“EL TALÓN DE AQUILES”: EL ROL DEL PROFESOR TERCERMUNDISTA

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Siempre recordaré mi primera clase de maestría, cuando el profesor de metodología, al abordar tópicos relacionados al desarrollo de las ciencias, indicó que la diferencia entre los estudios de grado (bachillerato y licenciatura) y de post-grado (maestría y doctorado) es la siguiente: en el primer caso seguimos siendo consumidores de conocimiento, mientras que en el segundo nos convertimos en productores. El contraste, que no solo se aplica a la Ciencia Política sino al conocimiento en general, no es mínimo; tiene implicaciones en complejos procesos sociopolíticos de África, América Latina, y en otras latitudes del mundo. Desearía hoy salirme del comentario de actualidad tradicional para atraer la atención sobre un tema tal vez no muy de moda, pero sobre el cual debemos reflexionar si lo que deseamos es heredar a las generaciones futuras un mejor mundo que en que nos tocó vivir: se trata del rol del profesor, en concreto del de Ciencia Política, particularmente en los países en vías de desarrollo. Procedo en dos tiempos: primero delineo lo que necesitamos y luego explico por qué no somos capaces de producirlo.

¿Somos capaces de producir el conocimiento científico que nuestros países necesitan? … ¿Somos los profesores de Ciencia Política en los países en vías de desarrollo capaces de producir o adaptar instrumentos conceptuales para entender mejor las realidades que nos rodean?

Importar conceptos pensados para otras realidades. Los conceptos elaborados por europeos y estadounidenses se aplican más o menos bien a otras realidades. Algo muy corrupto en Alemania puede no serlo en México; lo que es inestable en Latinoamérica, puede ser estable en África; y nuestros regímenes políticos, menos autoritarios que los de antaño, no son tan democráticos como los de otros países. El problema de la comparabilidad de contextos diferentes es mayor, pues si aceptamos que todo es único, que nada se compara, no podríamos identificar regularidades que nos permitan comprender nuestro mundo. No podríamos entonces hacer “Ciencia” y, por lo tanto, como decía un buen amigo, más que “Ciencias Políticas”, estaríamos ejerciendo “Fiestas Políticas”. Este es de hecho uno de las grandes cuestiones de los estudios comparados: ¿Pueden los conceptos viajar? ¿Podemos crear nociones válidas en diversas realidades? El debate sigue su curso, y no es mi objetivo zanjarlo aquí. Mi punto es que si queremos comprender mejor nuestro mundo, debemos generar nuestros instrumentos de medición, o al menos adaptar los existentes con la rigurosidad necesaria para garantizar la exactitud de nuestras mediciones.

Consecuentemente, como sociedades, debemos invertir en investigación y desarrollo (I+D), y esto aplica no solo a las “ciencias duras”, sino a todas las ramas del quehacer humano: la cultura, las artes, y por supuesto, a las Ciencias Sociales. Estoy convencido que vista con seriedad, la Ciencia Política puede ser más difícil que otros saberes más “exactos”, pues el arte de interpretar con precisión al zoon politikón, depende del control que podamos ejercer sobre factores aleatorios y subjetivos. Por ello, una de mis preocupaciones siempre ha sido enseñar a trabajar con meticulosidad, con el mayor de los respetos por nuestra profesión. Y esto lleva a preguntarnos: ¿Somos capaces de producir el conocimiento científico que nuestros países necesitan? O, para expresarlo en los mismos términos de la pregunta inicial: ¿Somos los profesores de Ciencia Política en los países en vías de desarrollo capaces de producir o adaptar instrumentos conceptuales para entender mejor las realidades que nos rodean? Mi respuesta, más allá de las excepciones que por suerte siempre encontramos, es negativa. Y ello se debe principalmente a tres factores que explico a continuación, y que nos relegan a una posición de consumidores de Ciencia Política.

… no solo nuestros países no invierten para crear lo que necesitamos, sino que la élite intelectual es cooptada por los países desarrollados, que ofrecen medios más favorables para el desarrollo profesional.

Producir vs. consumir. El primer factor que condena al profesor tercermundista a un rol de consumidor, es la presión en la carga de enseñanza a la cual es objeto, sobre todo si el mismo se desenvuelve en universidades privadas cuyas finanzas dependen exclusivamente de los ingresos provenientes de las colegiaturas. Con una asignación equivalente a ocho, a veces a diez cursos anuales, los cuales se adicionan a responsabilidades administrativas, de representación institucional, y de investigación aplicada (consultorías pagadas por clientes según un esquema que privilegia la privatización del conocimiento), es difícil, como intelectual, hallar el tiempo para leer, reflexionar, diseñar, financiar, implementar, redactar, y publicar, investigación innovadora. Con un poco de suerte, podremos tal vez testar teorías, pero no con la rigurosidad requerida dadas las múltiples distracciones a las que somos objeto. En los países primermundistas, enseñar lo que investiga no solo es posible sino que no es excepcional, como sí lo es en el ambiente universitario privado latinoamericano.

Estoy convencido que vista con seriedad, la Ciencia Política puede ser más difícil que otros saberes más “exactos”, pues el arte de interpretar con precisión al zoon politikón, depende del control que podamos ejercer sobre factores aleatorios y subjetivos.

El segundo factor, el cual afecta de sobremanera a algunas universidades públicas, tiene que ver con la politiquería. Ninguna entidad de educación superior, privada o no, del norte o del sur, está exenta de la política mal entendida; es decir, del trueque de favores y de las adulaciones interesadas, pero sus consecuencias son más significativas en las escuelas de Ciencia Política tercermundistas. Para nadie es un secreto que partidos políticos tradicionales pueden insertar en las aulas universitarias sus esquemas clientelistas para reclutar profesionales, profesores y estudiantes, bajo la promesa de trabajos estables bien remunerados. Lo que deberían entonces ser núcleos generadores de cambio se convierten en máquinas de propaganda para explicar lo inexcusable y para defender estructuras anacrónicas que ahogan la innovación que necesitamos. Mientras las universidades públicas de nuestros países sigan siendo presa de los tentáculos de la politiquería–y aquí no estoy obviando el hecho que las estadounidenses (y de otras latitudes) no puedan ser presa de intereses corporativos–difícil será que produzcan conocimiento científico válido que nos permita cambiar hechos sociales tan reprochables como las inexcusables brechas de desigualdad, los insoportables niveles de pobreza, y los insultantes grados de corrupción.

Tercero, el especialista que busque alcanzar la excelencia, deberá inmigrar a donde están las oportunidades. Es decir, no solo nuestros países no invierten para crear lo que necesitamos, sino que la élite intelectual es cooptada por los países desarrollados, que ofrecen medios más favorables para el desarrollo profesional. Lo confieso, me considero cómplice de esta fuga de cerebros desde 1997, cuando salí de Costa Rica para radicarme en Canadá. Y aunque en estos últimos años alguna contribución habré hecho en México, sigo pensando que mucho más útil serían mis contribuciones en Centroamérica. Estas condiciones, lejos de ayudar a producir conocimiento en nuestros países, lo obstruyen y nos condenan a nosotros, los profesores de ciencia política, a ser espectadores, consumidores pasivos, cuya principal función es repetir lo que otros propusieron. ¿Sabe usted que la mejor biblioteca sobre la intervención de Naciones Unidas en El Salvador se encuentra en… Nueva York?

Para nadie es un secreto que partidos políticos tradicionales pueden insertar en las aulas universitarias sus esquemas clientelistas para reclutar profesionales, profesores y estudiantes, bajo la promesa de trabajos estables bien remunerados.

Cosas en las que debemos pensar para mejorar. El profesor que solo enseña y no investiga, pierde competitividad, y con él su país, pues se priva del ejercicio y desarrollo de destrezas que habría podido poner al servicio del tan necesitado desarrollo. Eso es cierto en las ciencias duras, y también en las sociales. Hoy, la riqueza es producto de la innovación patentada. Nuestros gobiernos lo saben, y por ello destinan sumas crecientes a I+D. Pero la brecha entre los países tercermundistas y las economías desarrolladas es inmensa. Además, habría que ver cuánto de esos recursos se destinan a la I+D en Ciencia Política; sospecho que el porcentaje varía entre lo raquítico y lo inexistente. Claro, el tema del lugar de las Ciencias Sociales en nuestras sociedades–el neoliberalismo ha tenido profundos efectos sociales, entre ellos la impresión de que las artes y las humanidades no sirven para nada porque no son rentables en el sentido mercantilista del término–es complejo y amerita no uno, sino varios artículos. Valga por ahora mencionar que mientras nuestros países no inviertan en I+D, seguirán generando menos riqueza; y mientras sigamos siendo consumidores, mientras estemos obligados a emigrar para ser productores, mientras estemos expuestos a sobrecargas académicas excesivas o a lógicas politiqueras, será muy difícil que podamos contribuir a generar lo que necesitamos para lograr el cambio. Decía un buen amigo que la función del “académico” no es seguir las tendencias, sino orientarlas. Que así sea entonces, empezando por esta tribuna.

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