojo, o cualquier otra emoción fuerte que en el imaginario colectivo sea asociada a los hombres. La rabia de las mujeres ha sido desestimada durante generaciones. Mi propia furia ha sido ignorada durante 22 años. Pareciera que el ser mujer y la furia fueran dos universos cuya naturaleza les impide coincidir; mi furia no es sino una muestra de mi ciclo menstrual, cuya carga hormonal me convierte en una bestia feroz por algunos días del mes.

Conforme fui creciendo me di cuenta de los problemas que iba a enfrentar a causa de mostrar mis emociones. Más de una vez fui reprendida por decir lo que pensaba o simplemente por no “actuar como niña”, porque “nadie iba a querer a una mujer así”. Sin embargo, la furia continuaba ahí. Pura.  Recta.  Solitaria.  Enfadada y santa.

Con el tiempo comprendí que se trata de algo más profundo. Ha sido acumulada durante años, y por supuesto que va más allá de una simple descarga hormonal. Mi furia es moral y física al mismo tiempo. Tan joven como mi existencia en este mundo y tan arcaica como la primera mujer de la tierra. Va hasta mis lugares más íntimos y diariamente es provocada, ahogada, presionada, negada y por ende cada vez más caliente y pesada.

Entendí que si eres mujer todo es político, lo quieras o no. Inclusive el declararse apolítico conlleva a consecuencias políticas, más aún si hablamos de género. No tenemos lo que queremos. Tenemos una vida y hacemos con ella lo que podemos. La historia de las mujeres ha estado siempre moldeada por una tradición patriarcal. Todas aquellas que a lo largo de la historia han mostrado un indicio de rabia han sido castigadas; “brujas”, “herejes” les llamaron, porque la desobediencia no está en nuestra naturaleza. Por el contrario, las figuras femeninas que nos fueron impuestas desde pequeñas, aquellas doncellas bien portadas y cuyas emociones fuertes se manifestaron a través de la tristeza y el luto, que se vistieron de colores pasteles y se quedaron como niñas pequeñas bien portadas toda la vida, que por cierto giró alrededor de los hombres que las rodeaban, fueron las que se nos presentaron como modelos a seguir.

Leí hace poco que “la furia femenina es lo que hace la mente del corazón cuando las cosas no están bien en el mundo.  Es la verdad de que algunas cosas no están bien”. Y creo que es aquí donde la diferencio de la violencia. Mi furia no necesita ser curada; es un signo de vida. Es mi respuesta a las injusticias que he presenciado y sigo presenciando día a día. No quiero que sea curada, al menos hasta que pueda estar tranquila cada vez que salgo de casa. No quiero tampoco que alguien sienta lástima, quiero ser escuchada. Quiero gritar, golpear, patear, quemar y hacer lo que sea necesario para que se sepa que sigo aquí, que sigo luchando y no pararé hasta llenar los espacios que me han sido negados por tantos años.

La furia femenina persiste.  Tiene que hacerlo.